/ domingo 23 de febrero de 2020

60: La posesión perpetua de la vida


I celebrate and I sing,

And everything that is mine is also yours,

Because there isn't an atom in my body that doesn't belong to you.

In the faces of men and women I see God, and in my own face in the mirror.

Who walks a mile without love, goes to his own funeral wrapped in his own shroud.


Si somos algo más que mamíferos implumes y bípedos; si —por azar o gracia— somos algo más que vulgares peatones de gorrita, sudadera, jeans y tenis, debemos partir de una instauración dogmática: el alma es simple y espiritual: carece de cuerpo y por esto es incorruptible; es independiente de la vida orgánica, carnal, y por ello sobrevive a su muerte.

El alma es inmortal y eterna, reside en un no-lugar y es invisible pero sus efectos son notorios y fundamentales en la vida humana.

La sustancia espiritual (es decir, no material) del alma sobrevive al continente perecedero del cuerpo de carne y huesos. (¿Esa sustancia acaso será el lenguaje ilustrado?)

La sustancia espiritual no perece con la destrucción de la materia, sea ésta por vejez, crimen o enfermedad.

La actividad del alma no termina con la muerte del cuerpo: prosigue, continúa en el no-lugar de la eternidad, sea en el destinado a la purgación de las máculas e imperfecciones o en el improbable, y por esto deseable, ‘caelum’, el ‘u-topos’ donde ‘el sostén de la creación es el amor’. (Fundamenta autem creaturae amor.)

Creatura contingente que no tiene en si misma finalidad de existencia no es el hombre.

Si lo fuera, entonces todo el edificio (¿Torre, acaso?) conceptual de la filosofía se vendría abajo.

¿Para qué la palabra, el logos, si solamente somos miserables gusanos que se arrastran debajo de la luz ignota de los astros?

Si el cuerpo y el alma apetecen la vida —enigma sagrado, don, gracia concedida sin mérito alguno— como el primero de los bienes, como el bien supremo del que dimanan los otros, entonces la voluntad de persistir en este bien se entiende como legítima confirmación de la conciencia de su excepcional valor.

(Aquí el misterio antropológico-teológico del suicidio brota en toda su negrura incomprensible. ¿El suicidio será acaso la manifestación de lo sublime?)

Tan saludable como una manzana quiere vivir el hombre, alejado de la sombría amenaza de la enfermedad, y de la violenta cuchillada de la malignidad del ‘otro’.

Porque todos, hombres y mujeres, deseamos vivir felices, es ‘una pulsión universal, constante, necesaria e irresistible’ (Luis Vives, dixit).

Aquí debe trazarse la distinción entre alegría y felicidad: la primera es pagana y material; la segunda es metafísica y trascendente.

O, tal vez, deberíamos escribir que la primera es goce de parias y esclavos y que la segunda lo es de héroes, santos y filósofos.

O, tal vez, escribir que el deseo natural de felicidad al nacer de la misma condición humana, transforma a la sed de inmortalidad en una suerte de super-hedonismo que busca deleitarse eternamente con los bienes de la vida.

Esto último es azas atrevido: la piara de cerdos de Epicuro se mudaría en piara de santos y filósofos precipitándose al vacío.

Sería un exceso, desistamos —por el bien de la mesura— de esa imagen inconveniente.

Mejor, despidámonos del amistoso lector con estos versos inmortales:

“I believe in you, my soul, the other that I am will not be lowered before you, And you will not lower yourself before him.”

(Creo en ti, mi alma, el otro que soy no se rebajará ante ti, y tú no te rebajarás ante él.)

I listen and see God in everything, but I don't understand it in the least, i don't even understand how anything more prodigious than myself can exist.

(Escucho y veo a Dios en cada cosa, pero no lo comprendo en lo más mínimo, ni comprendo cómo pueda existir algo más prodigioso que yo mismo.)

Walt Whitman, a cosmos, of Manhattan the son… I am divine inside and out, and I sanctify everything that I touch and touch me.


I celebrate and I sing,

And everything that is mine is also yours,

Because there isn't an atom in my body that doesn't belong to you.

In the faces of men and women I see God, and in my own face in the mirror.

Who walks a mile without love, goes to his own funeral wrapped in his own shroud.


Si somos algo más que mamíferos implumes y bípedos; si —por azar o gracia— somos algo más que vulgares peatones de gorrita, sudadera, jeans y tenis, debemos partir de una instauración dogmática: el alma es simple y espiritual: carece de cuerpo y por esto es incorruptible; es independiente de la vida orgánica, carnal, y por ello sobrevive a su muerte.

El alma es inmortal y eterna, reside en un no-lugar y es invisible pero sus efectos son notorios y fundamentales en la vida humana.

La sustancia espiritual (es decir, no material) del alma sobrevive al continente perecedero del cuerpo de carne y huesos. (¿Esa sustancia acaso será el lenguaje ilustrado?)

La sustancia espiritual no perece con la destrucción de la materia, sea ésta por vejez, crimen o enfermedad.

La actividad del alma no termina con la muerte del cuerpo: prosigue, continúa en el no-lugar de la eternidad, sea en el destinado a la purgación de las máculas e imperfecciones o en el improbable, y por esto deseable, ‘caelum’, el ‘u-topos’ donde ‘el sostén de la creación es el amor’. (Fundamenta autem creaturae amor.)

Creatura contingente que no tiene en si misma finalidad de existencia no es el hombre.

Si lo fuera, entonces todo el edificio (¿Torre, acaso?) conceptual de la filosofía se vendría abajo.

¿Para qué la palabra, el logos, si solamente somos miserables gusanos que se arrastran debajo de la luz ignota de los astros?

Si el cuerpo y el alma apetecen la vida —enigma sagrado, don, gracia concedida sin mérito alguno— como el primero de los bienes, como el bien supremo del que dimanan los otros, entonces la voluntad de persistir en este bien se entiende como legítima confirmación de la conciencia de su excepcional valor.

(Aquí el misterio antropológico-teológico del suicidio brota en toda su negrura incomprensible. ¿El suicidio será acaso la manifestación de lo sublime?)

Tan saludable como una manzana quiere vivir el hombre, alejado de la sombría amenaza de la enfermedad, y de la violenta cuchillada de la malignidad del ‘otro’.

Porque todos, hombres y mujeres, deseamos vivir felices, es ‘una pulsión universal, constante, necesaria e irresistible’ (Luis Vives, dixit).

Aquí debe trazarse la distinción entre alegría y felicidad: la primera es pagana y material; la segunda es metafísica y trascendente.

O, tal vez, deberíamos escribir que la primera es goce de parias y esclavos y que la segunda lo es de héroes, santos y filósofos.

O, tal vez, escribir que el deseo natural de felicidad al nacer de la misma condición humana, transforma a la sed de inmortalidad en una suerte de super-hedonismo que busca deleitarse eternamente con los bienes de la vida.

Esto último es azas atrevido: la piara de cerdos de Epicuro se mudaría en piara de santos y filósofos precipitándose al vacío.

Sería un exceso, desistamos —por el bien de la mesura— de esa imagen inconveniente.

Mejor, despidámonos del amistoso lector con estos versos inmortales:

“I believe in you, my soul, the other that I am will not be lowered before you, And you will not lower yourself before him.”

(Creo en ti, mi alma, el otro que soy no se rebajará ante ti, y tú no te rebajarás ante él.)

I listen and see God in everything, but I don't understand it in the least, i don't even understand how anything more prodigious than myself can exist.

(Escucho y veo a Dios en cada cosa, pero no lo comprendo en lo más mínimo, ni comprendo cómo pueda existir algo más prodigioso que yo mismo.)

Walt Whitman, a cosmos, of Manhattan the son… I am divine inside and out, and I sanctify everything that I touch and touch me.