/ martes 10 de marzo de 2020

Ahora o nunca

Tras los inéditos acontecimientos de los días recientes, rubricados este lunes con el imponente #undiasinmujeres, quedó claro que a partir de ahora las cosas no deberían seguir igual, ni en Puebla ni en el país entero.

El desborde de mujeres en las calles el domingo y el paro nacional de las féminas en la víspera emiten claros mensajes de hastío y de rabia que deben ser codificados y atendidos con la mayor puntualidad.

Se trata, en efecto, de un reclamo a la autoridad por su incompetencia para frenar la violencia feminicida, pero lleva implícita también la exigencia de mejores condiciones en temas torales de la convivencia social: economía, salud, educación y derechos humanos, por decir lo menos.

Grave sería, como parece, percibir estas manifestaciones con un enfoque ideológico, o peor aún, con tinte político-partidista. La lectura presidencial de que se oculta ahí un conservadurismo disfrazado de feminismo es indolente, muy lamentable.

Mención aparte merece la mega-marcha estudiantil del pasado jueves, tras el vil asesinato de tres jóvenes y el prestador de un servicio de transporte en las inmediaciones de Huejotzingo.

No sólo entiendo en su amplia dimensión las protestas de los miles de estudiantes que se manifestaron sino que, sin restricción alguna, me solidarizo con ellos.

Viéndolos transitar por las calles con el puño en alto y entonando consignas contra la autoridad, en exigencia de justicia y mayor seguridad, evoqué otra época en la que también jóvenes estudiantes tomaron las calles de la ciudad.

Tenía entonces muy corta edad y una ingenuidad que era común entre la adolescencia, de modo que me fue imposible comprender cabalmente el significado de aquellas revueltas en las décadas de los 60 y 70, las que hasta con el paso del tiempo pude descifrar; había ahí un trasfondo socio-político, altamente ideologizado por una rivalidad sin cortapisas entre –ahí sí- liberales contra conservadores.

Nada que ver con las causas legítimas que inspiran las marchas estudiantiles de ahora, aunque ambas conlleven tintes inspiradores para el impulso de un cambio social.

Entre aquellas y éstas, debe decirse, es fácil advertir que hay también muchas diferencias en las formas como el gobierno afrontó los conflictos; métodos distintos en tiempos diametralmente diferentes.

Antes, con cerrazón, violencia, incluso crímenes que nunca fueron aclarados; hoy, dando la cara, proponiendo soluciones en las que hay tareas pendientes cuyas agendas nos involucra, socialmente hablando, a todos por igual.

Aun así, no puede soslayarse que brindar seguridad pública eficiente es responsabilidad ineludible del gobierno, y en eso hay un lamentable retraso. Se trata de un compromiso definitivamente incumplido, de ahí el reclamo generalizado.

Lo plausible es que volvió a aflorar esa rebeldía juvenil que siempre hizo falta como contrapeso frente a una realidad francamente injusta y nebulosa.

El día de la marcha, leo en el face el mensaje de una joven mujer que refiere al “orgullo que deben sentir los padres de los jóvenes que hoy gritan por todos nosotros, que hacen lo que muchas generaciones no hicimos y dejamos que llegara a este punto, callarnos”.

Su remate me estremece: “Esta es la generación que no tiene nada que perder, simplemente porque ya les quitaron todo”.

Nada más cierto.

Y es que ¿a qué aspira un joven estudiante que vislumbra escasas oportunidades laborales, que transita entre promesas incumplidas de gobernantes y que además convive en un entorno de miedo e incertidumbre, frente a un delincuencia desbordada y una creciente impunidad?

En suma, queda claro que mujeres y jóvenes estudiantes, la sociedad entera, está hoy ávida de respuestas.

Las movilizaciones, por más que se les quiera desvirtuar o minimizar, son apenas una muestra de una creciente rabia social que había sido ahogada por la impotencia y el desencanto.

Ya no. Es ahora, o nunca.

Tras los inéditos acontecimientos de los días recientes, rubricados este lunes con el imponente #undiasinmujeres, quedó claro que a partir de ahora las cosas no deberían seguir igual, ni en Puebla ni en el país entero.

El desborde de mujeres en las calles el domingo y el paro nacional de las féminas en la víspera emiten claros mensajes de hastío y de rabia que deben ser codificados y atendidos con la mayor puntualidad.

Se trata, en efecto, de un reclamo a la autoridad por su incompetencia para frenar la violencia feminicida, pero lleva implícita también la exigencia de mejores condiciones en temas torales de la convivencia social: economía, salud, educación y derechos humanos, por decir lo menos.

Grave sería, como parece, percibir estas manifestaciones con un enfoque ideológico, o peor aún, con tinte político-partidista. La lectura presidencial de que se oculta ahí un conservadurismo disfrazado de feminismo es indolente, muy lamentable.

Mención aparte merece la mega-marcha estudiantil del pasado jueves, tras el vil asesinato de tres jóvenes y el prestador de un servicio de transporte en las inmediaciones de Huejotzingo.

No sólo entiendo en su amplia dimensión las protestas de los miles de estudiantes que se manifestaron sino que, sin restricción alguna, me solidarizo con ellos.

Viéndolos transitar por las calles con el puño en alto y entonando consignas contra la autoridad, en exigencia de justicia y mayor seguridad, evoqué otra época en la que también jóvenes estudiantes tomaron las calles de la ciudad.

Tenía entonces muy corta edad y una ingenuidad que era común entre la adolescencia, de modo que me fue imposible comprender cabalmente el significado de aquellas revueltas en las décadas de los 60 y 70, las que hasta con el paso del tiempo pude descifrar; había ahí un trasfondo socio-político, altamente ideologizado por una rivalidad sin cortapisas entre –ahí sí- liberales contra conservadores.

Nada que ver con las causas legítimas que inspiran las marchas estudiantiles de ahora, aunque ambas conlleven tintes inspiradores para el impulso de un cambio social.

Entre aquellas y éstas, debe decirse, es fácil advertir que hay también muchas diferencias en las formas como el gobierno afrontó los conflictos; métodos distintos en tiempos diametralmente diferentes.

Antes, con cerrazón, violencia, incluso crímenes que nunca fueron aclarados; hoy, dando la cara, proponiendo soluciones en las que hay tareas pendientes cuyas agendas nos involucra, socialmente hablando, a todos por igual.

Aun así, no puede soslayarse que brindar seguridad pública eficiente es responsabilidad ineludible del gobierno, y en eso hay un lamentable retraso. Se trata de un compromiso definitivamente incumplido, de ahí el reclamo generalizado.

Lo plausible es que volvió a aflorar esa rebeldía juvenil que siempre hizo falta como contrapeso frente a una realidad francamente injusta y nebulosa.

El día de la marcha, leo en el face el mensaje de una joven mujer que refiere al “orgullo que deben sentir los padres de los jóvenes que hoy gritan por todos nosotros, que hacen lo que muchas generaciones no hicimos y dejamos que llegara a este punto, callarnos”.

Su remate me estremece: “Esta es la generación que no tiene nada que perder, simplemente porque ya les quitaron todo”.

Nada más cierto.

Y es que ¿a qué aspira un joven estudiante que vislumbra escasas oportunidades laborales, que transita entre promesas incumplidas de gobernantes y que además convive en un entorno de miedo e incertidumbre, frente a un delincuencia desbordada y una creciente impunidad?

En suma, queda claro que mujeres y jóvenes estudiantes, la sociedad entera, está hoy ávida de respuestas.

Las movilizaciones, por más que se les quiera desvirtuar o minimizar, son apenas una muestra de una creciente rabia social que había sido ahogada por la impotencia y el desencanto.

Ya no. Es ahora, o nunca.