/ domingo 17 de junio de 2018

“Ahora soy mortal, voy a morir un día…”

Leo el libro de Rafael Gumucio “Memorias Prematuras” (Penguin Random House Grupo Editorial): “Ésta es una de las escenas cumbre, la cámara enfoca la cancha de cemento bajo las nubes gruesas y blancas en el cielo celeste. Clemente, el mejor amigo de mi hermano, huele las semillas de los pinos para alejar un resfrío que congestiona su nariz hace cinco años. A lo lejos, en el puerto de Brest, gime un barco langostero. En cualquier otra película tanta tranquilidad, tanto silencio, serían la señal de un bombardeo, un ataque de los indios o la llegada de un dinosaurio. Aquí no simboliza nada, no espera nada, se detiene. El equipo contrario avanza hacia mi arco, los defensores se lanzan inútilmente al suelo. Me agacho en la mitad del arco y frunzo el ceño. Y de pronto me quedo suspendido en el vacío, solo, miro hacia adelante, no dejo de ver nada pero no sé si soy un espectador o un actor, no sé quién ve esto y cuánto va a durar y para qué. Sin razón, sin fin alguno, estoy viendo esto que nadie más verá. Disparan al arco. La pelota rebota en el travesaño, vuelve a los atacantes, que disparan de nuevo hasta marcar el gol. Yo no me he movido un centímetro. Ahora soy mortal, voy a morir un día. Lo que es peor, estoy vivo y no sé cómo ambas cosas suceden”.

Y me traslado súbitamente al año 1965. Estoy en San Andrés Chalchicomula, en el Centro Escolar Francisco I. Madero, en una cancha de futbol que carece de pasto, todo es tierra y piedras y hoyos llenos de lodo. De pie, con las rodillas flexionadas, bajo el gigantesco marco de frío metal de la portería, estoy esperando el disparo de un niño desconocido con el que he pactado jugar una “cascarita”.

(No sé por qué recóndita razón. Tal vez la próxima sesión con mi hipnotista me permita viajar hasta ese lejanísimo día de mi infancia y recordar los parlamentos infantiles que me llevaron a aceptar esa peligrosa, casi heroica, circunstancia.)

El pequeño y amenazador futbolista se acerca dando leves toques el balón. Puedo notar su habilidad para conducir la pelota y, además, con alarma reparo en que sus zapatos son “tacos” de futbol, a diferencia de los míos. Estoy calzado con unos zapatitos negros de calle, unos mocasines nuevos e incómodos que me aprietan y lastiman los dedos. Se detiene el niño futbolista cuyo nombre desconozco. Con una mirada profesional calcula el tiro y patea con fuerza el balón, que vuela velozmente rumbo a mí; pienso en la bala de cañón que miré dibujada en una “planilla escolar” de la Batalla del Cinco de Mayo, que mi prima Susana que ya cursa el segundo año de la primaria me mostró emocionada: “Mira, Robe, la bala de cañón va a tumbar a los zacapoaxtlas…”. La terrible esfera se acerca, levanto las manos para detenerla pero es tanta su fuerza que las vence y se estrella sonoramente contra mi cara. Me ha golpeado en el pómulo derecho: escuché un tronido, pensé que mi cráneo había estallado. La infame pelota cayó al suelo, frente a mí, y quedó inmóvil. El pequeño niño futbolista anónimo me miraba asombrado con los ojos muy abiertos. Yo, fingiendo una gran seguridad, me agaché, tomé el balón y, altivamente, me retiré sin despedirme. Mientras caminaba pude ver, a través de mis lágrimas, las horribles y ásperas grietas del cuero durísimo y calibrar el gran peso y tamaño de ese ardiente balón de cuero de res, de esa bala francesa de cañón. Esa esfera de baldón infantil era de mi tío Mario, a la sazón, fulgurante estrella goleadora del Deportivo Bonín de San Andrés Chalchicomula. La había tomado prestada, sin avisarle.

(Este Mario nada tiene en común con el de la novela “Mario el epicúreo” de Walter Pater, que leí en su biblioteca. Porque mi tío, además de centro delantero, lector autodidacta, talentoso dibujante y entusiasta voluntario de una de las cofradías de la parroquia, era un consumado alpinista que ya había conquistado, en esos áureos días, dos veces la hiperbórea cumbre del Citlaltépetl).

Leo el libro de Rafael Gumucio “Memorias Prematuras” (Penguin Random House Grupo Editorial): “Ésta es una de las escenas cumbre, la cámara enfoca la cancha de cemento bajo las nubes gruesas y blancas en el cielo celeste. Clemente, el mejor amigo de mi hermano, huele las semillas de los pinos para alejar un resfrío que congestiona su nariz hace cinco años. A lo lejos, en el puerto de Brest, gime un barco langostero. En cualquier otra película tanta tranquilidad, tanto silencio, serían la señal de un bombardeo, un ataque de los indios o la llegada de un dinosaurio. Aquí no simboliza nada, no espera nada, se detiene. El equipo contrario avanza hacia mi arco, los defensores se lanzan inútilmente al suelo. Me agacho en la mitad del arco y frunzo el ceño. Y de pronto me quedo suspendido en el vacío, solo, miro hacia adelante, no dejo de ver nada pero no sé si soy un espectador o un actor, no sé quién ve esto y cuánto va a durar y para qué. Sin razón, sin fin alguno, estoy viendo esto que nadie más verá. Disparan al arco. La pelota rebota en el travesaño, vuelve a los atacantes, que disparan de nuevo hasta marcar el gol. Yo no me he movido un centímetro. Ahora soy mortal, voy a morir un día. Lo que es peor, estoy vivo y no sé cómo ambas cosas suceden”.

Y me traslado súbitamente al año 1965. Estoy en San Andrés Chalchicomula, en el Centro Escolar Francisco I. Madero, en una cancha de futbol que carece de pasto, todo es tierra y piedras y hoyos llenos de lodo. De pie, con las rodillas flexionadas, bajo el gigantesco marco de frío metal de la portería, estoy esperando el disparo de un niño desconocido con el que he pactado jugar una “cascarita”.

(No sé por qué recóndita razón. Tal vez la próxima sesión con mi hipnotista me permita viajar hasta ese lejanísimo día de mi infancia y recordar los parlamentos infantiles que me llevaron a aceptar esa peligrosa, casi heroica, circunstancia.)

El pequeño y amenazador futbolista se acerca dando leves toques el balón. Puedo notar su habilidad para conducir la pelota y, además, con alarma reparo en que sus zapatos son “tacos” de futbol, a diferencia de los míos. Estoy calzado con unos zapatitos negros de calle, unos mocasines nuevos e incómodos que me aprietan y lastiman los dedos. Se detiene el niño futbolista cuyo nombre desconozco. Con una mirada profesional calcula el tiro y patea con fuerza el balón, que vuela velozmente rumbo a mí; pienso en la bala de cañón que miré dibujada en una “planilla escolar” de la Batalla del Cinco de Mayo, que mi prima Susana que ya cursa el segundo año de la primaria me mostró emocionada: “Mira, Robe, la bala de cañón va a tumbar a los zacapoaxtlas…”. La terrible esfera se acerca, levanto las manos para detenerla pero es tanta su fuerza que las vence y se estrella sonoramente contra mi cara. Me ha golpeado en el pómulo derecho: escuché un tronido, pensé que mi cráneo había estallado. La infame pelota cayó al suelo, frente a mí, y quedó inmóvil. El pequeño niño futbolista anónimo me miraba asombrado con los ojos muy abiertos. Yo, fingiendo una gran seguridad, me agaché, tomé el balón y, altivamente, me retiré sin despedirme. Mientras caminaba pude ver, a través de mis lágrimas, las horribles y ásperas grietas del cuero durísimo y calibrar el gran peso y tamaño de ese ardiente balón de cuero de res, de esa bala francesa de cañón. Esa esfera de baldón infantil era de mi tío Mario, a la sazón, fulgurante estrella goleadora del Deportivo Bonín de San Andrés Chalchicomula. La había tomado prestada, sin avisarle.

(Este Mario nada tiene en común con el de la novela “Mario el epicúreo” de Walter Pater, que leí en su biblioteca. Porque mi tío, además de centro delantero, lector autodidacta, talentoso dibujante y entusiasta voluntario de una de las cofradías de la parroquia, era un consumado alpinista que ya había conquistado, en esos áureos días, dos veces la hiperbórea cumbre del Citlaltépetl).