/ domingo 16 de febrero de 2020

Alara Beeves, la persona

Tres segundos después me volví de los libros. Nunca había estado en esas tardes de niebla pero las había pensado. Sí, las pensé mucho, a pesar de que en Rumania no habitan pero se escriben. Cuándo vamos a cenar, dijo Alara, como si el aire se le fuera en esa campiña. Quise platicar con ella desde su primer acercamiento a mí, pero siempre media mucho entre que queremos y podemos (o debemos). Sin embargo, tengo que asegurar que mi impresión no surgió por su obra como por lo que me decían de ella, aunque por supuesto que uno se presenta a La flor de los silencios (1996) y no puede hacer otra cosa que preguntarse cuándo volverán a lograr algo comparable. Un Paramount, dirían mis nuevos compatriotas de mandarinas.

Ese día no era el adecuado. Mis preguntas era una masa agraz. Las suyas una cuchara sin nopal. Cuestionar a un artista es en todo caso complicado: la línea es delgada entre el ambiente que lo incómoda mientras lo anima a explayarse y el que lo enoja. Por todos los casos posibles el más común es que las preguntas sean sosas -tanto como el que las hace-, que el creador no se las haya hecho pero no le interese responderlas, que van desde cuál es el museo favorito hasta de qué trata la última novela. Por eso a Alara le debía un cuidado especial, uno que estaba anunciado desde la sinalefa que genera su nombre, cuerpo sin héroe que mata al cerdo.

Antes de llegar ya me había dicho que no le gustaba que alguien fuera directo a lo que quiere saber, así que cuando me sentó en la sala pregunté primero por el tiempo que llevaba en esa casa. Cuando era chica los objetos me parecían las cosas más aburridas, hoy pienso que no hay cosa más fascinante que una tienda de muebles al borde de la bancarrota, me contestó desde su sillón, segura de que era la respuesta más congruente a lo que acababa de enunciar. ¿Las obsesiones mutan?, escupí al instante. Soy como uno de los hombrecitos que pintó Bruegel, en medio de un villorrio montado en la nieve, y aquí sigo, buscando sus cuarenta y dos obras como si tuviera cuarenta y dos años, aquí sigo…

El primero que me habló de Alara fue Rista, un autoexiliado que nunca volvió del viaje que lo llevó a buscar a Cioran. En Rasinari no había dinero, ni compañías de rumano mal hablado ni clases de escritura, pero se quedó, y después de unos años buscó el fracaso de un sacerdote ortodoxo en los Balcanes. Llegué a él por su bandeja de correo, de esos que acostumbro llenar a montones con material no solicitado para maximizar la probabilidad de respuesta. Cuando accedió y supo de mi interés por las calles casi me corre, antes solo me dijo que acudiera a Alara Beeves.

Y tu arte, ¿para qué?, repetí. Escribir o no escribir, es irrelevante, lo que interesa es lo que hay aquí: weltlosigkeit. Observa, pero no debes observar. Cuando me levanto muy temprano, me estoy descalza encima de la cama y afuera veo que el jardín es un río, lo sé porque ahí están todos los que mueren en mi cuarto cuando no estoy, cuando hablo, giro la ventana o me subo a un avión. No pienso en términos de versos y articular me es difícil. Tú quieres platicar conmigo, ayúdame a investigar cómo suena un cadáver cuando lo patean, ¿lo sabes? Alguien me había dicho que en esa casa la anfitriona no da las respuestas. Cuando me preguntó insistentemente por lo que hoy valoraría un jefe de empresa especulé con la sindéresis, y Alara calló.

¿Cómo se entrevista a quien se niega a dar algo sin esquivarte? En algún momento la presioné para que me llevara a su estudio, y me dio la única respuesta concluyente de la noche: Hago cosas en mi casa, Carlos, rodeada de mis libros, hago cosas. Después de eso fue observarla: sin cigarro, sin café, sin mantas largas, sin dedos largos, sin un mirada deslumbrante, atroz. Solo parecía tener imaginación de escandallo, que examina siempre. La casa era la cofa en esa zona del país, lugar imposible para creer que ahí hay más vida que la de ese día, que se puede tener vida cotidiana. En ese lugar solo tiene sitio una tarde, cargada de madera bien hinchada, nubes bajas, sillones de mimbre pintados de blanco.

La misma persona que me advirtió de las respuestas me previno sobre el final: avísale a dónde vas, si quieres volver a platicar con ella. Cuando tuve suficiente del frío, anuncié que me iba una, dos, tres, cuatro veces. Me paré, llegué a la puerta, volví a esperar varios minutos y repetí por vez última que era tiempo de retirarse. Me salí de la casa jurando que no tendría otra de sus palabras.

El día que hablé con Rista le conté de Alara. Le hablé de la paralelidad bizarra del encuentro y cómo se aletargaba el proyecto de libro. ¿Qué esperas?, me contestó, no hay obras, Carlos, hacemos las cosas por las que vamos pasando… ¿Es posible?, espeté. Claro, me dijo, la escena de tu auto alejándose de su casa sin respuestas era la traducción de un manuscrito sin orden podríamos llegar si supiéramos nombrarlo…

Tres segundos después me volví de los libros. Nunca había estado en esas tardes de niebla pero las había pensado. Sí, las pensé mucho, a pesar de que en Rumania no habitan pero se escriben. Cuándo vamos a cenar, dijo Alara, como si el aire se le fuera en esa campiña. Quise platicar con ella desde su primer acercamiento a mí, pero siempre media mucho entre que queremos y podemos (o debemos). Sin embargo, tengo que asegurar que mi impresión no surgió por su obra como por lo que me decían de ella, aunque por supuesto que uno se presenta a La flor de los silencios (1996) y no puede hacer otra cosa que preguntarse cuándo volverán a lograr algo comparable. Un Paramount, dirían mis nuevos compatriotas de mandarinas.

Ese día no era el adecuado. Mis preguntas era una masa agraz. Las suyas una cuchara sin nopal. Cuestionar a un artista es en todo caso complicado: la línea es delgada entre el ambiente que lo incómoda mientras lo anima a explayarse y el que lo enoja. Por todos los casos posibles el más común es que las preguntas sean sosas -tanto como el que las hace-, que el creador no se las haya hecho pero no le interese responderlas, que van desde cuál es el museo favorito hasta de qué trata la última novela. Por eso a Alara le debía un cuidado especial, uno que estaba anunciado desde la sinalefa que genera su nombre, cuerpo sin héroe que mata al cerdo.

Antes de llegar ya me había dicho que no le gustaba que alguien fuera directo a lo que quiere saber, así que cuando me sentó en la sala pregunté primero por el tiempo que llevaba en esa casa. Cuando era chica los objetos me parecían las cosas más aburridas, hoy pienso que no hay cosa más fascinante que una tienda de muebles al borde de la bancarrota, me contestó desde su sillón, segura de que era la respuesta más congruente a lo que acababa de enunciar. ¿Las obsesiones mutan?, escupí al instante. Soy como uno de los hombrecitos que pintó Bruegel, en medio de un villorrio montado en la nieve, y aquí sigo, buscando sus cuarenta y dos obras como si tuviera cuarenta y dos años, aquí sigo…

El primero que me habló de Alara fue Rista, un autoexiliado que nunca volvió del viaje que lo llevó a buscar a Cioran. En Rasinari no había dinero, ni compañías de rumano mal hablado ni clases de escritura, pero se quedó, y después de unos años buscó el fracaso de un sacerdote ortodoxo en los Balcanes. Llegué a él por su bandeja de correo, de esos que acostumbro llenar a montones con material no solicitado para maximizar la probabilidad de respuesta. Cuando accedió y supo de mi interés por las calles casi me corre, antes solo me dijo que acudiera a Alara Beeves.

Y tu arte, ¿para qué?, repetí. Escribir o no escribir, es irrelevante, lo que interesa es lo que hay aquí: weltlosigkeit. Observa, pero no debes observar. Cuando me levanto muy temprano, me estoy descalza encima de la cama y afuera veo que el jardín es un río, lo sé porque ahí están todos los que mueren en mi cuarto cuando no estoy, cuando hablo, giro la ventana o me subo a un avión. No pienso en términos de versos y articular me es difícil. Tú quieres platicar conmigo, ayúdame a investigar cómo suena un cadáver cuando lo patean, ¿lo sabes? Alguien me había dicho que en esa casa la anfitriona no da las respuestas. Cuando me preguntó insistentemente por lo que hoy valoraría un jefe de empresa especulé con la sindéresis, y Alara calló.

¿Cómo se entrevista a quien se niega a dar algo sin esquivarte? En algún momento la presioné para que me llevara a su estudio, y me dio la única respuesta concluyente de la noche: Hago cosas en mi casa, Carlos, rodeada de mis libros, hago cosas. Después de eso fue observarla: sin cigarro, sin café, sin mantas largas, sin dedos largos, sin un mirada deslumbrante, atroz. Solo parecía tener imaginación de escandallo, que examina siempre. La casa era la cofa en esa zona del país, lugar imposible para creer que ahí hay más vida que la de ese día, que se puede tener vida cotidiana. En ese lugar solo tiene sitio una tarde, cargada de madera bien hinchada, nubes bajas, sillones de mimbre pintados de blanco.

La misma persona que me advirtió de las respuestas me previno sobre el final: avísale a dónde vas, si quieres volver a platicar con ella. Cuando tuve suficiente del frío, anuncié que me iba una, dos, tres, cuatro veces. Me paré, llegué a la puerta, volví a esperar varios minutos y repetí por vez última que era tiempo de retirarse. Me salí de la casa jurando que no tendría otra de sus palabras.

El día que hablé con Rista le conté de Alara. Le hablé de la paralelidad bizarra del encuentro y cómo se aletargaba el proyecto de libro. ¿Qué esperas?, me contestó, no hay obras, Carlos, hacemos las cosas por las que vamos pasando… ¿Es posible?, espeté. Claro, me dijo, la escena de tu auto alejándose de su casa sin respuestas era la traducción de un manuscrito sin orden podríamos llegar si supiéramos nombrarlo…

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