/ domingo 27 de octubre de 2019

Alejandro C. Manjarrez

Era un caballero.

Un hombre de cuidados modales, de atenta cortesía, de inteligencia notable y, principalmente, de grandes afectos: amoroso patriarca de su familia y amigo constante de los suyos.

Vestir y hablar con corrección eran partes —factores— de personalidad y señorío.

Escribir con valentía, esmerada cultura y visión unitaria del contexto y del largo plazo, los rasgos de su prosa, tanto en la columna periodística como en sus libros.

De alguna manera, don Alejandro era un hombre anacrónico: su elegancia personal y su sintaxis son (eran) cualidades de otros tiempos. De aquellos en los que la virtud del buen ciudadano era un bien digno de respeto y de emulación.

La de Manjarrez era una vocación clásica. Lo animaba —lo impulsaba— la búsqueda de la verdad. Así de trascendente era su horizonte intelectual.

Don Alejandro buscó en el origen de Puebla las claves de la idiosincrasia regional, la cifra de esa abstracción —tal vez ficción— llamada poblanidad;

Se sumergió en las oscuras profundidades de la mente del hombre del poder político para tornar inteligible lo que aparece ante todos nosotros como un torbellino de pasional;

Interrogó a la historia nacional y a sus protagonistas pidiendo la seña de la teleología mexicana que rescatara del caos a la patria, a su patria, a la patria que todavía algunos anhelamos.

Y a nuestro panteón poblano de pequeños semidioses y pusilánimes héroes le construyó una razón de ser y un destino para aliviar nuestro prolongado desamparo metafísico que sufrimos bajo el nefasto (no-fasto) poder los gobernantes, la mayoría de ellos decepcionantes seres estólidos e intemperantes empoderados por el voto irreflexivo del pueblo o por el robo del sufragio, organizado por sofisticadas asociaciones delictuosas.

Manjarrez, el melómano admirador de Mozart y de Rossini.

Manjarrez, el enamorado lector de la hermana Juana Inés.

Manjarrez, el insólito estudioso de los “Fragmentos de los presocráticos” compilados por Diels: “Dios es día y noche, invierno y verano, guerra y paz; hambre y plenitud.

El maestro Manjarrez examinó a la iglesia católica en su libro “El poder de la sotana: de la Cristiada hasta nuestros días” (editado por Cruman el 2014) buscando la raíz del alma mexicana.

De esa obra reproduzco el siguiente pasaje; para volver a escuchar la voz de mi querido amigo, al que ya no podré volver a ver en esta vida:

“La Catedral de Puebla, ‘música de piedra’ escribió el poeta y sacerdote Manuel Ponce, estaba llena de cirios, velas y veladoras cuyas luces le daban un extraño resplandor a las imágenes, cuyos marcos estaban recubiertos con oro de hoja. En el coro, espacio otrora reservado a los veintiocho miembros del cabildo, se encontraban los mejores músicos y cantantes de México. El obispo Miguel Torres de Santa Cruz y Asbaje había decidido bautizar a Rodrigo en una ceremonia poco común. ‘—Si Napoleón estuviera aquí diría ‘la amistad de Pedro bien vale una buena misa—musitó Miguel al sacerdote asistente.’ Los invitados jamás olvidarán esa ceremonia que, lo habría dicho Mora y del Río, era el indudable propósito de Dios. El obispo fijó su vista en el altar. Y, con el fin de infundir energía a la oración de la multitud, guardó silencio durante tres dramáticos minutos. Después de pronunciar el ‘Dominus Vobiscum’ volteó hacia el coro e hizo una sutil seña al director de la orquesta de cámara. Así inició el inusitado ceremonial de un bautismo musical, apadrinado por el propio oficiante de la misa, que sirvió de marco al primero de los siete sacramentos.”

Hasta la vista, don Alejandro.

Era un caballero.

Un hombre de cuidados modales, de atenta cortesía, de inteligencia notable y, principalmente, de grandes afectos: amoroso patriarca de su familia y amigo constante de los suyos.

Vestir y hablar con corrección eran partes —factores— de personalidad y señorío.

Escribir con valentía, esmerada cultura y visión unitaria del contexto y del largo plazo, los rasgos de su prosa, tanto en la columna periodística como en sus libros.

De alguna manera, don Alejandro era un hombre anacrónico: su elegancia personal y su sintaxis son (eran) cualidades de otros tiempos. De aquellos en los que la virtud del buen ciudadano era un bien digno de respeto y de emulación.

La de Manjarrez era una vocación clásica. Lo animaba —lo impulsaba— la búsqueda de la verdad. Así de trascendente era su horizonte intelectual.

Don Alejandro buscó en el origen de Puebla las claves de la idiosincrasia regional, la cifra de esa abstracción —tal vez ficción— llamada poblanidad;

Se sumergió en las oscuras profundidades de la mente del hombre del poder político para tornar inteligible lo que aparece ante todos nosotros como un torbellino de pasional;

Interrogó a la historia nacional y a sus protagonistas pidiendo la seña de la teleología mexicana que rescatara del caos a la patria, a su patria, a la patria que todavía algunos anhelamos.

Y a nuestro panteón poblano de pequeños semidioses y pusilánimes héroes le construyó una razón de ser y un destino para aliviar nuestro prolongado desamparo metafísico que sufrimos bajo el nefasto (no-fasto) poder los gobernantes, la mayoría de ellos decepcionantes seres estólidos e intemperantes empoderados por el voto irreflexivo del pueblo o por el robo del sufragio, organizado por sofisticadas asociaciones delictuosas.

Manjarrez, el melómano admirador de Mozart y de Rossini.

Manjarrez, el enamorado lector de la hermana Juana Inés.

Manjarrez, el insólito estudioso de los “Fragmentos de los presocráticos” compilados por Diels: “Dios es día y noche, invierno y verano, guerra y paz; hambre y plenitud.

El maestro Manjarrez examinó a la iglesia católica en su libro “El poder de la sotana: de la Cristiada hasta nuestros días” (editado por Cruman el 2014) buscando la raíz del alma mexicana.

De esa obra reproduzco el siguiente pasaje; para volver a escuchar la voz de mi querido amigo, al que ya no podré volver a ver en esta vida:

“La Catedral de Puebla, ‘música de piedra’ escribió el poeta y sacerdote Manuel Ponce, estaba llena de cirios, velas y veladoras cuyas luces le daban un extraño resplandor a las imágenes, cuyos marcos estaban recubiertos con oro de hoja. En el coro, espacio otrora reservado a los veintiocho miembros del cabildo, se encontraban los mejores músicos y cantantes de México. El obispo Miguel Torres de Santa Cruz y Asbaje había decidido bautizar a Rodrigo en una ceremonia poco común. ‘—Si Napoleón estuviera aquí diría ‘la amistad de Pedro bien vale una buena misa—musitó Miguel al sacerdote asistente.’ Los invitados jamás olvidarán esa ceremonia que, lo habría dicho Mora y del Río, era el indudable propósito de Dios. El obispo fijó su vista en el altar. Y, con el fin de infundir energía a la oración de la multitud, guardó silencio durante tres dramáticos minutos. Después de pronunciar el ‘Dominus Vobiscum’ volteó hacia el coro e hizo una sutil seña al director de la orquesta de cámara. Así inició el inusitado ceremonial de un bautismo musical, apadrinado por el propio oficiante de la misa, que sirvió de marco al primero de los siete sacramentos.”

Hasta la vista, don Alejandro.