/ martes 25 de septiembre de 2018

Árbitros

Ya en muchas ocasiones se ha hecho el símil entre las contiendas electorales y los partidos de futbol, especialmente cuando estos son de los que generan expectativas y levantan pasiones por la rivalidad de los contendientes.

Digamos que ocurre en clásicos como un Boca-River en la Argentina; el Real Madrid-Barcelona en España o un América-Chivas en México, el cual, por cierto, habrá de celebrarse el próximo fin de semana.

La analogía estriba en que estos duelos futboleros o las disputas político-electorales se presentan siempre en entornos de estridencia mediática: declaraciones entre actores de ambos bandos, en las que en vez de resaltar los argumentos técnicos, tácticos y humanos que sustentan la fuerza propia se ponderan las debilidades y las presuntas carencias del rival, para lo cual se recurre incluso a la burla y la falacia, esto es, al uso de argumentos de muy poco sustento.

En todo ese ruido premonitorio participan también los aficionados y, por desgracia, los fanáticos, que son muchos. El tema es recurrente en todo tipo de conversaciones y más recientemente da lugar también a batallas virtuales en redes sociales.

En las campañas políticas ocurre algo similar. Aquí las propuestas suelen ser escasas, pero los ataques, mutuos; las descalificaciones y la guerra sucia ocurren sin piedad hasta el día definitorio.

En esa estrategia descalificatoria el golpeteo y los prejuicios son también para la autoridad, aun cuando esta se haya esmerado por cumplir con eficiencia e imparcialidad su respectiva responsabilidad.

Ya en la cancha cualquier cosa puede ocurrir. Si bien hay tendencias que suponen un ganador, el resultado será siempre impredecible.

Durante el duelo los protagonistas hacen lo imposible por burlar el reglamento: fingen, actúan, engañan.

Se muestran hábiles para encontrar el resquicio de la ventaja alevosa, pero, eso sí, serán siempre víctimas.

Cuando el partido -la cruda contienda- ha finalizado el discurso del ganador será casi siempre triunfalista. Es el momento para ratificar la supremacía, asegurar el poder.

Los vencidos son los que acuden a cualquier argucia para justificarse, así sea mentir, sesgar, distorsionar y, por supuesto, acusar a terceros.

En lugar de asumir una actitud honesta, reconocer la superioridad del rival, incluso aceptar las fallas y los errores que les impidieron lograr la victoria, recurren a la descalificación.

“No merecíamos perder”

Y- por supuesto, se vuelcan en agravios contra la autoridad.

“El árbitro nos robó, no era penal, la expulsión fue injusta, estaba en fuera de lugar, nos marcó todo en contra…”.

Si bien es comprensible que las decisiones arbitrales siempre serán polémicas y pueden provocar suspicacias, en la desolación de la derrota siempre es fácil echarle la culpa a terceros.

A los árbitros se les cargarán siempre las culpas de las derrotas y, claro está, de los triunfos poco claros. En esos juicios sumarios difícilmente habrá ponderación de otras circunstancias que pudieron haber incidido en el fracaso.

¿Fue correcta la estrategia, era la mejor alineación, el candidato fue el idóneo?

En ese remolino de culpas participa activamente también el aficionado, el fanático, el militante, el simpatizante.

Serán los medios, no todos, quienes harán el eco suficiente para que la duda, la confusión o la incertidumbre prevalezcan.

El futbolista, el técnico, el directivo o el actor político tratará obsesivamente de salvar su reputación culpando a los demás: al rival, al árbitro, a la autoridad.

No siempre lo consigue, pero las dudas quedan.

Ya en muchas ocasiones se ha hecho el símil entre las contiendas electorales y los partidos de futbol, especialmente cuando estos son de los que generan expectativas y levantan pasiones por la rivalidad de los contendientes.

Digamos que ocurre en clásicos como un Boca-River en la Argentina; el Real Madrid-Barcelona en España o un América-Chivas en México, el cual, por cierto, habrá de celebrarse el próximo fin de semana.

La analogía estriba en que estos duelos futboleros o las disputas político-electorales se presentan siempre en entornos de estridencia mediática: declaraciones entre actores de ambos bandos, en las que en vez de resaltar los argumentos técnicos, tácticos y humanos que sustentan la fuerza propia se ponderan las debilidades y las presuntas carencias del rival, para lo cual se recurre incluso a la burla y la falacia, esto es, al uso de argumentos de muy poco sustento.

En todo ese ruido premonitorio participan también los aficionados y, por desgracia, los fanáticos, que son muchos. El tema es recurrente en todo tipo de conversaciones y más recientemente da lugar también a batallas virtuales en redes sociales.

En las campañas políticas ocurre algo similar. Aquí las propuestas suelen ser escasas, pero los ataques, mutuos; las descalificaciones y la guerra sucia ocurren sin piedad hasta el día definitorio.

En esa estrategia descalificatoria el golpeteo y los prejuicios son también para la autoridad, aun cuando esta se haya esmerado por cumplir con eficiencia e imparcialidad su respectiva responsabilidad.

Ya en la cancha cualquier cosa puede ocurrir. Si bien hay tendencias que suponen un ganador, el resultado será siempre impredecible.

Durante el duelo los protagonistas hacen lo imposible por burlar el reglamento: fingen, actúan, engañan.

Se muestran hábiles para encontrar el resquicio de la ventaja alevosa, pero, eso sí, serán siempre víctimas.

Cuando el partido -la cruda contienda- ha finalizado el discurso del ganador será casi siempre triunfalista. Es el momento para ratificar la supremacía, asegurar el poder.

Los vencidos son los que acuden a cualquier argucia para justificarse, así sea mentir, sesgar, distorsionar y, por supuesto, acusar a terceros.

En lugar de asumir una actitud honesta, reconocer la superioridad del rival, incluso aceptar las fallas y los errores que les impidieron lograr la victoria, recurren a la descalificación.

“No merecíamos perder”

Y- por supuesto, se vuelcan en agravios contra la autoridad.

“El árbitro nos robó, no era penal, la expulsión fue injusta, estaba en fuera de lugar, nos marcó todo en contra…”.

Si bien es comprensible que las decisiones arbitrales siempre serán polémicas y pueden provocar suspicacias, en la desolación de la derrota siempre es fácil echarle la culpa a terceros.

A los árbitros se les cargarán siempre las culpas de las derrotas y, claro está, de los triunfos poco claros. En esos juicios sumarios difícilmente habrá ponderación de otras circunstancias que pudieron haber incidido en el fracaso.

¿Fue correcta la estrategia, era la mejor alineación, el candidato fue el idóneo?

En ese remolino de culpas participa activamente también el aficionado, el fanático, el militante, el simpatizante.

Serán los medios, no todos, quienes harán el eco suficiente para que la duda, la confusión o la incertidumbre prevalezcan.

El futbolista, el técnico, el directivo o el actor político tratará obsesivamente de salvar su reputación culpando a los demás: al rival, al árbitro, a la autoridad.

No siempre lo consigue, pero las dudas quedan.