/ domingo 18 de agosto de 2019

Cinco

Veo una fotografía de Gertrude Käsebier. Un retrato de principios del siglo pasado donde abunda la oscuridad y la luz. No es el famoso retrato de la primera edición de Camera Work. No hay taza, el pelo, el vestido apenas se distingue, las manos no se están quietas. Los únicos pliegues claros son los de los de la autora. Esta mujer no tiene unos ojos anhelantes ni labios dispuestos a escuchar.

La mujer del retrato no se presta a la cámara. No le hace el juego, no le coquetea, no busca el lente. Es precavida, indolente, alejada. No temo matarla con mis adjetivos, se parece a ese hombre del que me enamoré luego de ver una fotografía. Pensé en sus tetillas y me hice el amor. Ella se hace para atrás y cierra la boca. La comisura no es apretada mientras busca. Me observa a medio observar ya con el sombrero negro en el siguiente sitio. Nos hemos visto toda la vida, nos desconocemos.

¿Por qué fotografiar con luz? Yo escribiré una novela sin sujeto y en Mi Autorretrato no habrá ente maldito: será un magma de espacio vacío en el que ni siquiera se podrá escribir una minificción sobre los dioses escritores. La borraré a ella y todos sus discípulos del interregno en que su almodóvar se alzó al canto. Estoy harto de la indiferencia del millón de insectos, de sus caídas, de sus ánimas.

Su mirada es lo que importa. ¿A quién le llama? ¿A quién no retrasa? Esa mujer deshace mi impaciencia en el trino de los libros. Es como Lenin cuando intenta bajar a mi jardín pero ondea sus vientos y vuelve al cerco: no se sorprende con mi presencia, mis infracciones de automóvil no le hacen mella. Garcilaso no le podría componer un soneto porque no alza las cejas, no gime, no se aburre, soy incapaz de volverla insulto para asquearme con todos sus ojos.

Escribo en párrafos cortos, aleves. Trunco las frases como centros comerciales: cosas que nunca haré para morir de cuentacuentos infantiles. Matt Southcott obtuvo su licencia de manejo en Barry y me llamó desde Atlixco: I´ll see you firsthand, me dijo en un baldoso acento villorrio. Lo mismo digo yo hoy, porque necesito una pausa, que podría ser bucólica pero no plural, tal vez lamebotas.

En ese lienzo -que antes me dio por bautizar daguerrotipo- hay un gran espacio negro. Es inmenso como mis hijos y deleznable como la orquídea. La desobedece: me grita y me espía y me encuentra antes de buscarme para darme tintes de la luz que se entromete por la puerta. Podría entrar en él a buscar las jaulas que he perdido, las que llenaré de globos de colores rellenos de agua para demostrar que siempre hay dos elementos: uno que vomita y otro que miente…

Tengo que ponerle nombre a mi enamorado. Lo traeré de La Noria y caminaremos por la Juárez haciendo fotos a color, con esa media luz de las cámaras análogas que en cincuenta años hará desear a los idiotas haber vivido nuestra época. Crearemos una era, con canciones legendarias de cotorros argentinos, pulque corriente y cocaína en vasos al fondo de una alberca. En nuestros retratos habrá risas y gente seria mal peinada; yo me pondré un arillo que perfore la nariz y besaré el asco de mi calle.

Me he equivocado. ¿Cuántas veces habré de caer en los tronquitos con pasto crecido antes de volverme aguja? Aquello no se rebela, me abrasa. Sigue sus instrucciones y me toma de la lengua, a mi no me habla pero sé que conversa con la urbe. En sus manos está el movimiento del mundo, una suavidad misteriosa que podría ser una pequeña bestia, excepto cuando no lo es. Pues ahora veo que no me mira, me ha abierto y ahora piso delante de la puerta trasera, por donde entra algo de luz, y con la cabeza hacia atrás mi sombrero negro posa sin inquietarse…

Veo una fotografía de Gertrude Käsebier. Un retrato de principios del siglo pasado donde abunda la oscuridad y la luz. No es el famoso retrato de la primera edición de Camera Work. No hay taza, el pelo, el vestido apenas se distingue, las manos no se están quietas. Los únicos pliegues claros son los de los de la autora. Esta mujer no tiene unos ojos anhelantes ni labios dispuestos a escuchar.

La mujer del retrato no se presta a la cámara. No le hace el juego, no le coquetea, no busca el lente. Es precavida, indolente, alejada. No temo matarla con mis adjetivos, se parece a ese hombre del que me enamoré luego de ver una fotografía. Pensé en sus tetillas y me hice el amor. Ella se hace para atrás y cierra la boca. La comisura no es apretada mientras busca. Me observa a medio observar ya con el sombrero negro en el siguiente sitio. Nos hemos visto toda la vida, nos desconocemos.

¿Por qué fotografiar con luz? Yo escribiré una novela sin sujeto y en Mi Autorretrato no habrá ente maldito: será un magma de espacio vacío en el que ni siquiera se podrá escribir una minificción sobre los dioses escritores. La borraré a ella y todos sus discípulos del interregno en que su almodóvar se alzó al canto. Estoy harto de la indiferencia del millón de insectos, de sus caídas, de sus ánimas.

Su mirada es lo que importa. ¿A quién le llama? ¿A quién no retrasa? Esa mujer deshace mi impaciencia en el trino de los libros. Es como Lenin cuando intenta bajar a mi jardín pero ondea sus vientos y vuelve al cerco: no se sorprende con mi presencia, mis infracciones de automóvil no le hacen mella. Garcilaso no le podría componer un soneto porque no alza las cejas, no gime, no se aburre, soy incapaz de volverla insulto para asquearme con todos sus ojos.

Escribo en párrafos cortos, aleves. Trunco las frases como centros comerciales: cosas que nunca haré para morir de cuentacuentos infantiles. Matt Southcott obtuvo su licencia de manejo en Barry y me llamó desde Atlixco: I´ll see you firsthand, me dijo en un baldoso acento villorrio. Lo mismo digo yo hoy, porque necesito una pausa, que podría ser bucólica pero no plural, tal vez lamebotas.

En ese lienzo -que antes me dio por bautizar daguerrotipo- hay un gran espacio negro. Es inmenso como mis hijos y deleznable como la orquídea. La desobedece: me grita y me espía y me encuentra antes de buscarme para darme tintes de la luz que se entromete por la puerta. Podría entrar en él a buscar las jaulas que he perdido, las que llenaré de globos de colores rellenos de agua para demostrar que siempre hay dos elementos: uno que vomita y otro que miente…

Tengo que ponerle nombre a mi enamorado. Lo traeré de La Noria y caminaremos por la Juárez haciendo fotos a color, con esa media luz de las cámaras análogas que en cincuenta años hará desear a los idiotas haber vivido nuestra época. Crearemos una era, con canciones legendarias de cotorros argentinos, pulque corriente y cocaína en vasos al fondo de una alberca. En nuestros retratos habrá risas y gente seria mal peinada; yo me pondré un arillo que perfore la nariz y besaré el asco de mi calle.

Me he equivocado. ¿Cuántas veces habré de caer en los tronquitos con pasto crecido antes de volverme aguja? Aquello no se rebela, me abrasa. Sigue sus instrucciones y me toma de la lengua, a mi no me habla pero sé que conversa con la urbe. En sus manos está el movimiento del mundo, una suavidad misteriosa que podría ser una pequeña bestia, excepto cuando no lo es. Pues ahora veo que no me mira, me ha abierto y ahora piso delante de la puerta trasera, por donde entra algo de luz, y con la cabeza hacia atrás mi sombrero negro posa sin inquietarse…

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