/ jueves 31 de octubre de 2019

Desigualdad: la epidemia social que produce infelicidad colectiva (1 de 2)

Recientemente hemos sido testigos de diversas expresiones de descontento social en regiones del mundo consideradas relativamente prósperas (Francia, España, Hong Kong, Líbano, Chile). Detrás de este fenómeno, algunos analistas han señalado una supuesta “paradoja neoliberal”: sociedades que generan riqueza pero que siguen exacervando la desigualdad. La expresión más nítida de este fenómeno es el malestar de una clase media urbana inconforme con la democracia, particularmente con el sistema de privilegios y trabas a la movilidad social.

En 2009, los profesores Richard Wilkinson y Kate Pickett publicaron una extraordinaria investigación titulada “Desigualdad: un análisis de la infelicidad colectiva”. Según los autores, la desigualdad es una epidemia que corrompe y corroe los cimientos de las democracias modernas, afectando negativamente la cohesión social y la calidad de vida.

Según esta visión, los elevados índices de violencia en una sociedad y problemas sociales como las adicciones, la depresión, los embarazos adolescentes y la obesidad, más que por el nivel de renta, se explican por el grado de desigualdad económica dentro de un mismo país.

Del estudio comparativo realizado entre los 36 países de miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), de la cual México forma parte, se concluye que más que la pobreza, es la desigualdad la principal variable que explica los problemas sociales en una sociedad. Es decir, el bienestar de una nación no solo está relacionado con la disminución de las carencias, sino con la reducción de brechas económicas, sociales, culturales y políticas prevalecientes.

Según cifras de la ONU para 2014, 8.4% de la población del mundo tenía 83% de la riqueza total, mientras que 69% poseía sólo 3% de la riqueza mundial. Se estima que casi una octava parte de la población del mundo, padece hambre crónica, sobre todo en los países menos desarrollados. La ONU estima que en los últimos 20 años 53% de la riqueza generada en el mundo ha ido a parar a 1% más rico de la población.

En México, la situación no es distinta: según el INEGI, en más de sesenta años el país creció, se urbanizó, se industrializó, ha logrado tener una economía más o menos competitiva y, sin embargo, no mejoró sustancialmente la forma en que la riqueza se distribuye. Según cifras del CONEVAL de 2018, 52.4 millones de personas viven en condiciones de pobreza y 9.3 millones en pobreza extrema. México ocupa el lugar número 108 entre 133 naciones en materia de distribución del ingreso.

De acuerdo con la investigación de Richard Wilkinson y Kate Pickett, la desigualdad económica aumenta la ansiedad de ser socialmente valorado, deteriora la identidad social y el arraigo, lo que se expresa en pérdida del sentido de pertenencia. La desigualdad también es una fuente de división social y pérdida de confianza. Las personas tienden a agruparse en función de sus similitudes y reaccionan ante quienes reconocen como diferentes, a quienes ven como una amenaza.

Por su parte, el abuso de sustancias, legales e ilegales, redunda en el deterioro de la salud física y mental de la población, lo que repercute en la calidad y en la esperanza de vida. Las familias con conflictos económicos y sociales, señalan los autores, tienen más dificultad para valorar la educación de sus hijos e hijas. También tienen mayor dificultad para dar el apoyo académico y emocional que requieren. El abandono escolar, el embarazo adolescente, la violencia y el fracaso familiar acompañan esta situación.

Las grandes diferencias materiales, concluye el estudio, acentúan las pequeñas diferencias que existen entre los estatus. Los prejuicios y la discriminación se usan para impedir el ascenso social dentro de una misma población, y las divisiones étnicas y de género acentúan esta disfunción, condicionando el bienestar general.

En la próxima entrega reflexionaré sobre qué hacer para reducir la desigualdad en el caso de México.

Recientemente hemos sido testigos de diversas expresiones de descontento social en regiones del mundo consideradas relativamente prósperas (Francia, España, Hong Kong, Líbano, Chile). Detrás de este fenómeno, algunos analistas han señalado una supuesta “paradoja neoliberal”: sociedades que generan riqueza pero que siguen exacervando la desigualdad. La expresión más nítida de este fenómeno es el malestar de una clase media urbana inconforme con la democracia, particularmente con el sistema de privilegios y trabas a la movilidad social.

En 2009, los profesores Richard Wilkinson y Kate Pickett publicaron una extraordinaria investigación titulada “Desigualdad: un análisis de la infelicidad colectiva”. Según los autores, la desigualdad es una epidemia que corrompe y corroe los cimientos de las democracias modernas, afectando negativamente la cohesión social y la calidad de vida.

Según esta visión, los elevados índices de violencia en una sociedad y problemas sociales como las adicciones, la depresión, los embarazos adolescentes y la obesidad, más que por el nivel de renta, se explican por el grado de desigualdad económica dentro de un mismo país.

Del estudio comparativo realizado entre los 36 países de miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), de la cual México forma parte, se concluye que más que la pobreza, es la desigualdad la principal variable que explica los problemas sociales en una sociedad. Es decir, el bienestar de una nación no solo está relacionado con la disminución de las carencias, sino con la reducción de brechas económicas, sociales, culturales y políticas prevalecientes.

Según cifras de la ONU para 2014, 8.4% de la población del mundo tenía 83% de la riqueza total, mientras que 69% poseía sólo 3% de la riqueza mundial. Se estima que casi una octava parte de la población del mundo, padece hambre crónica, sobre todo en los países menos desarrollados. La ONU estima que en los últimos 20 años 53% de la riqueza generada en el mundo ha ido a parar a 1% más rico de la población.

En México, la situación no es distinta: según el INEGI, en más de sesenta años el país creció, se urbanizó, se industrializó, ha logrado tener una economía más o menos competitiva y, sin embargo, no mejoró sustancialmente la forma en que la riqueza se distribuye. Según cifras del CONEVAL de 2018, 52.4 millones de personas viven en condiciones de pobreza y 9.3 millones en pobreza extrema. México ocupa el lugar número 108 entre 133 naciones en materia de distribución del ingreso.

De acuerdo con la investigación de Richard Wilkinson y Kate Pickett, la desigualdad económica aumenta la ansiedad de ser socialmente valorado, deteriora la identidad social y el arraigo, lo que se expresa en pérdida del sentido de pertenencia. La desigualdad también es una fuente de división social y pérdida de confianza. Las personas tienden a agruparse en función de sus similitudes y reaccionan ante quienes reconocen como diferentes, a quienes ven como una amenaza.

Por su parte, el abuso de sustancias, legales e ilegales, redunda en el deterioro de la salud física y mental de la población, lo que repercute en la calidad y en la esperanza de vida. Las familias con conflictos económicos y sociales, señalan los autores, tienen más dificultad para valorar la educación de sus hijos e hijas. También tienen mayor dificultad para dar el apoyo académico y emocional que requieren. El abandono escolar, el embarazo adolescente, la violencia y el fracaso familiar acompañan esta situación.

Las grandes diferencias materiales, concluye el estudio, acentúan las pequeñas diferencias que existen entre los estatus. Los prejuicios y la discriminación se usan para impedir el ascenso social dentro de una misma población, y las divisiones étnicas y de género acentúan esta disfunción, condicionando el bienestar general.

En la próxima entrega reflexionaré sobre qué hacer para reducir la desigualdad en el caso de México.

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