/ domingo 13 de enero de 2019

Eduardo Lizalde: un albatros (o tigre) milagroso

Es un gran poeta hispanoamericano. Un formidable escritor hecho a golpe de lecturas, escritura y experiencias. Porque la suya es una poesía que no sería posible sin la faena cotidiana del culto a la vida -a la Creación, diría, sino contraviniese su saludable ateísmo. Recordemos aquí sus versos implacables: “Afortunadamente, Dios, afortunadamente para ti, no existes (…) y exactamente por eso -creo que lo dijo algún ruso-, porque tú has cometido la vileza espantosa de no existir, todo está permitido”. Eduardo Lizalde cultiva la vida y la lengua y, también, la lúcida y escéptica conciencia del fracaso. Ingresó a la Academia el 24 de mayo del 2007 leyendo una pieza titulada “La poesía mexicana: esplendor e infortunios”.

En ese escrito, en la página 14, Lizalde escribe: “Amado Alonso, en su Poesía y estilo de Pablo Neruda, declaraba que ‘la lengua española había sido una antes, y otra después de Residencia en la tierra’”. Yo, por mi parte, tomo sus palabras y declaro que la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo veinte había sido una antes y otra después de “El tigre en la casa”:

Hay un tigre en la casa / que desgarra por dentro al que lo mira. / Y sólo tiene zarpas para el que lo espía, / y sólo puede herir por dentro, / y es enorme: / más largo y más pesado / que otros gatos gordos / y carniceros pestíferos / de su especie, / y pierde la cabeza con facilidad, / huele la sangre aun a través del vidrio, / percibe el miedo desde la cocina / y a pesar de las puertas más robustas. / Suele crecer de noche: / coloca su cabeza de tiranosaurio / en una cama / y el hocico le cuelga / más allá de las colchas. / Su lomo, entonces, se aprieta en el pasillo, / de muro a muro, / y sólo alcanzo el baño a rastras, contra el techo, / como a través de un túnel / de lodo y miel. / No miro nunca la colmena solar, / los renegridos panales del crimen / de sus ojos, / los crisoles de saliva emponzoñada / de sus fauces. / Ni siquiera lo huelo, / para que no me mate. / Pero sé claramente / que hay un inmenso tigre encerrado / en todo esto.

Ciento setenta y dos palabras de oro que dibujan el retrato hablado de un “poeta verdadero” (O.P.).

Aun cuando está a punto de arribar a la venerable edad de noventa años, Eduardo Lizalde sigue siendo lo que siempre ha sido: un poeta maldito -ahora en la academia. Y, hasta el 17 de diciembre del pasado año, un poeta en la Biblioteca de México. Ha dejado de ser el director porque su grandeza es incómoda -incomprensible- a la basta inteligencia de la turba de oficinistas que hoy manda en el Ministerio de Cultura, y para quienes el modelo de escritor sexenal es un turbulento, irreflexivo y maledicente novelista policíaco.

En las nóminas del optimismo gubernamental, su nombre –literalmente- no cabe. Léanse las palabras del que entiende la poesía como un medio para experimentar el dolor del mundo, “Weltschmerz”:

“Los poetas (esta antigua raza mestiza que con frecuencia, se dice, pertenece tanto a una estirpe angélica como a una maligna) escribimos para un limitado universo de lectores serios (presentes y futuros), y por mi parte soy cada vez más (lo lamento) un no creyente o descreído en cuanto se refiere al futuro de la humanidad. Creo que vive ella en el periodo más deprimente y oscuro de la historia. Nunca ha habido más millones de hombres hundidos en la hambruna y la miseria extrema, ni mayor fanatismo político y religioso, ni más horrenda criminalidad en tantos países, en conflicto genocida sin solución a la vista”.

Es un gran poeta hispanoamericano. Un formidable escritor hecho a golpe de lecturas, escritura y experiencias. Porque la suya es una poesía que no sería posible sin la faena cotidiana del culto a la vida -a la Creación, diría, sino contraviniese su saludable ateísmo. Recordemos aquí sus versos implacables: “Afortunadamente, Dios, afortunadamente para ti, no existes (…) y exactamente por eso -creo que lo dijo algún ruso-, porque tú has cometido la vileza espantosa de no existir, todo está permitido”. Eduardo Lizalde cultiva la vida y la lengua y, también, la lúcida y escéptica conciencia del fracaso. Ingresó a la Academia el 24 de mayo del 2007 leyendo una pieza titulada “La poesía mexicana: esplendor e infortunios”.

En ese escrito, en la página 14, Lizalde escribe: “Amado Alonso, en su Poesía y estilo de Pablo Neruda, declaraba que ‘la lengua española había sido una antes, y otra después de Residencia en la tierra’”. Yo, por mi parte, tomo sus palabras y declaro que la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo veinte había sido una antes y otra después de “El tigre en la casa”:

Hay un tigre en la casa / que desgarra por dentro al que lo mira. / Y sólo tiene zarpas para el que lo espía, / y sólo puede herir por dentro, / y es enorme: / más largo y más pesado / que otros gatos gordos / y carniceros pestíferos / de su especie, / y pierde la cabeza con facilidad, / huele la sangre aun a través del vidrio, / percibe el miedo desde la cocina / y a pesar de las puertas más robustas. / Suele crecer de noche: / coloca su cabeza de tiranosaurio / en una cama / y el hocico le cuelga / más allá de las colchas. / Su lomo, entonces, se aprieta en el pasillo, / de muro a muro, / y sólo alcanzo el baño a rastras, contra el techo, / como a través de un túnel / de lodo y miel. / No miro nunca la colmena solar, / los renegridos panales del crimen / de sus ojos, / los crisoles de saliva emponzoñada / de sus fauces. / Ni siquiera lo huelo, / para que no me mate. / Pero sé claramente / que hay un inmenso tigre encerrado / en todo esto.

Ciento setenta y dos palabras de oro que dibujan el retrato hablado de un “poeta verdadero” (O.P.).

Aun cuando está a punto de arribar a la venerable edad de noventa años, Eduardo Lizalde sigue siendo lo que siempre ha sido: un poeta maldito -ahora en la academia. Y, hasta el 17 de diciembre del pasado año, un poeta en la Biblioteca de México. Ha dejado de ser el director porque su grandeza es incómoda -incomprensible- a la basta inteligencia de la turba de oficinistas que hoy manda en el Ministerio de Cultura, y para quienes el modelo de escritor sexenal es un turbulento, irreflexivo y maledicente novelista policíaco.

En las nóminas del optimismo gubernamental, su nombre –literalmente- no cabe. Léanse las palabras del que entiende la poesía como un medio para experimentar el dolor del mundo, “Weltschmerz”:

“Los poetas (esta antigua raza mestiza que con frecuencia, se dice, pertenece tanto a una estirpe angélica como a una maligna) escribimos para un limitado universo de lectores serios (presentes y futuros), y por mi parte soy cada vez más (lo lamento) un no creyente o descreído en cuanto se refiere al futuro de la humanidad. Creo que vive ella en el periodo más deprimente y oscuro de la historia. Nunca ha habido más millones de hombres hundidos en la hambruna y la miseria extrema, ni mayor fanatismo político y religioso, ni más horrenda criminalidad en tantos países, en conflicto genocida sin solución a la vista”.