/ miércoles 24 de abril de 2019

El amparo que no fue (A trece años del caso Lydia Cacho)

Diciembre del 2005.

La escena transcurre en el Bellinghausen, en la calle Londres de la Ciudad de México. En la mesa estábamos el ex gobernador de Puebla, Don Manuel Bartlett, y un grupo de notarios entre los que se encontraban mi querida Enoé González Cabrera (QEPD), José Luis Salgado Vázquez, Alejandro Romero Carreto, Guillermo Pliego García, Elizabeth Candia de la Rosa y Gerardo Aguirre Zaldívar. Charlábamos amenamente, como cada año lo hacíamos en una tradicional comida de parabienes y buenos deseos que nos regalábamos teniendo como nuestro invitado especial al entonces Senador de la República, nuestro consejero y amigo a quien visitábamos en días previos a la navidad.

Una llamada entró a mi celular justo en el momento muerto cuando el plato fuerte se niega a abandonar la mesa para dar paso al café.

Miré la pantalla del aparato y leí el nombre: era Jorge Estefan Chidiac, actual secretario de Finanzas de Puebla, quien no me dejará mentir y estoy cierto avalará mi dicho. Me levanté de la mesa. Contesté. Del otro lado de la línea hablaba un Jorge agitado. Me comentó que la periodista Katia D’Artigues lo había buscado muy preocupada ya que una amiga suya (amiga y colega) había sido detenida ilegalmente en Quintana Roo. La mujer que estaba detenida era Lydia Cacho.

La privación ilegal de la libertad de una persona es un delito grave; más aún cuando la detención se refiere a hechos proscritos por el artículo 22 constitucional: “quedan prohibidas las penas de mutilación y de infamia, la marca, los azotes, los palos, el tormento de cualquier especie, la multa excesiva, la confiscación de bienes y cualesquiera otras penas inusitadas y trascendentales”.

Colgué. Volví a la mesa y de inmediato instruí a dos de mis más confiables abogados penalistas que prepararan un amparo dándoles los lineamientos de su contenido en favor de la hoy famosa periodista, con la finalidad de suspender el acto privativo de la libertad por su flagrante ilegalidad. El amparo se presentó (cualquier persona lo puede hacer valer por tratarse de actos del 22 de la CPEUM). La suspensión provisional fue concedida por la juez de control constitucional.

En la mesa del Bellinghausen no hubo otro tema a partir de ese instante. Los cafés acabaron por enfriarse, como posteriormente se enfriaría (se congelaría) la reputación del gobernador que a partir de aquel día sería puesto en la picota y que hoy está de nuevo en el ojo del huracán a 13 años vista.

Lamentablemente familiares de la periodista contrataron los servicios de un abogado particular, quien impetró la protección constitucional reconociendo la existencia del acto reclamado, lo que tuvo como consecuencia que se sobreseyera el promovido por mi parte.


*De lo anterior dio cuenta en su momento Fermín Alejandro García en La Jornada de Oriente el día 10 de enero del 2006 http://www.lajornadadeoriente.com.mx/2006/01/10/puebla/cuitlatlan.html


Así fue como la petición de Katia D’ Arigues y Jorge Estefan fue atendida por mi parte.

Es importante no dejar de lado un hecho: Lucero Saldaña, defensora incansable de los derechos de la mujer (y en este caso en específico de la periodista Lydia Cacho) avala mis dichos, que también fueron del conocimiento de los comensales que departíamos en el Bellinghausen.

Hasta aquí mi crónica sobre el amparo promovido en favor de Lydia Cacho.


A partir de esa fecha, la vida (política y privada) de Mario Marín sufrió un giro de 180 grados; pues de poder encaminarse –sin duda– para ser un posible presidenciable, se convirtió en un personaje que se ha visto obligado a hacer política desde el más indigno bajo perfil.

Recuerdo que tras el brutal escándalo mediático (en el que los operadores de Marín brillaron por su falta de tacto en el así llamado “control de daños”), durante un evento en la Antigua Escuela Militarizada Ignacio Zaragoza, le propuse al malogrado gobernador que pidiera perdón públicamente por los lamentables acontecimientos que lo pusieron en el patíbulo. Huelga decir que dicha conversación tuvo como testigos a Valentín Meneses y posteriormente Guillermo de Loya, su entonces secretario particular, pero Marín estaba completamente reacio a escuchar; montado en una soberbia espartana que en lugar de beneficiarle lo hundiría cada vez más.

Meses más tarde ­–y ante la rotunda negativa del entonces gobernador de excusarse– tuve la fortuna de ofrecer una conferencia en la UDLA sobre el párrafo tercero del artículo 97 constitucional (hoy abrogado). En una parte de mi ponencia hablé abiertamente del “Lydiagate”, respondiendo una por una a las preguntas de los presentes, quienes no repararon en increpar mi “estrecha relación” con Marín. Sin tapujos –y de manera frontal–respondí que nunca avalé su actitud, y que prueba de ello fue atender la petición de Jorge Estefan y Katia D’ Artigues.

Hoy el caso está más vivo que nunca, sin embargo, es preciso recalcar que este relato no es un dardo envenenado, sino todo lo contrario; es un testimonio de primera mano que abona elementos para el debate. Un amparo que no vio la luz y la duda que siempre quedará en el aire: ¿qué hubiese pasado si Marín hubiera actuado con más humildad pidiendo perdón ante la prensa?

En otra entrega hablaré con más detalles de las innumerables recomendaciones y exhortos para que el entonces gobernador recapacitara y reconociera con humildad que en efecto Lydia Cacho fue víctima de un grotesco atropello a sus derechos fundamentales.

Lo digo sin acritud, ¡pero lo digo!

Diciembre del 2005.

La escena transcurre en el Bellinghausen, en la calle Londres de la Ciudad de México. En la mesa estábamos el ex gobernador de Puebla, Don Manuel Bartlett, y un grupo de notarios entre los que se encontraban mi querida Enoé González Cabrera (QEPD), José Luis Salgado Vázquez, Alejandro Romero Carreto, Guillermo Pliego García, Elizabeth Candia de la Rosa y Gerardo Aguirre Zaldívar. Charlábamos amenamente, como cada año lo hacíamos en una tradicional comida de parabienes y buenos deseos que nos regalábamos teniendo como nuestro invitado especial al entonces Senador de la República, nuestro consejero y amigo a quien visitábamos en días previos a la navidad.

Una llamada entró a mi celular justo en el momento muerto cuando el plato fuerte se niega a abandonar la mesa para dar paso al café.

Miré la pantalla del aparato y leí el nombre: era Jorge Estefan Chidiac, actual secretario de Finanzas de Puebla, quien no me dejará mentir y estoy cierto avalará mi dicho. Me levanté de la mesa. Contesté. Del otro lado de la línea hablaba un Jorge agitado. Me comentó que la periodista Katia D’Artigues lo había buscado muy preocupada ya que una amiga suya (amiga y colega) había sido detenida ilegalmente en Quintana Roo. La mujer que estaba detenida era Lydia Cacho.

La privación ilegal de la libertad de una persona es un delito grave; más aún cuando la detención se refiere a hechos proscritos por el artículo 22 constitucional: “quedan prohibidas las penas de mutilación y de infamia, la marca, los azotes, los palos, el tormento de cualquier especie, la multa excesiva, la confiscación de bienes y cualesquiera otras penas inusitadas y trascendentales”.

Colgué. Volví a la mesa y de inmediato instruí a dos de mis más confiables abogados penalistas que prepararan un amparo dándoles los lineamientos de su contenido en favor de la hoy famosa periodista, con la finalidad de suspender el acto privativo de la libertad por su flagrante ilegalidad. El amparo se presentó (cualquier persona lo puede hacer valer por tratarse de actos del 22 de la CPEUM). La suspensión provisional fue concedida por la juez de control constitucional.

En la mesa del Bellinghausen no hubo otro tema a partir de ese instante. Los cafés acabaron por enfriarse, como posteriormente se enfriaría (se congelaría) la reputación del gobernador que a partir de aquel día sería puesto en la picota y que hoy está de nuevo en el ojo del huracán a 13 años vista.

Lamentablemente familiares de la periodista contrataron los servicios de un abogado particular, quien impetró la protección constitucional reconociendo la existencia del acto reclamado, lo que tuvo como consecuencia que se sobreseyera el promovido por mi parte.


*De lo anterior dio cuenta en su momento Fermín Alejandro García en La Jornada de Oriente el día 10 de enero del 2006 http://www.lajornadadeoriente.com.mx/2006/01/10/puebla/cuitlatlan.html


Así fue como la petición de Katia D’ Arigues y Jorge Estefan fue atendida por mi parte.

Es importante no dejar de lado un hecho: Lucero Saldaña, defensora incansable de los derechos de la mujer (y en este caso en específico de la periodista Lydia Cacho) avala mis dichos, que también fueron del conocimiento de los comensales que departíamos en el Bellinghausen.

Hasta aquí mi crónica sobre el amparo promovido en favor de Lydia Cacho.


A partir de esa fecha, la vida (política y privada) de Mario Marín sufrió un giro de 180 grados; pues de poder encaminarse –sin duda– para ser un posible presidenciable, se convirtió en un personaje que se ha visto obligado a hacer política desde el más indigno bajo perfil.

Recuerdo que tras el brutal escándalo mediático (en el que los operadores de Marín brillaron por su falta de tacto en el así llamado “control de daños”), durante un evento en la Antigua Escuela Militarizada Ignacio Zaragoza, le propuse al malogrado gobernador que pidiera perdón públicamente por los lamentables acontecimientos que lo pusieron en el patíbulo. Huelga decir que dicha conversación tuvo como testigos a Valentín Meneses y posteriormente Guillermo de Loya, su entonces secretario particular, pero Marín estaba completamente reacio a escuchar; montado en una soberbia espartana que en lugar de beneficiarle lo hundiría cada vez más.

Meses más tarde ­–y ante la rotunda negativa del entonces gobernador de excusarse– tuve la fortuna de ofrecer una conferencia en la UDLA sobre el párrafo tercero del artículo 97 constitucional (hoy abrogado). En una parte de mi ponencia hablé abiertamente del “Lydiagate”, respondiendo una por una a las preguntas de los presentes, quienes no repararon en increpar mi “estrecha relación” con Marín. Sin tapujos –y de manera frontal–respondí que nunca avalé su actitud, y que prueba de ello fue atender la petición de Jorge Estefan y Katia D’ Artigues.

Hoy el caso está más vivo que nunca, sin embargo, es preciso recalcar que este relato no es un dardo envenenado, sino todo lo contrario; es un testimonio de primera mano que abona elementos para el debate. Un amparo que no vio la luz y la duda que siempre quedará en el aire: ¿qué hubiese pasado si Marín hubiera actuado con más humildad pidiendo perdón ante la prensa?

En otra entrega hablaré con más detalles de las innumerables recomendaciones y exhortos para que el entonces gobernador recapacitara y reconociera con humildad que en efecto Lydia Cacho fue víctima de un grotesco atropello a sus derechos fundamentales.

Lo digo sin acritud, ¡pero lo digo!