/ viernes 5 de febrero de 2021

El Dios Interior, la antigua herejía

Hoy, por la pandemia, encuentro templos cerrados y sacerdotes ausentes y temerosos. Pero también percibo con la gente de Conversaciones una corriente de espiritualidad que va en aumento; un afán de vivir, más que entender, la espiritualidad que está en todas partes y en la misma vida. La búsqueda -esa ansia de poseer la verdad que tiene el ser humano en su memoria genética- nos está llevado a escudriñar dentro de nosotros mismos para encontrar a ese Yo Superior que siempre habíamos pensado que estaba afuera, en el cielo, tomando literalmente las palabras del “Padre Nuestro”, oración atribuida al propio Cristo Jesús.

Desde mi adolescencia y hasta alrededor de los cuarenta años que empecé a estudiar la metafísica con Krisnamurti y el humanismo con Gibrán Jalil Gibrán, yo había entendido que el Dios de Abraham y de Jacob, el del Antiguo Testamento, se manifestaba casi siempre demandante y colérico, exigiendo sacrificios y demandando sumisión y obediencia hasta el martirio. La Biblia está cargada de pasajes donde Jehová castiga y somete a su pueblo a infinidad de pruebas de lealtad y reconocimiento, en aras de su verdad. Yahvé era un Dios demandante e impersonal. En cambio, el Nuevo Testamento iniciado por Cristo y sus Evangelios nos presenta a un Dios personal; y de la sumisión absoluta pasamos a la veneración amorosa y coloquial. Ya no era más El Señor, sino El Padre, Mi Padre y yo como hijo suyo a su imagen y semejanza. El cielo no es precisamente un lugar más allá de las nubes, sino una dimensión espiritual que solo se puede experimentar con la muerte física. Y ese Dios que está en todas partes, está precisamente dentro de mí y por lo tanto mi cuerpo físico es su templo. Cuando abro mi conciencia lo veo y platico con Él, y en la meditación lo escucho.

En esta nueva tradición espiritual Dios ha dejado de ser el personaje del colegio, el que está más allá de nosotros y que hay que reverenciar con la cabeza abajo y casi sin mirarlo y sí, temerlo. Ahora lo experimentamos como flujo y totalidad; como infinito caleidoscopio de la vida y de la muerte; como última causa y fundamento del ser, lo que Alan Watss llamaba “el silencio del que nace todo sonido”. Dios es la conciencia que se manifiesta como Lila, el juego del Universo, Dios es la matriz organizadora que podemos experimentar pero no expresar; es lo que da vida a la materia. En la novela corta de J.D. Salinger, Teddy, un adolescente espiritualmente precoz recuerda la experiencia de inmanencia de Dios que tuvo mientras contemplaba a su hermanita bebiéndose su leche: “… de pronto vi que ella era Dios y que la leche era Dios; quiero decir, ella no estaba haciendo otra cosa que verter a Dios en Dios”.

Nadie puede conocer a Dios si no se conoce a sí mismo. Adéntrate en tus profundidades del alma y encontrarás al Espíritu, a tu Yo Superior, a Dios. Él no está afuera, está dentro de nosotros y vive con nosotros aunque no lo sintamos, aunque no lo entendamos o comprendamos, o aunque lo neguemos o lo ignoremos. Si anhelamos la verdad, si queremos, hoy más que nunca, encontrarla como una necesidad imperiosa, como la vacuna que nos protegerá de esta pandemia, busquemos la luz de la iluminación con toda sinceridad y humildad, haciendo a un lado el egoísmo que nos limita. Estoy convencido que Dios permitió este virus para que la humanidad despierte, abra su conciencia y entienda su razón de ser y de existir. No somos seres materiales, como dijera Teihlard de Chardin, sino seres espirituales que hemos venido a vivir un experiencia humana y material.

No es la vacuna la que terminará con la pandemia, somos nosotros los que acabaremos con ella cuando entendamos y practiquemos el mensaje de Cristo, la espiritualidad del amor, que es un verbo y no sustantivo. ¿De qué sirve la vacuna si seguimos destruyendo el mundo, si seguimos acabando con la naturaleza, si seguimos lucrando con la pobreza? ¡Es tiempo de despertar!

Hoy, por la pandemia, encuentro templos cerrados y sacerdotes ausentes y temerosos. Pero también percibo con la gente de Conversaciones una corriente de espiritualidad que va en aumento; un afán de vivir, más que entender, la espiritualidad que está en todas partes y en la misma vida. La búsqueda -esa ansia de poseer la verdad que tiene el ser humano en su memoria genética- nos está llevado a escudriñar dentro de nosotros mismos para encontrar a ese Yo Superior que siempre habíamos pensado que estaba afuera, en el cielo, tomando literalmente las palabras del “Padre Nuestro”, oración atribuida al propio Cristo Jesús.

Desde mi adolescencia y hasta alrededor de los cuarenta años que empecé a estudiar la metafísica con Krisnamurti y el humanismo con Gibrán Jalil Gibrán, yo había entendido que el Dios de Abraham y de Jacob, el del Antiguo Testamento, se manifestaba casi siempre demandante y colérico, exigiendo sacrificios y demandando sumisión y obediencia hasta el martirio. La Biblia está cargada de pasajes donde Jehová castiga y somete a su pueblo a infinidad de pruebas de lealtad y reconocimiento, en aras de su verdad. Yahvé era un Dios demandante e impersonal. En cambio, el Nuevo Testamento iniciado por Cristo y sus Evangelios nos presenta a un Dios personal; y de la sumisión absoluta pasamos a la veneración amorosa y coloquial. Ya no era más El Señor, sino El Padre, Mi Padre y yo como hijo suyo a su imagen y semejanza. El cielo no es precisamente un lugar más allá de las nubes, sino una dimensión espiritual que solo se puede experimentar con la muerte física. Y ese Dios que está en todas partes, está precisamente dentro de mí y por lo tanto mi cuerpo físico es su templo. Cuando abro mi conciencia lo veo y platico con Él, y en la meditación lo escucho.

En esta nueva tradición espiritual Dios ha dejado de ser el personaje del colegio, el que está más allá de nosotros y que hay que reverenciar con la cabeza abajo y casi sin mirarlo y sí, temerlo. Ahora lo experimentamos como flujo y totalidad; como infinito caleidoscopio de la vida y de la muerte; como última causa y fundamento del ser, lo que Alan Watss llamaba “el silencio del que nace todo sonido”. Dios es la conciencia que se manifiesta como Lila, el juego del Universo, Dios es la matriz organizadora que podemos experimentar pero no expresar; es lo que da vida a la materia. En la novela corta de J.D. Salinger, Teddy, un adolescente espiritualmente precoz recuerda la experiencia de inmanencia de Dios que tuvo mientras contemplaba a su hermanita bebiéndose su leche: “… de pronto vi que ella era Dios y que la leche era Dios; quiero decir, ella no estaba haciendo otra cosa que verter a Dios en Dios”.

Nadie puede conocer a Dios si no se conoce a sí mismo. Adéntrate en tus profundidades del alma y encontrarás al Espíritu, a tu Yo Superior, a Dios. Él no está afuera, está dentro de nosotros y vive con nosotros aunque no lo sintamos, aunque no lo entendamos o comprendamos, o aunque lo neguemos o lo ignoremos. Si anhelamos la verdad, si queremos, hoy más que nunca, encontrarla como una necesidad imperiosa, como la vacuna que nos protegerá de esta pandemia, busquemos la luz de la iluminación con toda sinceridad y humildad, haciendo a un lado el egoísmo que nos limita. Estoy convencido que Dios permitió este virus para que la humanidad despierte, abra su conciencia y entienda su razón de ser y de existir. No somos seres materiales, como dijera Teihlard de Chardin, sino seres espirituales que hemos venido a vivir un experiencia humana y material.

No es la vacuna la que terminará con la pandemia, somos nosotros los que acabaremos con ella cuando entendamos y practiquemos el mensaje de Cristo, la espiritualidad del amor, que es un verbo y no sustantivo. ¿De qué sirve la vacuna si seguimos destruyendo el mundo, si seguimos acabando con la naturaleza, si seguimos lucrando con la pobreza? ¡Es tiempo de despertar!