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Realmente, aunque nos duela admitirlo, nada importa, pues todo, empezando por nosotros, desaparecerá pronto. Lo bueno y lo malo se van con la misma sorpresa con la que se presentaron en nuestras vidas y nada, en verdad, permanece. De los muertos viejos ya nadie habla, los hemos olvidado, ¿qué nos hace creer que nosotros tendremos una suerte mejor? Incluso los que ocuparon celebrados puestos de poder o los que se empeñaron en acumular riquezas se han borrado de la memoria de las generaciones vivas. Quizás los muertos jóvenes todavía se sientan vivos, incluso cálidos, pero de ellos tampoco permanecerá nada de lo que fueron. Se van las personas (nos vamos, mejor dicho), así como las glorias, las derrotas, los insultos y las alabanzas. Nada sobre ni debajo de la tierra permanece y aunque ésta es una verdad antigua, es ignorada por la mayoría de nosotros, quienes nos empeñamos en creer que nuestra obra es trascendente.
Miremos nuestro vientre, o al menos descansemos nuestra mano sobre él. ¿Qué sentimos? ¿Qué hay en el centro del mismo? Un ombligo, al cual, debido a su permanente impermanencia, solemos restarle importancia, a pesar de la relevancia que tiene como testigo mudo de las generaciones que nos han precedido. El ombligo es la cicatriz que nos une con los orígenes del tiempo. Si pudiéramos pasar a través de nuestro ombligo y ver las generaciones que nos antecedieron, nos haríamos conscientes de todo cuanto hemos olvidado, veríamos a los muertos viejos de los que nada sabemos y, a medida de que fuéramos retrocediendo en el tiempo a través del túnel del ombligo, constataríamos que todos nos acercamos al mismo origen y que es verdad aquello de que todos somos hermanos nacidos del mismo ombligo, o incluso más que eso, todos somos el mismo ser, pero disgregado en el tiempo y dividido en infinidad de cuerpos.
Mantengamos la mano sobre nuestro vientre sintiendo con uno de nuestros dedos el ombligo despreciado que nos acompaña. ¿Qué más nos dice? Que todos hemos venido a este mundo sin pedirlo y que cuando nos vayamos por intercesión de la muerte ningún recuerdo de nosotros durará más allá de unos cuántos años, pues aceptémoslo: así como a nosotros no nos importan ya los muertos viejos, aquellos de los que nada sabemos, nadie se interesará por nosotros cuando también seamos muertos viejos, esqueletos en los que el ombligo ha desaparecido borrando junto con él la huella de su común origen. Hemos olvidado a los muertos viejos y en nuestra soberbia nos engañamos pensando que “eso” a nosotros no nos pasará, pero lo cierto es que ya somos iguales a los muertos viejos.
Llegamos a este mundo sin pedirlo. Llegamos porque nuestros padres no pudieron resistirse al placer del sexo, al efímero deleite carnal que otorga unos segundos de placer a cambio de una vida de insatisfacciones, de aburrimiento, de monotonía. Es cierto que de vez en vez habrá algo por lo que lleguemos a sentir cierta alegría y satisfacción, sin embargo, eso que en un momento nos deleita hoy ni siquiera lo recordamos, como las promesas que hicimos durante la infancia, como las amistades que juramos mantener, como los sueños que una noche quisimos guardar por el resto de nuestras vidas, como los amores “eternos” que marchitos están en nuestra memoria. Lo bueno y lo malo se pasan. Llegamos a esta tierra sin pedirlo y nada tiene un sentido real en sí mismo, sino inventado. Nos hemos contado cuentos para ocultar nuestra soledad, cuentos que llevan el disfraz de la religión, de la política, de la educación, de la economía, del arte, del conocimiento; cuentos que cada quién se cuenta a sí mismo y se obliga a creer para no aceptar que nada, en verdad, posee una significación trascendente.
El escritor Milán Kundera, en La fiesta de la insignificancia, lo dice así: «Sentirse o no sentirse culpable. Creo que todo radica en eso. La vida es una lucha de todos contra todos. Cada ser humano es el calco del instante en el que fue concebido. El ser humano no es sino soledad. Comprendimos desde hace mucho que ya no era posible subvertir el mundo, ni remodelarlo, ni detener su pobre huida hacia delante. Sólo había una resistencia posible: no tomarlo en serio. Te esfuerzas por alegrarte, pero es en vano, sólo sientes cansancio y tedio. El origen mítico de todo esto es Eva. No nació de vientre alguno, sino de un capricho del Creador. De ella, de su vulva, de la vulva de una mujer sin ombligo, es de donde procede el primer cordón umbilical. De ella también salieron otros cordones. Los cuerpos de los hombres permanecen sin continuidad, del todo inútiles, mientras que del sexo de cada mujer sale otro cordón que en su extremo llevaba a otra mujer o a otro hombre, y todo ello, repetido millones y millones de veces, se convirtió en un inmenso árbol formado por una infinidad de cuerpos. Mira a tu alrededor: ninguno de los que te rodean está aquí por su voluntad. Es evidente que lo que acabo de decirte es la más trivial de todas las verdades. Es hasta tal punto trivial, y a tal punto esencial, que ya ni se la ve ni se la oye. Existes tal como eres porque tus padres fueron débiles y cayeron ante el deseo. Veo la insignificancia bajo una luz totalmente distinta, bajo una luz más reveladora. La insignificancia es la esencia de la existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento. Está presente incluso cuando no se la quiere ver. Pero no se trata tan sólo de reconocerla, hay que amar la insignificancia, hay que aprender a amarla. Aquí, ante nosotros, está presente con toda su evidencia, toda su inocencia, toda su belleza. Respira, respira esta insignificancia que nos rodea, es la clave de la sabiduría, es la clave del buen humor. Una sola palabra es sagrada: la amistad.»
Solemos tomarnos las situaciones con tanta seriedad que somos nosotros mismos los que nos condenamos a la insatisfacción. Que la vida humana sea insignificante, no debe entenderse como que es despreciable. Nada realmente importa, es cierto, pero no por ello debemos caer en la parálisis. Comprender la insignificancia de la vida es comprender también la de uno mismo y por ello es tan difícil de lograr, sin embargo, una vez que se da el primer paso en la comprensión de ello, se da el primer paso hacia la alegría efímera, hacia la insignificancia festiva.