/ domingo 10 de diciembre de 2023

El mundo iluminado | Las máscaras de Dios

elmundoiluminado.com

Si partimos del principio que postula que Dios es indefinible, deducimos, entonces, que Dios, o mejor dicho lo que cada quien entiende por “Dios”, no es más que una idealización de su propio yo. Dios, la divinidad, la fuerza primigenia (como cada quien le quiera llamar), además de indefinible, posee las cualidades de lo eterno, de tal suerte que Dios (o como cada quien desee referirse a este concepto) es en sí mismo impensable, por ello es que todo lo que podamos decir de Dios, no será Dios.

En esta sociedad en la que los valores trascendentales son prácticamente inexistentes, resulta prioritario reflexionar en torno a la naturaleza de Dios, de lo Sagrado, y decimos que los valores trascendentales son inexistentes porque hoy pareciera que la única certeza de nuestra sociedad es su culto por las formas materiales y su amor loco por el dinero. De ser proclives a inclinarse ante el becerro de oro nadie se salva: ni los políticos, ni las iglesias, ni los progresistas, ni los “maestros espirituales”; absolutamente nadie, y es que mientras de día enuncian un discurso aparentemente liberador, por las noches terminan todos los anteriores sentados en torno a la misma mesa y elucubrando nuevas formas para mantener a la sociedad adoctrinada.

La reflexión y búsqueda de los valores trascendentales (Dios, la Belleza, el Bien, la Verdad) terminó cuando la sociedad aceptó ponerle precio a todo, así como un sinfín de etiquetas a los individuos. Uno de los vicios de nuestra sociedad actual es el ansia por etiquetar todo, la obsesión por definir todo, así como el hipócrita interés por satisfacer las necesidades, gustos y deseos de todos, lo cual no solamente resulta imposible, sino que, además, imprudente, y para muestra basta con ver el desorden social en que actualmente vivimos y que, a todas luces, es provocado por quienes ejercen el poder (políticos, religiosos y empresarios).

La obsesión por etiquetar todo y a todos nos ha orillado a tener una vida llena de conceptos, y si bien los conceptos pueden facilitar ciertas tareas de la vida práctica, también entorpecen el conocimiento, aprehensión y desarrollo de la vida espiritual, la cual cada vez parece más lejana en nuestra sociedad, pudiendo afirmar, incluso, que tal parece que quien llegara a reconocer ante los demás que tiene una vida espiritual, se arriesga a ser blanco de burlas, pues en esta sociedad materialista la vida espiritual es tomada como sinónimo de debilidad, de atraso y de ignorancia.

La sociedad actual suele comportarse como si lo supiera todo, sin embargo, basta lanzar algunas preguntas para descubrir que no sabe nada y que, más bien, lo que el individuo contemporáneo hace es repetir sin cuestionar una serie de conceptos y frases hechas que no comprende y que han llegado a su mente a través de diferentes vías de adoctrinamiento. Este individuo contemporáneo, además, está alienado, es decir, es ajeno a sí mismo, condición que ha adquirido por la sobreexposición a los medios de comunicación a la que diaria y voluntariamente se somete. La alienación o enajenamiento, brevemente, es la pérdida de la consciencia con respecto a uno mismo y los demás, de tal suerte que más que comportarse como una persona, el individuo alienado es más semejante a una máquina que, generalmente, pierde su tiempo de manera ociosa. El individuo alienado no cree en Dios, como tampoco en la Belleza, ni en la Verdad, ni en nada, pues su estado de ignorancia es tal que únicamente dedica su existencia a vegetar, mientras consumen vanidades de la vida, siendo su existencia tan insignificante que si de un día para otro se esfumara de este mundo, nada cambiaría para bien ni para mal.

Con respecto a los valores trascendentales en los que la sociedad actual ha dejado de reflexionar, específicamente del concepto de Dios, el filósofo Joseph Campbell, en su obra Tú eres eso, dice: «El objetivo primordial de la mitología y de la religión es despertar y mantener en la persona una experiencia de reverencia, humildad y respeto en reconocimiento de ese misterio definitivo que trasciende todo nombre y forma. Esta vida nuestra que estamos viviendo no es un mero fragmento de la existencia entera, sino que es el todo. La idea anterior los brahmanes la expresan con la fórmula mística: “eso eres tú”. Esta es la idea básica de todo discurso metafísico, que es conocido sólo cuando los nombres y las formas, las máscaras de Dios, han caído. Un modo de privarnos de una experiencia es esperarla. Otro es tener un nombre para ella antes de tener la experiencia. Una serie preconcebida de conceptos encierra la experiencia, aislándola de tal modo que no nos llega directamente. La trascendencia está más allá de esos nombres. la experiencia del misterio viene no de esperarlo sino de abandonar todos los conceptos, porque los conceptos están basados en el miedo y el deseo.»

Si bien los conceptos son imprescindibles para resolver la vida diaria, es cierto también que por el hecho de definir a algo o a alguien lo terminan aislando. La vía del conocimiento es irónica, pues depende del concepto para ser, pero es por ese mismo concepto que no llega nunca a ser realmente, pero esto difícilmente lo entenderá el individuo contemporáneo, siendo imposible si éste se encuentra ya alienado, fuera de sí mismo. Saber es llenar la mente de conceptos que después deberán de ser expulsarse si lo que se desea es la plena comprensión de los valores trascendentales representados por Dios, la Belleza, el Bien y la Verdad. Nuestra sociedad únicamente cree en sí misma, lo cual es lo mismo que decir que no cree en nada. Las ciudades no son más que espacios habitados por cuerpos de apariencia humana que van de un lugar a otro sin consciencia de quiénes son ni de qué hacen, aún así estos cuerpos tienen la osadía de querer explicarlo todo mediante los rebuscados, abundantes e innecesarios conceptos que se han inventado a fin de llenar un mundo que en apariencia está lleno, pero en esencia, vacío. Todo concepto es ilusorio y la Verdad se revela al despojarnos de las máscaras de Dios.


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Si partimos del principio que postula que Dios es indefinible, deducimos, entonces, que Dios, o mejor dicho lo que cada quien entiende por “Dios”, no es más que una idealización de su propio yo. Dios, la divinidad, la fuerza primigenia (como cada quien le quiera llamar), además de indefinible, posee las cualidades de lo eterno, de tal suerte que Dios (o como cada quien desee referirse a este concepto) es en sí mismo impensable, por ello es que todo lo que podamos decir de Dios, no será Dios.

En esta sociedad en la que los valores trascendentales son prácticamente inexistentes, resulta prioritario reflexionar en torno a la naturaleza de Dios, de lo Sagrado, y decimos que los valores trascendentales son inexistentes porque hoy pareciera que la única certeza de nuestra sociedad es su culto por las formas materiales y su amor loco por el dinero. De ser proclives a inclinarse ante el becerro de oro nadie se salva: ni los políticos, ni las iglesias, ni los progresistas, ni los “maestros espirituales”; absolutamente nadie, y es que mientras de día enuncian un discurso aparentemente liberador, por las noches terminan todos los anteriores sentados en torno a la misma mesa y elucubrando nuevas formas para mantener a la sociedad adoctrinada.

La reflexión y búsqueda de los valores trascendentales (Dios, la Belleza, el Bien, la Verdad) terminó cuando la sociedad aceptó ponerle precio a todo, así como un sinfín de etiquetas a los individuos. Uno de los vicios de nuestra sociedad actual es el ansia por etiquetar todo, la obsesión por definir todo, así como el hipócrita interés por satisfacer las necesidades, gustos y deseos de todos, lo cual no solamente resulta imposible, sino que, además, imprudente, y para muestra basta con ver el desorden social en que actualmente vivimos y que, a todas luces, es provocado por quienes ejercen el poder (políticos, religiosos y empresarios).

La obsesión por etiquetar todo y a todos nos ha orillado a tener una vida llena de conceptos, y si bien los conceptos pueden facilitar ciertas tareas de la vida práctica, también entorpecen el conocimiento, aprehensión y desarrollo de la vida espiritual, la cual cada vez parece más lejana en nuestra sociedad, pudiendo afirmar, incluso, que tal parece que quien llegara a reconocer ante los demás que tiene una vida espiritual, se arriesga a ser blanco de burlas, pues en esta sociedad materialista la vida espiritual es tomada como sinónimo de debilidad, de atraso y de ignorancia.

La sociedad actual suele comportarse como si lo supiera todo, sin embargo, basta lanzar algunas preguntas para descubrir que no sabe nada y que, más bien, lo que el individuo contemporáneo hace es repetir sin cuestionar una serie de conceptos y frases hechas que no comprende y que han llegado a su mente a través de diferentes vías de adoctrinamiento. Este individuo contemporáneo, además, está alienado, es decir, es ajeno a sí mismo, condición que ha adquirido por la sobreexposición a los medios de comunicación a la que diaria y voluntariamente se somete. La alienación o enajenamiento, brevemente, es la pérdida de la consciencia con respecto a uno mismo y los demás, de tal suerte que más que comportarse como una persona, el individuo alienado es más semejante a una máquina que, generalmente, pierde su tiempo de manera ociosa. El individuo alienado no cree en Dios, como tampoco en la Belleza, ni en la Verdad, ni en nada, pues su estado de ignorancia es tal que únicamente dedica su existencia a vegetar, mientras consumen vanidades de la vida, siendo su existencia tan insignificante que si de un día para otro se esfumara de este mundo, nada cambiaría para bien ni para mal.

Con respecto a los valores trascendentales en los que la sociedad actual ha dejado de reflexionar, específicamente del concepto de Dios, el filósofo Joseph Campbell, en su obra Tú eres eso, dice: «El objetivo primordial de la mitología y de la religión es despertar y mantener en la persona una experiencia de reverencia, humildad y respeto en reconocimiento de ese misterio definitivo que trasciende todo nombre y forma. Esta vida nuestra que estamos viviendo no es un mero fragmento de la existencia entera, sino que es el todo. La idea anterior los brahmanes la expresan con la fórmula mística: “eso eres tú”. Esta es la idea básica de todo discurso metafísico, que es conocido sólo cuando los nombres y las formas, las máscaras de Dios, han caído. Un modo de privarnos de una experiencia es esperarla. Otro es tener un nombre para ella antes de tener la experiencia. Una serie preconcebida de conceptos encierra la experiencia, aislándola de tal modo que no nos llega directamente. La trascendencia está más allá de esos nombres. la experiencia del misterio viene no de esperarlo sino de abandonar todos los conceptos, porque los conceptos están basados en el miedo y el deseo.»

Si bien los conceptos son imprescindibles para resolver la vida diaria, es cierto también que por el hecho de definir a algo o a alguien lo terminan aislando. La vía del conocimiento es irónica, pues depende del concepto para ser, pero es por ese mismo concepto que no llega nunca a ser realmente, pero esto difícilmente lo entenderá el individuo contemporáneo, siendo imposible si éste se encuentra ya alienado, fuera de sí mismo. Saber es llenar la mente de conceptos que después deberán de ser expulsarse si lo que se desea es la plena comprensión de los valores trascendentales representados por Dios, la Belleza, el Bien y la Verdad. Nuestra sociedad únicamente cree en sí misma, lo cual es lo mismo que decir que no cree en nada. Las ciudades no son más que espacios habitados por cuerpos de apariencia humana que van de un lugar a otro sin consciencia de quiénes son ni de qué hacen, aún así estos cuerpos tienen la osadía de querer explicarlo todo mediante los rebuscados, abundantes e innecesarios conceptos que se han inventado a fin de llenar un mundo que en apariencia está lleno, pero en esencia, vacío. Todo concepto es ilusorio y la Verdad se revela al despojarnos de las máscaras de Dios.