/ domingo 20 de octubre de 2019

El trotskista sentimental

Francisco Umbral (1936-2007) en realidad fue bautizado en la iglesia del Sagrado Corazón de María, del barrio Casa de Campo de distrito madrileño de Moncloa, con el nombre de Paco Pérez Martínez. Afortunadamente, bien pronto se dio cuenta que con ese apelativo nada bueno podía esperar en la vida literaria y se puso otro acorde con sus expectativas de gloria: Umbral. Que la verdad fingida tiene más fuerza que la verdad auténtica porque esta última es atónita e incomunicable, escribió alguna vez éste escritor que también es autor del libro que hoy nos ocupa, del inédito titulado “Memorias de un trotskista sentimental” actualmente en proceso editorial en la casa de libros “Adarga Antigua”. En ese paginario, de inminente aparición, Paco Umbral describe sus tiempos juveniles de militante de la Cuarta Internacional en los que dedicó —malgastó— innumerables días de sus dorados días de muchacho escritor de versos en la lectura de los absurdos fárragos doctrinales de los pedantes pontífices del llamado marxismo revolucionario; pajarracos amargados tales como el santo patrono de la izquierda infinitesimal Lev Davidovich Bronstein y sus jorobados acólitos: Ernest Mandel, Pierre Frank y Alan Woods. De esa era es, también, la iniciación poética y erótica de Umbral. Él dice “… que las dos —la literatura y el amor— cuando son verdaderas siempre van juntas, como las musas que tomadas de las virginales manos, caminan sonrientes hacia el lecho del joven poeta del porvenir. Porque la vida es irracional o no es vida, el irracionalismo es la moral del verdadero poeta y no es necesario —es más, es superfluo y pusilánime— pretender redactar una pirueta argumental para unir lo que nunca podrá estar maridado: el vuelo de la poesía y el mezquino comercio de la política partidista.” Dos capítulos adelante, Francisco Umbral confiesa que una vez que superó su fiebre eruptiva ideológica mudó sus creencias hacia cierto liberalismo monárquico que le permitió “recuperar la dignidad de la libertad personal y amalgamarla con la eventual condición de grandeza y trascendencia de los hechos y pensamientos de la creatura humana.” Porque, continúa el madrileño, son intolerables las doctrinas que sermonean con frases que hacen del hombre un anónimo empleado de prósperas y siniestras empresas o un simple peón del tablero de la lucha partidista que enriquece a los venales y banales lidercillos corruptos de las ágrafas ideologías.

Tres años antes de su muerte, Umbral terminó el manuscrito del trotskista sentimental. Seguramente columbraba su final y se sabía ya un ser de lejanías. Sabía que estaba muriéndose, que estaba alejándose de las personas y de las cosas, sabía como se alejaban los días áureos de las fundaciones y de las iniciaciones para dar paso a un extraño presente sin esperanza. Umbral estaba convencido de que venía desde muy lejos y que esas sus lejanías de hombre de letras le hacían arder con una gran sed la garganta, le urgían a agotar a grandes tragos el vino sagrado de su vida. Porque Francisco Umbral —nunca Paco Pérez Martínez— sabía que le queda poco de sí mismo, de lo que fue, de lo que ya no podría ser, se decidió a inventarse con verdades la historia de su juventud entre las armas de la belleza. Fue su manera de despedirse haciéndose a sí mismo una broma de 123 páginas plenas de sabiduría.

Francisco Umbral (1936-2007) en realidad fue bautizado en la iglesia del Sagrado Corazón de María, del barrio Casa de Campo de distrito madrileño de Moncloa, con el nombre de Paco Pérez Martínez. Afortunadamente, bien pronto se dio cuenta que con ese apelativo nada bueno podía esperar en la vida literaria y se puso otro acorde con sus expectativas de gloria: Umbral. Que la verdad fingida tiene más fuerza que la verdad auténtica porque esta última es atónita e incomunicable, escribió alguna vez éste escritor que también es autor del libro que hoy nos ocupa, del inédito titulado “Memorias de un trotskista sentimental” actualmente en proceso editorial en la casa de libros “Adarga Antigua”. En ese paginario, de inminente aparición, Paco Umbral describe sus tiempos juveniles de militante de la Cuarta Internacional en los que dedicó —malgastó— innumerables días de sus dorados días de muchacho escritor de versos en la lectura de los absurdos fárragos doctrinales de los pedantes pontífices del llamado marxismo revolucionario; pajarracos amargados tales como el santo patrono de la izquierda infinitesimal Lev Davidovich Bronstein y sus jorobados acólitos: Ernest Mandel, Pierre Frank y Alan Woods. De esa era es, también, la iniciación poética y erótica de Umbral. Él dice “… que las dos —la literatura y el amor— cuando son verdaderas siempre van juntas, como las musas que tomadas de las virginales manos, caminan sonrientes hacia el lecho del joven poeta del porvenir. Porque la vida es irracional o no es vida, el irracionalismo es la moral del verdadero poeta y no es necesario —es más, es superfluo y pusilánime— pretender redactar una pirueta argumental para unir lo que nunca podrá estar maridado: el vuelo de la poesía y el mezquino comercio de la política partidista.” Dos capítulos adelante, Francisco Umbral confiesa que una vez que superó su fiebre eruptiva ideológica mudó sus creencias hacia cierto liberalismo monárquico que le permitió “recuperar la dignidad de la libertad personal y amalgamarla con la eventual condición de grandeza y trascendencia de los hechos y pensamientos de la creatura humana.” Porque, continúa el madrileño, son intolerables las doctrinas que sermonean con frases que hacen del hombre un anónimo empleado de prósperas y siniestras empresas o un simple peón del tablero de la lucha partidista que enriquece a los venales y banales lidercillos corruptos de las ágrafas ideologías.

Tres años antes de su muerte, Umbral terminó el manuscrito del trotskista sentimental. Seguramente columbraba su final y se sabía ya un ser de lejanías. Sabía que estaba muriéndose, que estaba alejándose de las personas y de las cosas, sabía como se alejaban los días áureos de las fundaciones y de las iniciaciones para dar paso a un extraño presente sin esperanza. Umbral estaba convencido de que venía desde muy lejos y que esas sus lejanías de hombre de letras le hacían arder con una gran sed la garganta, le urgían a agotar a grandes tragos el vino sagrado de su vida. Porque Francisco Umbral —nunca Paco Pérez Martínez— sabía que le queda poco de sí mismo, de lo que fue, de lo que ya no podría ser, se decidió a inventarse con verdades la historia de su juventud entre las armas de la belleza. Fue su manera de despedirse haciéndose a sí mismo una broma de 123 páginas plenas de sabiduría.