/ martes 2 de octubre de 2018

Ética: el arte de vivir bien

La ética –como ciencia o como disciplina filosófica– fue iniciada por Sócrates, primero quien teorizó sobre los conceptos morales básicos: lo bueno y la virtud. Es decir, fijó su mirada en algo más cercano y a su alcance: cómo vivir del modo correcto.

Decenas de teorías basan la ética en el placer, otros en la virtud, otros en el bienestar de la mayoría. Distintas interpretaciones que, en realidad, tratan de dar solución al mismo problema: conocer las pautas de acción y pensamiento que permitan al ser humano vivir bondadosamente, feliz y en paz.

Dos han sido las grandes ramas que han distinguido la ética:

• Deontológica: se centra básicamente en buscar un código, unas reglas comunes y aplicables a todas las situaciones para que el individuo o la sociedad tenga un marco moral al que atenerse. De este modo, todo hombre o mujer puede agarrarse a unos principios morales que son invariables, determinando claramente qué actuaciones son buenas y cuáles no.

• Teleológica: se diferencia de la anterior en que no traza reglas concretas, sino un solo dogma: bien está aquello que bien acaba. Es decir, si la consecuencia de las acciones es positiva, moralmente buena, también es ética. Una sencilla norma que se puede aplicar siempre.

Dicho de otra manera, la deontología aspira a la universalidad de los valores morales; la teleología busca la moralidad de los fines.

Si bien, tanto el término “ética” como “moral” tienen un origen similar y a menudo se usan como sinónimos, no está de más hacer una clara diferenciación. Por un lado, moral sería la experiencia humana encargada de distinguir aquello que debemos hacer de aquello que no debemos hacer. Separar aquello que está bien de aquello que está mal.

La ética, en cambio, es lo que conocemos como “filosofía de la moralidad”, el estudio de la misma, la reflexión teórica que realizamos acerca de nuestra experiencia moral. Si la primera se enfoca en el bien y el mal, esta última se pregunta cuáles son los criterios que usamos para hacer esa diferenciación, cómo se originan nuestros valores morales y de qué modo se relacionan con conceptos como el de la felicidad, etc.

Toda conducta ha de estar regida por un código de valores y, a diferencia de otros seres vivos cuyo instinto innato los guía, el ser humano ha de escoger los suyos propios. No le vienen dados por la naturaleza. Ha de crearlos.

Por ello, nos convierte en los seres más avanzados del planeta, pero nos carga de responsabilidad de nuestra existencia. Hemos de construir nuestros valores para dirigir nuestra conducta, y para poder establecer los mismos, tenemos que saber antes qué es el bien y qué es el mal, cómo alcanzamos la felicidad, qué comportamiento es virtuoso, qué objetivos hemos de perseguir.

En conclusión, la ética es ni más ni menos que el “arte de vivir bien”.

La ética –como ciencia o como disciplina filosófica– fue iniciada por Sócrates, primero quien teorizó sobre los conceptos morales básicos: lo bueno y la virtud. Es decir, fijó su mirada en algo más cercano y a su alcance: cómo vivir del modo correcto.

Decenas de teorías basan la ética en el placer, otros en la virtud, otros en el bienestar de la mayoría. Distintas interpretaciones que, en realidad, tratan de dar solución al mismo problema: conocer las pautas de acción y pensamiento que permitan al ser humano vivir bondadosamente, feliz y en paz.

Dos han sido las grandes ramas que han distinguido la ética:

• Deontológica: se centra básicamente en buscar un código, unas reglas comunes y aplicables a todas las situaciones para que el individuo o la sociedad tenga un marco moral al que atenerse. De este modo, todo hombre o mujer puede agarrarse a unos principios morales que son invariables, determinando claramente qué actuaciones son buenas y cuáles no.

• Teleológica: se diferencia de la anterior en que no traza reglas concretas, sino un solo dogma: bien está aquello que bien acaba. Es decir, si la consecuencia de las acciones es positiva, moralmente buena, también es ética. Una sencilla norma que se puede aplicar siempre.

Dicho de otra manera, la deontología aspira a la universalidad de los valores morales; la teleología busca la moralidad de los fines.

Si bien, tanto el término “ética” como “moral” tienen un origen similar y a menudo se usan como sinónimos, no está de más hacer una clara diferenciación. Por un lado, moral sería la experiencia humana encargada de distinguir aquello que debemos hacer de aquello que no debemos hacer. Separar aquello que está bien de aquello que está mal.

La ética, en cambio, es lo que conocemos como “filosofía de la moralidad”, el estudio de la misma, la reflexión teórica que realizamos acerca de nuestra experiencia moral. Si la primera se enfoca en el bien y el mal, esta última se pregunta cuáles son los criterios que usamos para hacer esa diferenciación, cómo se originan nuestros valores morales y de qué modo se relacionan con conceptos como el de la felicidad, etc.

Toda conducta ha de estar regida por un código de valores y, a diferencia de otros seres vivos cuyo instinto innato los guía, el ser humano ha de escoger los suyos propios. No le vienen dados por la naturaleza. Ha de crearlos.

Por ello, nos convierte en los seres más avanzados del planeta, pero nos carga de responsabilidad de nuestra existencia. Hemos de construir nuestros valores para dirigir nuestra conducta, y para poder establecer los mismos, tenemos que saber antes qué es el bien y qué es el mal, cómo alcanzamos la felicidad, qué comportamiento es virtuoso, qué objetivos hemos de perseguir.

En conclusión, la ética es ni más ni menos que el “arte de vivir bien”.