/ domingo 15 de julio de 2018

Gilberto Castellanos, poeta póstumo

A Sébastien Mullier

“El verdadero poeta es anfibio: su vida precaria es biológica pero su vida exuberante, estética, trascendente es póstuma. Primero es carne fugaz luego es lenguaje —espíritu— eterno.”

Así, leyendo esta proposición, comenzó mi participación en el “Homenaje Especial” que un grupo de adictos (Francisco Hernández, Rodolfo García y Silvia Castro) rendimos al poeta Gilberto Castellanos, en el Centro Cultural Espacio 1900 que dirige el benemérito hombre de teatro Manolo Reigadas.

Esta reunión literaria fue parte del programa de las XIII Jornadas Internacionales de Poesía Latinoamericana organizadas en esta ocasión por la Maestra Ángeles Sánchez.

Ante un público numeroso y atento (entre el que, por cierto, se encontraban el narrador de lo fantástico José Luis Zárate, el doctor en física de las partículas elementales Enrique Barradas, el escritor Miguel Martínez y el editor José Luis Olazo), leí, con engolada voz: “El verdadero poeta es anfibio: su vida precaria es biológica pero su vida exuberante, estética, trascendente, es póstuma. Primero es carne fugaz luego es lenguaje —espíritu— eterno.”

Y comprendí que la vida del gran poeta Gilberto Castellanos comenzó hace ocho años, cuando su cuerpo enfermo murió.

Comprendí que la prueba estricta, minuciosa, insobornable, de la belleza verdadera de la obra poética es el tiempo post mortem, ese tiempo que ya es eternidad y en el que el hombre que fue carne y huesos se transforma en palabras.

Comprendí que es inútil “promover la lectura de poesía” porque no existe nada más lejano a la didáctica que la libertad mistérica de la beatitud: la poesía verdadera, la única, sobrevive a todo y a todos.

Comprendí que los libros tienen una peculiar inteligencia vital que los hace encontrar a sus lectores.

Y se me actualizó uno de mis varios tópicos obsesivos: la muerte de los poetas.

¿Qué pasa con la inteligencia cultivada con la lectura y la escritura?

¿Qué, con la sensibilidad, dominada como un violín, después de lustros y de miles de horas de práctica?

¿Qué, con la sabiduría que es fruto de la observación, de los actos, de la meditación, del gozo y de la pena? (San Pablo en “Gálatas” la llama “Fruto del Espíritu”)

¿Todo se evapora, todo desaparece?

¿Somos unas ridículas e infinitesimales miserias que fugazmente flotan en la oscuridad del universo?

Todo esto que escribo cruzaba mi mente mientras leía, el pasado viernes trece.

Al terminar la frase “Primero es carne fugaz luego es lenguaje —espíritu— eterno” súbitamente descubrí que ya no estaba de acuerdo con lo que había escrito.

Mi objeción era contra el sentido abierto de la palabra “eterno”.

(¿Es adjetivo? ¿Qué es lo que adjetiva? ¿Al sustantivo ‘lenguaje’? ¿Qué diablos es la palabra “eterno” para la cual no tenemos referente sino conjeturas?)

¿Lo que realmente estoy diciendo —me pregunté a mi mismo, el viernes trece en el Espacio 1900— es entonces que Gilberto Castellanos vive ahora en una breve eternidad que durará el mismo número de días que nuestra memoria frágil dure?

Y Octavio Paz arribó a mi afiebrada mente: “Soy hombre: duro poco y es enorme la noche. Pero miro hacia arriba: las estrellas escriben. Sin entender comprendo: también soy escritura y en este mismo instante alguien me deletrea.”

¿Entonces —volví a preguntarme— Gilberto Castellanos y Octavio Paz ahora son estrellas y yo soy tres palabras que alguno escribe para que yo a mi vez haya escrito esa frase pretenciosa que en este momento profiero y que ahora tú, lector mío, estarás leyendo tres días después, en “El Sol de Puebla,” el mismo periódico en el que publicaba Gilberto?

No pude responderme. Terminé mi “texto” y leí entonces dos poemas de Castellanos: sus palabras llenaban el día como un vino etéreo y vertiginoso; sus palabras cantaban, el viernes trece, cantaban una melodía profunda y poderosa; luminosa y transparente, y entonces sentí como, de manera milagrosa, la herida primordial de mi vida felizmente se cerraba. Y sin entender comprendí la verdad de la poesía.

A Sébastien Mullier

“El verdadero poeta es anfibio: su vida precaria es biológica pero su vida exuberante, estética, trascendente es póstuma. Primero es carne fugaz luego es lenguaje —espíritu— eterno.”

Así, leyendo esta proposición, comenzó mi participación en el “Homenaje Especial” que un grupo de adictos (Francisco Hernández, Rodolfo García y Silvia Castro) rendimos al poeta Gilberto Castellanos, en el Centro Cultural Espacio 1900 que dirige el benemérito hombre de teatro Manolo Reigadas.

Esta reunión literaria fue parte del programa de las XIII Jornadas Internacionales de Poesía Latinoamericana organizadas en esta ocasión por la Maestra Ángeles Sánchez.

Ante un público numeroso y atento (entre el que, por cierto, se encontraban el narrador de lo fantástico José Luis Zárate, el doctor en física de las partículas elementales Enrique Barradas, el escritor Miguel Martínez y el editor José Luis Olazo), leí, con engolada voz: “El verdadero poeta es anfibio: su vida precaria es biológica pero su vida exuberante, estética, trascendente, es póstuma. Primero es carne fugaz luego es lenguaje —espíritu— eterno.”

Y comprendí que la vida del gran poeta Gilberto Castellanos comenzó hace ocho años, cuando su cuerpo enfermo murió.

Comprendí que la prueba estricta, minuciosa, insobornable, de la belleza verdadera de la obra poética es el tiempo post mortem, ese tiempo que ya es eternidad y en el que el hombre que fue carne y huesos se transforma en palabras.

Comprendí que es inútil “promover la lectura de poesía” porque no existe nada más lejano a la didáctica que la libertad mistérica de la beatitud: la poesía verdadera, la única, sobrevive a todo y a todos.

Comprendí que los libros tienen una peculiar inteligencia vital que los hace encontrar a sus lectores.

Y se me actualizó uno de mis varios tópicos obsesivos: la muerte de los poetas.

¿Qué pasa con la inteligencia cultivada con la lectura y la escritura?

¿Qué, con la sensibilidad, dominada como un violín, después de lustros y de miles de horas de práctica?

¿Qué, con la sabiduría que es fruto de la observación, de los actos, de la meditación, del gozo y de la pena? (San Pablo en “Gálatas” la llama “Fruto del Espíritu”)

¿Todo se evapora, todo desaparece?

¿Somos unas ridículas e infinitesimales miserias que fugazmente flotan en la oscuridad del universo?

Todo esto que escribo cruzaba mi mente mientras leía, el pasado viernes trece.

Al terminar la frase “Primero es carne fugaz luego es lenguaje —espíritu— eterno” súbitamente descubrí que ya no estaba de acuerdo con lo que había escrito.

Mi objeción era contra el sentido abierto de la palabra “eterno”.

(¿Es adjetivo? ¿Qué es lo que adjetiva? ¿Al sustantivo ‘lenguaje’? ¿Qué diablos es la palabra “eterno” para la cual no tenemos referente sino conjeturas?)

¿Lo que realmente estoy diciendo —me pregunté a mi mismo, el viernes trece en el Espacio 1900— es entonces que Gilberto Castellanos vive ahora en una breve eternidad que durará el mismo número de días que nuestra memoria frágil dure?

Y Octavio Paz arribó a mi afiebrada mente: “Soy hombre: duro poco y es enorme la noche. Pero miro hacia arriba: las estrellas escriben. Sin entender comprendo: también soy escritura y en este mismo instante alguien me deletrea.”

¿Entonces —volví a preguntarme— Gilberto Castellanos y Octavio Paz ahora son estrellas y yo soy tres palabras que alguno escribe para que yo a mi vez haya escrito esa frase pretenciosa que en este momento profiero y que ahora tú, lector mío, estarás leyendo tres días después, en “El Sol de Puebla,” el mismo periódico en el que publicaba Gilberto?

No pude responderme. Terminé mi “texto” y leí entonces dos poemas de Castellanos: sus palabras llenaban el día como un vino etéreo y vertiginoso; sus palabras cantaban, el viernes trece, cantaban una melodía profunda y poderosa; luminosa y transparente, y entonces sentí como, de manera milagrosa, la herida primordial de mi vida felizmente se cerraba. Y sin entender comprendí la verdad de la poesía.