Es el peor de los tiempos y no es el mejor de los tiempos, discrepando de Dickens, en su célebre A tale of two cities. No puede ser el mejor de los tiempos porque la humanidad está a punto de presenciar la postración total de los regímenes democráticos ante los autoritarios. Es el triunfo de una visión económica, política, jurídica y social: la extinción de las oportunidades para todos y la ganancia para unos pocos; la disolución de los acuerdos por consenso que dan paso a las imposiciones unilaterales; la extinción del derecho de todos (especialmente de los más débiles) frente al beneficio de los grandes monopolios.
El triunfo de Donald Trump no puede ser una buena noticia para los mexicanos, menos aún cuando su poder será total en el país más poderoso del orbe, militar y económicamente hablando. Y porque encontró en México un enemigo a quién endilgar las culpas de algunos problemas que aquejan a los norteamericanos. Quiere añadir los cárteles mexicanos de la droga a la lista de terroristas que amenazan la paz, de la misma forma en que ha calificado como delincuentes a los inmigrantes (latinos en su mayoría). Y las consecuencias de esas acciones no serán caricias para la sociedad mexicana.
Trump resume el descontento con la democracia como forma de gobierno y reivindica valores que creíamos desterrados, pero ahora vemos que solo aguardaban el momento populista óptimo para resurgir: la supremacía racial, el resentimiento como insignia, la criminalización de los adversarios o la aberrante cruzada contra los derechos sexuales de la mujer y las preferencias de grupos LGBTI.
Cuando digo Trump puede cambiarse el nombre del autócrata y escribirse Berlusconi, Erdogan, Orban o Putin. Todos ellos reivindican una forma de pensar el Estado y una forma de visión de la sociedad contraria a los derechos humanos. Cada uno de ellos representa un éxito político porque el descontento fue creciendo y el argumento de que eran un peligro para la democracia se volvió fútil ante los descalabros de una clase política voraz, que pensaba más en su bolsillo que en el bienestar de sus electores. Su triunfo es la derrota (nunca mejor señalada) de quienes no apreciaron su momento democrático y su oportunidad histórica.
Trump reivindica un modelo apoyado por una buena parte de la población norteamericana (y de otros países) que considera socialistas las políticas de igualdad o que piensa que las condiciones de desigualdad entre ciudadanos son solo un pretexto del Estado para intervenir en la economía o en la familia.
Trump resume el descontento populista y promete una vuelta a un pasado oscuro, donde los feminismos no existían, donde el Estado no impulsaba políticas de igualdad, donde se invisibilizaba a los inmigrantes, donde supuestamente todos podían crecer, aunque quienes crecían solo eran unos cuantos. La apuesta es volver a un Estado que fue un desastre y a un modelo que desembocó en la Segunda Guerra Mundial, precisamente por la criminalización de minorías, por la debilidad del Estado y por el resentimiento de unos cuantos contra los derechos de muchos.
Es el peor de los tiempos, diría Dickens en una parte de su famosa frase. Mucho me temo que es solo el comienzo.