/ domingo 20 de enero de 2019

Indiferencia Cósmica

A Lupita


Frágiles, falibles, fugaces, perecederos, de carne, de barro y paráclito, de sombra y luz; los hombres somos apenas un accidente, es decir: innecesarios y contingentes. Giran los astros, fulgen las estrellas, cruzan el éter los cometas, se impactan los meteoros contra las planetarias superficies ignotas, las dimensiones de lo inconmensurable se expanden de modo infinito hacia lo formidable y hacia lo ínfimo; los hombres nacemos, erramos y morimos concibiendo, tal vez, un pensamiento de valor, tal vez –seguramente- ninguno.

“El hombre no puede ofrecer un don más precioso que el de aquello que ha discurrido consigo mismo en lo íntimo del ánimo, pues con ello otorga al lector lo más grande que hay: la mirada serena y abierta de un ser libre. Ningún don es más duradero pues nada destruye el goce que la contemplación proporciona ni anula el refrescante estímulo que significa para la fuerza vital”. (Schleiermacher, Monólogos, Ed. Aguilar, Madrid, Buenos Aires, México, Argentina, 1955)

¿Cómo ser libre en el mundo regido por el dinero y la fealdad; por la vulgaridad erigida en criterio global de actualidad; por la arrogante ignorancia que balbucea, gruñe, sus frases zafias desde las ubicuas pantallitas led de los ‘celulares’, esos exocerebros de los mutantes que deambulan, dentro de sus zapatos o de vehículos motorizados, por las calles del planeta?

“Y me admiraba de que te amara ya a ti, no a un fantasma en tu lugar; pero no me sostenía en el goce de mi Dios, sino que, arrebatado hacia ti por tu hermosura, era luego apartado de ti por mi peso, y me desplomaba sobre estas cosas con gemido, siendo mi peso la costumbre carnal. Pero conmigo estaba tu memoria, ni en modo alguno dudaba ya de que existía un ser a quien yo debía adherirme, pero a quien no estaba yo en condición de adherirme, porque el cuerpo que se corrompe agobia el alma y la morada terrena deprime la mente que piensa muchas cosas. Asimismo, estaba certísimo de que tus cosas invisibles se perciben, desde la constitución del mundo, por la inteligencia de las cosas que has creado, incluso tu virtud sempiterna y tu divinidad. Porque buscando yo de dónde aprobaba la hermosura de los cuerpos -ya celestes, ya terrestres- y qué era lo que había en mí para juzgar rápida y cabalmente de las cosas mudables cuando decía: ‘Esto debe ser así, aquello no debe ser así’; buscando, digo, de dónde juzgaba yo cuando así juzgaba, hallé que estaba la Inconmutable y verdadera eternidad de la Verdad sobre mi mente mudable”. (San Agustín, Confesiones, Libro VII, Cap. 17, Editorial BAC, Madrid, 1960)

Y esto a propósito de nada, porque inicial y finalmente en eso consiste la vida humana: nada, vacuidad, vanidad, humo. Sin embargo, el alma del árbol que me mira escribir al través de la ventana es inmensa y serena. Hoy es el día de n. S. del jueves 17 de enero del año 2019 y en el ámbito celeste los planetas bailan, danzan, giran rítmicamente y cantan, en una portentosa e inaudible lengua, los dulces salmos de la alabanza. Tengo frente a mí, en el escritorio, un frasco de vidrio inmaculadamente transparente, donde conservo unos cuantos mililitros del agua bendita que el señor cura de san Andrés, el excelentísimo don José Medina, utilizó durante la ceremonia sacramental de mi bautismo.

Mientras las esferas celestes giran indiferentes concibo que el alma del san Cristóbal Poderoso de la parroquia está sola, eternamente sola y nadie la acompaña, nadie sabe lo que quiere ni lo que aborrece ni adónde la llevaran sus pasos, puesto que ella misma lo ignora: “Pobre omnipotente desdichado san Cristóbal bendito, llora en el fondo de mí, yo te escondo y te protejo.”

A Lupita


Frágiles, falibles, fugaces, perecederos, de carne, de barro y paráclito, de sombra y luz; los hombres somos apenas un accidente, es decir: innecesarios y contingentes. Giran los astros, fulgen las estrellas, cruzan el éter los cometas, se impactan los meteoros contra las planetarias superficies ignotas, las dimensiones de lo inconmensurable se expanden de modo infinito hacia lo formidable y hacia lo ínfimo; los hombres nacemos, erramos y morimos concibiendo, tal vez, un pensamiento de valor, tal vez –seguramente- ninguno.

“El hombre no puede ofrecer un don más precioso que el de aquello que ha discurrido consigo mismo en lo íntimo del ánimo, pues con ello otorga al lector lo más grande que hay: la mirada serena y abierta de un ser libre. Ningún don es más duradero pues nada destruye el goce que la contemplación proporciona ni anula el refrescante estímulo que significa para la fuerza vital”. (Schleiermacher, Monólogos, Ed. Aguilar, Madrid, Buenos Aires, México, Argentina, 1955)

¿Cómo ser libre en el mundo regido por el dinero y la fealdad; por la vulgaridad erigida en criterio global de actualidad; por la arrogante ignorancia que balbucea, gruñe, sus frases zafias desde las ubicuas pantallitas led de los ‘celulares’, esos exocerebros de los mutantes que deambulan, dentro de sus zapatos o de vehículos motorizados, por las calles del planeta?

“Y me admiraba de que te amara ya a ti, no a un fantasma en tu lugar; pero no me sostenía en el goce de mi Dios, sino que, arrebatado hacia ti por tu hermosura, era luego apartado de ti por mi peso, y me desplomaba sobre estas cosas con gemido, siendo mi peso la costumbre carnal. Pero conmigo estaba tu memoria, ni en modo alguno dudaba ya de que existía un ser a quien yo debía adherirme, pero a quien no estaba yo en condición de adherirme, porque el cuerpo que se corrompe agobia el alma y la morada terrena deprime la mente que piensa muchas cosas. Asimismo, estaba certísimo de que tus cosas invisibles se perciben, desde la constitución del mundo, por la inteligencia de las cosas que has creado, incluso tu virtud sempiterna y tu divinidad. Porque buscando yo de dónde aprobaba la hermosura de los cuerpos -ya celestes, ya terrestres- y qué era lo que había en mí para juzgar rápida y cabalmente de las cosas mudables cuando decía: ‘Esto debe ser así, aquello no debe ser así’; buscando, digo, de dónde juzgaba yo cuando así juzgaba, hallé que estaba la Inconmutable y verdadera eternidad de la Verdad sobre mi mente mudable”. (San Agustín, Confesiones, Libro VII, Cap. 17, Editorial BAC, Madrid, 1960)

Y esto a propósito de nada, porque inicial y finalmente en eso consiste la vida humana: nada, vacuidad, vanidad, humo. Sin embargo, el alma del árbol que me mira escribir al través de la ventana es inmensa y serena. Hoy es el día de n. S. del jueves 17 de enero del año 2019 y en el ámbito celeste los planetas bailan, danzan, giran rítmicamente y cantan, en una portentosa e inaudible lengua, los dulces salmos de la alabanza. Tengo frente a mí, en el escritorio, un frasco de vidrio inmaculadamente transparente, donde conservo unos cuantos mililitros del agua bendita que el señor cura de san Andrés, el excelentísimo don José Medina, utilizó durante la ceremonia sacramental de mi bautismo.

Mientras las esferas celestes giran indiferentes concibo que el alma del san Cristóbal Poderoso de la parroquia está sola, eternamente sola y nadie la acompaña, nadie sabe lo que quiere ni lo que aborrece ni adónde la llevaran sus pasos, puesto que ella misma lo ignora: “Pobre omnipotente desdichado san Cristóbal bendito, llora en el fondo de mí, yo te escondo y te protejo.”