/ domingo 28 de octubre de 2018

“Juro por Apolo médico, por Esculapio, Hygia y Panacea…”

Es como afinar el violín. Sí, asistir al terapeuta es eso, sucede que las clavijas del “gato” se van aflojando lentamente con el tiempo y con el uso; hay que ver que el violín no tiene maquinaria como la guitarra, bueno, la guitarra flamenca tampoco tiene maquinaria, es como gran violín que se toca con las uñas; un pizzicato perpetuo y furioso es el flamenco. Decía que hay que ir al terapeuta para que te afine el alma, para que recuperes tu registro, el dramatismo y la solemnidad de los graves y la velocidad y letalidad de los agudos, porque la amplitud del espectro del canto es también la vastedad de la percepción, ya que no puedes cantar lo que no puedes percibir simplemente en el mundo de afuera y en el mundo interior, en tu propia y fugaz esfera propia. Pero el terapeuta no puede ser cualquiera, debe ser una persona admirable por su sabiduría, sensibilidad y compasión y, en definitiva, jamás un siquiatra de los de recetario en ristre y “Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales” en el escritorio a la vista del paciente. Solo una vez -y por intereses literarios, no sanitarios- asistí a una consulta con un siquiatra. Quería saber cómo era el que atendía a mi amigo que se suicidó hace un año y, ya sabes, lujoso consultorio en la zona de Angelópolis, cinco mil pesos por veinticinco minutos de trato gélido, casi hostil, interrumpido por tres llamadas a su teléfono celular en las que el profesional de la salud mental se transformaba en un amigable, casi dulce, interlocutor de su iPhone XR. Bueno, el caso es que desde mi breve tiempo de espera en la salita de recepción, olorosa a desodorante herbal y con una televisión, una gigantesca pantalla de plasma, sin volumen, por la que mirabas un interminable video de bosques, mares y desiertos, la experiencia de la visita al siquiatra fue extraordinariamente literaria. La secretaria recepcionista era una señora que hablaba en voz muy baja, blusa y suetercito de punto, una gran cruz de oro en el pecho, cabello peinado en un chongo alto, ojos verdes, maquillaje teatral y manos manicuradas. No había revistas ni periódicos y las plantas y las flores que decoraban el espacio eran de plástico. La señora me recibió con un saludo cortés, sin sonrisa ni mirada al rostro, me buscó en su lap de la Apple, me pidió que pagara por adelantado y me ofreció asiento en el sofá rojo. No hay siquiatra sin sofá, pienso mientras trato de encontrar el punto de reposo en el incómodo mueble que parece arena movediza. Pasan tres minutos, la recepcionista murmura mis apellidos y me abre la puerta; el doctor es calvo y gordo, lleva camisa azul, corbata dorada y saco negro, gasta lentes redondos, porta barba de candado y su gesto es de despectiva superioridad. Me recibe sentado detrás de su escritorio sin levantarse de su gran silla giratoria y mirándome profesionalmente, es decir, de manera atenta y prolongada, como si analizara un objeto curioso, una moneda romana, una estampilla postal o, tal vez, un insecto tropical. En fin, la habitación está tapizada de diplomas de congresos y reconocimientos, detrás del siquiatra está colgado, en un marco de plata y con vidrio anti reflejante, el pergamino de la especialidad con el logo y el sello de la célebre Mayo Clinic, de Rochester, Minnesota. El gran librero de la derecha contiene libros médicos y técnicos en inglés colocados cuidadosamente según el orden alfabético del apellido del autor; una mesa de auscultación y un gabinete con instrumentos y fármacos a la izquierda y, frente al escritorio, dos austeras y minimalistas sillas metálicas. “Siéntese”, me dice el inquisidor, sonriendo levemente, sus ojos de gato viejo me miran inexpresivos…

Es como afinar el violín. Sí, asistir al terapeuta es eso, sucede que las clavijas del “gato” se van aflojando lentamente con el tiempo y con el uso; hay que ver que el violín no tiene maquinaria como la guitarra, bueno, la guitarra flamenca tampoco tiene maquinaria, es como gran violín que se toca con las uñas; un pizzicato perpetuo y furioso es el flamenco. Decía que hay que ir al terapeuta para que te afine el alma, para que recuperes tu registro, el dramatismo y la solemnidad de los graves y la velocidad y letalidad de los agudos, porque la amplitud del espectro del canto es también la vastedad de la percepción, ya que no puedes cantar lo que no puedes percibir simplemente en el mundo de afuera y en el mundo interior, en tu propia y fugaz esfera propia. Pero el terapeuta no puede ser cualquiera, debe ser una persona admirable por su sabiduría, sensibilidad y compasión y, en definitiva, jamás un siquiatra de los de recetario en ristre y “Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales” en el escritorio a la vista del paciente. Solo una vez -y por intereses literarios, no sanitarios- asistí a una consulta con un siquiatra. Quería saber cómo era el que atendía a mi amigo que se suicidó hace un año y, ya sabes, lujoso consultorio en la zona de Angelópolis, cinco mil pesos por veinticinco minutos de trato gélido, casi hostil, interrumpido por tres llamadas a su teléfono celular en las que el profesional de la salud mental se transformaba en un amigable, casi dulce, interlocutor de su iPhone XR. Bueno, el caso es que desde mi breve tiempo de espera en la salita de recepción, olorosa a desodorante herbal y con una televisión, una gigantesca pantalla de plasma, sin volumen, por la que mirabas un interminable video de bosques, mares y desiertos, la experiencia de la visita al siquiatra fue extraordinariamente literaria. La secretaria recepcionista era una señora que hablaba en voz muy baja, blusa y suetercito de punto, una gran cruz de oro en el pecho, cabello peinado en un chongo alto, ojos verdes, maquillaje teatral y manos manicuradas. No había revistas ni periódicos y las plantas y las flores que decoraban el espacio eran de plástico. La señora me recibió con un saludo cortés, sin sonrisa ni mirada al rostro, me buscó en su lap de la Apple, me pidió que pagara por adelantado y me ofreció asiento en el sofá rojo. No hay siquiatra sin sofá, pienso mientras trato de encontrar el punto de reposo en el incómodo mueble que parece arena movediza. Pasan tres minutos, la recepcionista murmura mis apellidos y me abre la puerta; el doctor es calvo y gordo, lleva camisa azul, corbata dorada y saco negro, gasta lentes redondos, porta barba de candado y su gesto es de despectiva superioridad. Me recibe sentado detrás de su escritorio sin levantarse de su gran silla giratoria y mirándome profesionalmente, es decir, de manera atenta y prolongada, como si analizara un objeto curioso, una moneda romana, una estampilla postal o, tal vez, un insecto tropical. En fin, la habitación está tapizada de diplomas de congresos y reconocimientos, detrás del siquiatra está colgado, en un marco de plata y con vidrio anti reflejante, el pergamino de la especialidad con el logo y el sello de la célebre Mayo Clinic, de Rochester, Minnesota. El gran librero de la derecha contiene libros médicos y técnicos en inglés colocados cuidadosamente según el orden alfabético del apellido del autor; una mesa de auscultación y un gabinete con instrumentos y fármacos a la izquierda y, frente al escritorio, dos austeras y minimalistas sillas metálicas. “Siéntese”, me dice el inquisidor, sonriendo levemente, sus ojos de gato viejo me miran inexpresivos…