/ martes 18 de febrero de 2020

La esperanza en la sociedad del horror

Después de la muerte de una niña, a quien le quitaron sus órganos para venderlos, también tendría que seguir una reflexión sobre la sociedad que construimos, no solo sobre el gobierno que queremos. No una cuestión de política, sino una cuestión de moral y ética. El buen gobierno tendría que ser la consecuencia de los actos y deseos de bienestar y paz de una sociedad, no el primer pilar para que funcione.

Sin embargo, si uno observa y lee las reacciones ante tanta desgracia, parece que la solución solo pasa por ciertas políticas gubernamentales. Habría que dudarlo: tanto horror no puede evitarse si no hay un cambio como sociedad. No significa que no haya que exigir al gobierno, sino que, aunque las cosas se hicieran bien, si la sociedad insiste solo enfocar sus exigencias en el gobierno, se estará perdiendo de vista la mitad del problema y, por ende, no habrá solución.

La sociedad tiene algo más de responsabilidad de lo que supone. Porque hace un mes fue un niño matando a sus compañeros, después una mujer asesinada, mañana 10 mujeres más secuestradas, violadas, asesinadas, vejadas. Y sencillamente, habría que hacer más, pensar más, reflexionar más, exigir más, y mirarnos en el espejo construido en los últimos quince años.

La raya que distingue a buenos y malos se ha vuelto imperceptible, pero al Estado y a la sociedad les corresponde hacerla más patente. Lo malos quieren lucrar una y otra vez, los grupos criminales quieren vender órganos, drogas, sexo y para eso asesinan, extorsionan, lavan dinero o secuestran. El Estado con sus políticas y las personas con sus acciones tienen que delinear de mejor manera la distinción entre el horror y la esperanza, entre la paz y la barbarie.

Por supuesto que ningún político ha estado a la altura de las circunstancias, pero tampoco muchos empresarios -grandes o pequeños- que una y otra vez han contribuido a esta catástrofe. Tampoco tantos padres y madres que educan a niños con una tendencia egoísta, machista y misógina, o los profesores que imparten clases sin educar.

El empresario que compra facturas -los que se cuentan por millones-, ¿acaso no sabe que los grandes lavadores de dinero del narcotráfico son quienes manejan el negocio de la venta de facturas? Poco les ha importado: pagar menos impuestos a cambio de empoderar y enriquecer a los delincuentes.

La política que es o fue presidenta municipal y que ni por asomo clausuró burdeles, ¿acaso desconoce que el crimen organizado controla redes de esclavitud sexual?

El señor que compró un riñón para su hijo o hermano, ¿acaso desconoce que la red que se lo vendió obtiene millones a nivel nacional e internacional por la venta de órganos?

No significa que la sociedad sea culpable de la muerte de una niña, sino que ha contribuido a crear un contexto donde los malos son quienes mandan en muchos espacios y ha abonado a erosionar esa línea que divide a los bienintencionados y a los delincuentes. A esa misma sociedad le corresponde reivindicar esa línea: reivindicar sus valores desde la dignidad, la decencia y el trabajo.

Claro que los buenos, los que quieren paz, los que sufren por cada muerte, los que quieren un país mejor, son muchos más que los otros. Justo en ellos radica la esperanza de encontrar una salida ante este horror. Sin ellos, este problema no tiene solución.

Después de la muerte de una niña, a quien le quitaron sus órganos para venderlos, también tendría que seguir una reflexión sobre la sociedad que construimos, no solo sobre el gobierno que queremos. No una cuestión de política, sino una cuestión de moral y ética. El buen gobierno tendría que ser la consecuencia de los actos y deseos de bienestar y paz de una sociedad, no el primer pilar para que funcione.

Sin embargo, si uno observa y lee las reacciones ante tanta desgracia, parece que la solución solo pasa por ciertas políticas gubernamentales. Habría que dudarlo: tanto horror no puede evitarse si no hay un cambio como sociedad. No significa que no haya que exigir al gobierno, sino que, aunque las cosas se hicieran bien, si la sociedad insiste solo enfocar sus exigencias en el gobierno, se estará perdiendo de vista la mitad del problema y, por ende, no habrá solución.

La sociedad tiene algo más de responsabilidad de lo que supone. Porque hace un mes fue un niño matando a sus compañeros, después una mujer asesinada, mañana 10 mujeres más secuestradas, violadas, asesinadas, vejadas. Y sencillamente, habría que hacer más, pensar más, reflexionar más, exigir más, y mirarnos en el espejo construido en los últimos quince años.

La raya que distingue a buenos y malos se ha vuelto imperceptible, pero al Estado y a la sociedad les corresponde hacerla más patente. Lo malos quieren lucrar una y otra vez, los grupos criminales quieren vender órganos, drogas, sexo y para eso asesinan, extorsionan, lavan dinero o secuestran. El Estado con sus políticas y las personas con sus acciones tienen que delinear de mejor manera la distinción entre el horror y la esperanza, entre la paz y la barbarie.

Por supuesto que ningún político ha estado a la altura de las circunstancias, pero tampoco muchos empresarios -grandes o pequeños- que una y otra vez han contribuido a esta catástrofe. Tampoco tantos padres y madres que educan a niños con una tendencia egoísta, machista y misógina, o los profesores que imparten clases sin educar.

El empresario que compra facturas -los que se cuentan por millones-, ¿acaso no sabe que los grandes lavadores de dinero del narcotráfico son quienes manejan el negocio de la venta de facturas? Poco les ha importado: pagar menos impuestos a cambio de empoderar y enriquecer a los delincuentes.

La política que es o fue presidenta municipal y que ni por asomo clausuró burdeles, ¿acaso desconoce que el crimen organizado controla redes de esclavitud sexual?

El señor que compró un riñón para su hijo o hermano, ¿acaso desconoce que la red que se lo vendió obtiene millones a nivel nacional e internacional por la venta de órganos?

No significa que la sociedad sea culpable de la muerte de una niña, sino que ha contribuido a crear un contexto donde los malos son quienes mandan en muchos espacios y ha abonado a erosionar esa línea que divide a los bienintencionados y a los delincuentes. A esa misma sociedad le corresponde reivindicar esa línea: reivindicar sus valores desde la dignidad, la decencia y el trabajo.

Claro que los buenos, los que quieren paz, los que sufren por cada muerte, los que quieren un país mejor, son muchos más que los otros. Justo en ellos radica la esperanza de encontrar una salida ante este horror. Sin ellos, este problema no tiene solución.

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