/ domingo 14 de abril de 2019

La prenda más dulce del corazón

En una carta de José Lezama Lima a Carlos M. Luis, leo estas líneas que el poeta atribuye al Oráculo de Delfos, siguiendo a Aristóteles que en su Ética a Eudemo las cita:

“Lo bello es lo más justo, la salud lo mejor, obtener lo que se ama es la más dulce prenda para el corazón”.

Un poco antes, Lezama ha escrito estas palabras enigmáticas:

“...es el momento en que se pasa del ritmo sistálico (el pathos) al hesicástico ( la sofrosine, la serenidad).”

Como se sabe, la sístole es la contracción del corazón que expulsa sangre hacia la aorta; y la diástole es el periodo en el que el corazón se relaja, se distiende después del estrechamiento.

Luego, “el ritmo sistólico” es sufrimiento, arrebato, impulso pasional hacia el otro: es una energía que nace en el corazón y sale e invade el mundo.

En contraparte, el ritmo “hesicástico” será la plenitud del mí mismo, del yo soberano, de la conciencia, mediante la búsqueda de la soledad, el silencio y la quietud. El cuerpo es la ermita del yo que resplandece. La persona en sí misma, el cuerpo arraigado, fijo, inmóvil.

Ahora, regresemos con estos bártulos a la sentencia del Oráculo de Delfos y degustemos la delicada expresión “obtener lo que se ama es la más dulce prenda para el corazón”.

El favor, la anuencia, de la amada es la más dulce posesión del corazón -centro vital, núcleo de la persona, lumbre de la vida-.

O, tal vez, podría simplemente escribir: “la felicidad del corazón”.

Adicionalmente, el poeta nos explica que el amor es la oscilación entre la pasión (furor, ira) y la serenidad (sabiduría).

Esa danza de la pasión y la prudencia es el dramático vals de las mareas, las estaciones, el nacimiento y la muerte.

Y si fuera verdad esto de Plotino: “Educarse es como esculpir nuestro yo de manera permanente” (Enéada III), podría extrapolarlo -tergiversarlo- de esta manera: “Amar es como esculpir nuestros yoes de manera permanente, cada día.”

Pigmalión y Galatea, el escultor y el marfil, el cuerpo y el alma, el presente y lo ausente (lo pasado y lo futuro).

“Entre tanto, níveo, con arte felizmente milagroso, esculpió un marfil, y una forma le dio con la que ninguna mujer nacer puede, y de su obra concibió él amor. (...) «El festivo día de Venus, de toda Chipre el más celebrado, había llegado, y recubiertos sus curvos cuernos de oro, habían caído golpeadas en su nívea cerviz las novillas y los inciensos humeaban, cuando, tras cumplir él su ofrenda, ante las aras se detuvo y tímidamente: «Si, dioses, dar todo podéis que sea la esposa mía, deseo» (...) y echándose en su diván le besó los labios: que estaba templada le pareció; le allega la boca de nuevo, con sus manos también los pechos le toca. Tocado se ablanda el marfil y depuesto su rigor en él se asientan sus dedos y cede, como la del Himeto al sol, se reblandece la cera…” (Ovidio, Metamorfosis X)

O, tal vez, podría, simplemente escribirte: “escucho el canto del ruiseñor, todos los días”.

En una carta de José Lezama Lima a Carlos M. Luis, leo estas líneas que el poeta atribuye al Oráculo de Delfos, siguiendo a Aristóteles que en su Ética a Eudemo las cita:

“Lo bello es lo más justo, la salud lo mejor, obtener lo que se ama es la más dulce prenda para el corazón”.

Un poco antes, Lezama ha escrito estas palabras enigmáticas:

“...es el momento en que se pasa del ritmo sistálico (el pathos) al hesicástico ( la sofrosine, la serenidad).”

Como se sabe, la sístole es la contracción del corazón que expulsa sangre hacia la aorta; y la diástole es el periodo en el que el corazón se relaja, se distiende después del estrechamiento.

Luego, “el ritmo sistólico” es sufrimiento, arrebato, impulso pasional hacia el otro: es una energía que nace en el corazón y sale e invade el mundo.

En contraparte, el ritmo “hesicástico” será la plenitud del mí mismo, del yo soberano, de la conciencia, mediante la búsqueda de la soledad, el silencio y la quietud. El cuerpo es la ermita del yo que resplandece. La persona en sí misma, el cuerpo arraigado, fijo, inmóvil.

Ahora, regresemos con estos bártulos a la sentencia del Oráculo de Delfos y degustemos la delicada expresión “obtener lo que se ama es la más dulce prenda para el corazón”.

El favor, la anuencia, de la amada es la más dulce posesión del corazón -centro vital, núcleo de la persona, lumbre de la vida-.

O, tal vez, podría simplemente escribir: “la felicidad del corazón”.

Adicionalmente, el poeta nos explica que el amor es la oscilación entre la pasión (furor, ira) y la serenidad (sabiduría).

Esa danza de la pasión y la prudencia es el dramático vals de las mareas, las estaciones, el nacimiento y la muerte.

Y si fuera verdad esto de Plotino: “Educarse es como esculpir nuestro yo de manera permanente” (Enéada III), podría extrapolarlo -tergiversarlo- de esta manera: “Amar es como esculpir nuestros yoes de manera permanente, cada día.”

Pigmalión y Galatea, el escultor y el marfil, el cuerpo y el alma, el presente y lo ausente (lo pasado y lo futuro).

“Entre tanto, níveo, con arte felizmente milagroso, esculpió un marfil, y una forma le dio con la que ninguna mujer nacer puede, y de su obra concibió él amor. (...) «El festivo día de Venus, de toda Chipre el más celebrado, había llegado, y recubiertos sus curvos cuernos de oro, habían caído golpeadas en su nívea cerviz las novillas y los inciensos humeaban, cuando, tras cumplir él su ofrenda, ante las aras se detuvo y tímidamente: «Si, dioses, dar todo podéis que sea la esposa mía, deseo» (...) y echándose en su diván le besó los labios: que estaba templada le pareció; le allega la boca de nuevo, con sus manos también los pechos le toca. Tocado se ablanda el marfil y depuesto su rigor en él se asientan sus dedos y cede, como la del Himeto al sol, se reblandece la cera…” (Ovidio, Metamorfosis X)

O, tal vez, podría, simplemente escribirte: “escucho el canto del ruiseñor, todos los días”.