/ domingo 1 de julio de 2018

María Luisa, “La China”, Mendoza murió el jueves

Murió una señora de 88 años en la sección de terapia intensiva del Instituto Nacional de Nutrición Salvador Zubirán, aquejada de terribles padecimientos: ceguera, dolores musculares, problemas gastrointestinales y depresión.

Murió una ciudadana mexicana de apellidos Mendoza Romero. Pero la literatura que creó con su inextinguible, imperecedero, genio de la lengua castellana continuará viva y fecunda mientras exista algún lector curioso que se atreva a mirarse en sus prodigiosas palabras frutales, edénicas, arcádicas.

Misteriosa coincidencia: su última columna periodística, dictada en el hospital a su sobrina Viviana, lleva por título el verso alejandrino “Vengan, vengan, vengan frutos, para mis padres” (tomado de un motete novohispano); y el cuento que leí el día anterior a su muerte fue “Fruta madura de ida” (es el primer cuento del libro “Ojos de papel volando”, publicado por el Gobierno del Estado de Guanajuato en 1990).

Recordemos los primeros párrafos de esa obra de arte, sensual y de perenne vida lujosa:

“Cuando llegaron las frutas acunadas en el canasto como niños a los que hubiera de dárseles un Moisés a cada uno, la tarde era oscura y recogida por la lluvia; esa penumbra hizo que el obsequio fuera más suntuoso aún, pues en las pieles suaves o bruscas, tersas o corrugadas, las gotas se desparramaban abrillantando las texturas, sacándoles espejos, fastuoso el líquido en centímetros depositados en los pozuelos, en las encajaduras, escurriendo en los tallos vírgenes, en las hojas de naranjos, en las ramas de pino, en las mejillas de las manzanas. Parecía una fuente hortelana, un paraíso terrenal inapreciable, inesperado, asombroso; costaba trabajo creer que fueran verdaderas las bolas, los cilindros, los conos, los mil trapecios grises del chirimoyo, la extensión satinada del plátano, la mandarina viajera, el rasposo húmedo mamey franciscano, los racimos de uvas vidriadas, los capulines acharolados de laca, ojos de india, los duraznos velludos, nalgonas peras, los lomos de cocodrilo de las piñas…”

En la perplejidad contemplo (quiero decir, medito) la dramática discronía que representan los hechos simultáneos: durante la mañana del sábado 30 de junio, en la ciudad de Puebla, yo leo su última columna en el Excélsior, escucho su voz alta y clara de estudiante de teatro; mientras, en el mismo tiempo, en la ciudad de México, en la sala número 7 de la funeraria Gayosso de Félix Cuevas, el mudo cadáver de María Luisa Mendoza, metido dentro de un ataúd de madera rodeado de flores, recibe los honores de las autoridades civiles y las plegarias de los que la amaron. En la perplejidad me pregunto: ¿quién murió, qué murió?

Leo la última columna de María Luisa Mendoza y descubro que durante los últimos dos años lo que en realidad hizo esta grandísima escritora fue reportar su agonía con tal valentía y precisión que solo se detuvo unas cuantas horas antes de su muerte.

Hoy recuerdo, conmovido, los escritos que dedicó a la gallardía de su padre y aquella columna en la que su madre la visitó en los sueños y las otras en las que aparece, también en el purísimo resplandor del sueño, como una niña intrépida rodeada de las risas de sus amigas de Guanajuato y de altísimos árboles frutales inagotables.

Los libros sobreviven a sus autores, son criaturas en las que pervive el espíritu del escritor, de la escritora, son seres de longevidad sobrehumana que se alimentan de la energía de los autores y de los lectores de las generaciones por venir. Son vampiros benefactores.

Querida China: cuando escribo esto faltan dos horas para las doce del día. La hora mágica en la que tú te tomabas un tequila con tus muertos. Al rato me echaré un tequilita contigo, con René, con Vinicio y con mi padre.

Murió una señora de 88 años en la sección de terapia intensiva del Instituto Nacional de Nutrición Salvador Zubirán, aquejada de terribles padecimientos: ceguera, dolores musculares, problemas gastrointestinales y depresión.

Murió una ciudadana mexicana de apellidos Mendoza Romero. Pero la literatura que creó con su inextinguible, imperecedero, genio de la lengua castellana continuará viva y fecunda mientras exista algún lector curioso que se atreva a mirarse en sus prodigiosas palabras frutales, edénicas, arcádicas.

Misteriosa coincidencia: su última columna periodística, dictada en el hospital a su sobrina Viviana, lleva por título el verso alejandrino “Vengan, vengan, vengan frutos, para mis padres” (tomado de un motete novohispano); y el cuento que leí el día anterior a su muerte fue “Fruta madura de ida” (es el primer cuento del libro “Ojos de papel volando”, publicado por el Gobierno del Estado de Guanajuato en 1990).

Recordemos los primeros párrafos de esa obra de arte, sensual y de perenne vida lujosa:

“Cuando llegaron las frutas acunadas en el canasto como niños a los que hubiera de dárseles un Moisés a cada uno, la tarde era oscura y recogida por la lluvia; esa penumbra hizo que el obsequio fuera más suntuoso aún, pues en las pieles suaves o bruscas, tersas o corrugadas, las gotas se desparramaban abrillantando las texturas, sacándoles espejos, fastuoso el líquido en centímetros depositados en los pozuelos, en las encajaduras, escurriendo en los tallos vírgenes, en las hojas de naranjos, en las ramas de pino, en las mejillas de las manzanas. Parecía una fuente hortelana, un paraíso terrenal inapreciable, inesperado, asombroso; costaba trabajo creer que fueran verdaderas las bolas, los cilindros, los conos, los mil trapecios grises del chirimoyo, la extensión satinada del plátano, la mandarina viajera, el rasposo húmedo mamey franciscano, los racimos de uvas vidriadas, los capulines acharolados de laca, ojos de india, los duraznos velludos, nalgonas peras, los lomos de cocodrilo de las piñas…”

En la perplejidad contemplo (quiero decir, medito) la dramática discronía que representan los hechos simultáneos: durante la mañana del sábado 30 de junio, en la ciudad de Puebla, yo leo su última columna en el Excélsior, escucho su voz alta y clara de estudiante de teatro; mientras, en el mismo tiempo, en la ciudad de México, en la sala número 7 de la funeraria Gayosso de Félix Cuevas, el mudo cadáver de María Luisa Mendoza, metido dentro de un ataúd de madera rodeado de flores, recibe los honores de las autoridades civiles y las plegarias de los que la amaron. En la perplejidad me pregunto: ¿quién murió, qué murió?

Leo la última columna de María Luisa Mendoza y descubro que durante los últimos dos años lo que en realidad hizo esta grandísima escritora fue reportar su agonía con tal valentía y precisión que solo se detuvo unas cuantas horas antes de su muerte.

Hoy recuerdo, conmovido, los escritos que dedicó a la gallardía de su padre y aquella columna en la que su madre la visitó en los sueños y las otras en las que aparece, también en el purísimo resplandor del sueño, como una niña intrépida rodeada de las risas de sus amigas de Guanajuato y de altísimos árboles frutales inagotables.

Los libros sobreviven a sus autores, son criaturas en las que pervive el espíritu del escritor, de la escritora, son seres de longevidad sobrehumana que se alimentan de la energía de los autores y de los lectores de las generaciones por venir. Son vampiros benefactores.

Querida China: cuando escribo esto faltan dos horas para las doce del día. La hora mágica en la que tú te tomabas un tequila con tus muertos. Al rato me echaré un tequilita contigo, con René, con Vinicio y con mi padre.