/ domingo 24 de junio de 2018

Mi hermano

Se llama Rafael y tiene la sonrisa de mi padre.

Nos separan tres años, que ahora que somos adultos ya no se notan, pero cuando éramos niños constituían una grandísima distancia. Eran muchos días de experiencias recónditas que configuraban actitudes y modos de habla.

En la Escuela Primaria Oficial Aquiles Serdán, por ejemplo, cuando yo pertenecía a la casta privilegiada de los alumnos de sexto, mi hermano cursaba el tercer año.

Fue precisamente en el 72, cuando terminé la primaria, que mi hermano y yo vivimos una de las experiencias más trascendentes de nuestras vidas: la primera comunión.

Absolutamente verdadero es lo que escribe Miguel de Unamuno: el catecismo es el primer curso de filosofía del hombre.

Éramos unos niños de 9 y 12 años cuando nos enfrentamos a los problemas ontológicos del tiempo, la eternidad y Dios; y a los éticos del bien y el mal en la vida humana.

Leímos incansablemente “El Ripalda”, llevados de la mano a través de esos ignotos laberintos doctrinales por una anciana solterona poseedora de una capacidad prodigiosa de fabulación.

Maravillosa era cuando describía la belleza de la Gloria eterna. Terrible cuando creaba las imágenes del infierno y los intensos sufrimientos de los condenados:

“Una sola chispa del infierno sería suficiente para hacer arder todos los bosques del mundo, creando un incendio colosal que acabaría con la vida de la humanidad”.

Nos decía mientras, a través de la ventana de su cocina, podíamos ver cómo la tarde cedía lentamente ante la noche oscura, cruzada de estrellas.

Si, Unamuno tiene razón, el catecismo es el primer curso de filosofía, pero, agrego yo, también es el primer seminario de cosmogonía (“Creo en Dios, padre todo poderoso, creador del cielo y de la tierra”) y el primer taller de literatura (“¿Cuál es el primer deber del hombre?: Descubrir el fin por el que fue creado”).

El caso es que cumplimos: memorizamos “El Ripalda” y al final nos examinó un hostil y autoritario dominico en el ex Convento de San Pablo de los Frailes, con el que sostuve mi primera polémica teológica:

“¿Quién es ese que está clavado en la cruz?” preguntó el fraile a la muda asamblea infantil que, temerosa, lo miraba.

“Una escultura de madera”, respondí, utilizando las enseñanzas de un profesor jacobino, Franklin Guevara, que en sexto nos explicó la Guerra de Reforma.

El cura me miró severamente, se acercó a mí; pude percibir el mal aliento que emanaba de su gran boca, y espetó:

“Es Cristo, es el hijo de Dios, es una de la personas de la Santísima trinidad. ¡Yo no sé qué pasa con ustedes, los de las escuelas públicas!”.

Di un paso atrás para evitar la fetidez de su cercanía y, temerariamente, repliqué:

“Es madera pintada…”

Fui perdonado después de un regaño de las autoridades escolares y religiosas y el domingo siguiente asistí con mi hermano Rafael a la solemne misa de nuestra primera comunión.

Íbamos lujosamente vestidos con trajes completos de casimir azul, camisas blancas y corbatas rojas.

Misales, cirios, rosarios y las almas tan puras y nuevas como nuestra ropa fragante.

Vi a mi hermano comulgar; sobre su cabeza coronada de chinos se alzaba, magnífico y poderoso, el Cristo del altar mayor.

Yo siempre supe que era Dios, pero, la verdad, el dominico nos caía muy mal a todos los niños.

Hoy, 46 años después, por alguna misteriosa razón, me asaltan los versos de esta canción: “Mi hermano es diferente a mí, | mi hermano sé que es mejor que yo, | es todo bondad, es todo dulzura, | sus ojos se nublan si me ve llorar. | Mi hermano es diferente a mí, | él quisiera seguir jugando como ayer, | con aquel caballo de cartón, | con aquel castillo de papel. | (…) Mi hermano sé que es mejor que yo”.

Se llama Rafael y tiene la sonrisa de mi padre.

Nos separan tres años, que ahora que somos adultos ya no se notan, pero cuando éramos niños constituían una grandísima distancia. Eran muchos días de experiencias recónditas que configuraban actitudes y modos de habla.

En la Escuela Primaria Oficial Aquiles Serdán, por ejemplo, cuando yo pertenecía a la casta privilegiada de los alumnos de sexto, mi hermano cursaba el tercer año.

Fue precisamente en el 72, cuando terminé la primaria, que mi hermano y yo vivimos una de las experiencias más trascendentes de nuestras vidas: la primera comunión.

Absolutamente verdadero es lo que escribe Miguel de Unamuno: el catecismo es el primer curso de filosofía del hombre.

Éramos unos niños de 9 y 12 años cuando nos enfrentamos a los problemas ontológicos del tiempo, la eternidad y Dios; y a los éticos del bien y el mal en la vida humana.

Leímos incansablemente “El Ripalda”, llevados de la mano a través de esos ignotos laberintos doctrinales por una anciana solterona poseedora de una capacidad prodigiosa de fabulación.

Maravillosa era cuando describía la belleza de la Gloria eterna. Terrible cuando creaba las imágenes del infierno y los intensos sufrimientos de los condenados:

“Una sola chispa del infierno sería suficiente para hacer arder todos los bosques del mundo, creando un incendio colosal que acabaría con la vida de la humanidad”.

Nos decía mientras, a través de la ventana de su cocina, podíamos ver cómo la tarde cedía lentamente ante la noche oscura, cruzada de estrellas.

Si, Unamuno tiene razón, el catecismo es el primer curso de filosofía, pero, agrego yo, también es el primer seminario de cosmogonía (“Creo en Dios, padre todo poderoso, creador del cielo y de la tierra”) y el primer taller de literatura (“¿Cuál es el primer deber del hombre?: Descubrir el fin por el que fue creado”).

El caso es que cumplimos: memorizamos “El Ripalda” y al final nos examinó un hostil y autoritario dominico en el ex Convento de San Pablo de los Frailes, con el que sostuve mi primera polémica teológica:

“¿Quién es ese que está clavado en la cruz?” preguntó el fraile a la muda asamblea infantil que, temerosa, lo miraba.

“Una escultura de madera”, respondí, utilizando las enseñanzas de un profesor jacobino, Franklin Guevara, que en sexto nos explicó la Guerra de Reforma.

El cura me miró severamente, se acercó a mí; pude percibir el mal aliento que emanaba de su gran boca, y espetó:

“Es Cristo, es el hijo de Dios, es una de la personas de la Santísima trinidad. ¡Yo no sé qué pasa con ustedes, los de las escuelas públicas!”.

Di un paso atrás para evitar la fetidez de su cercanía y, temerariamente, repliqué:

“Es madera pintada…”

Fui perdonado después de un regaño de las autoridades escolares y religiosas y el domingo siguiente asistí con mi hermano Rafael a la solemne misa de nuestra primera comunión.

Íbamos lujosamente vestidos con trajes completos de casimir azul, camisas blancas y corbatas rojas.

Misales, cirios, rosarios y las almas tan puras y nuevas como nuestra ropa fragante.

Vi a mi hermano comulgar; sobre su cabeza coronada de chinos se alzaba, magnífico y poderoso, el Cristo del altar mayor.

Yo siempre supe que era Dios, pero, la verdad, el dominico nos caía muy mal a todos los niños.

Hoy, 46 años después, por alguna misteriosa razón, me asaltan los versos de esta canción: “Mi hermano es diferente a mí, | mi hermano sé que es mejor que yo, | es todo bondad, es todo dulzura, | sus ojos se nublan si me ve llorar. | Mi hermano es diferente a mí, | él quisiera seguir jugando como ayer, | con aquel caballo de cartón, | con aquel castillo de papel. | (…) Mi hermano sé que es mejor que yo”.