/ domingo 17 de febrero de 2019

Óscar López, el Gallo…

Era, es, parte de mi generación.

Por esto su muerte es de alguna manera el anticipo de mi propia muerte. Esto no tendría nada particularmente significativo, de no asumir su desaparición como una conminación para considerar la vida como un misterio que pide reflexión; y nuestras acciones como liturgias de significado particular.

Óscar López, el Gallo, era un hombre sonriente y amoroso.

Lo que en un principio separó la absurda doctrina fundamentalista de la izquierda de los años setenta del siglo pasado lo reunió la alegría vital y el amor por la literatura: Óscar pertenecía a las filas (perdón por la imagen militar) del partido comunista; yo, a las del partido trotskista. Coincidíamos (dos líneas que provenientes de puntos de origen distintos que inciden en un tercer punto común) en las carnavalescas marchas políticas, novedosas procesiones dionisiacas que animaban las calles pías de la Ciudad de los Ángeles. Nuestra ardiente juventud era nuestro estigma y nuestra bandera y nuestros cuerpos los límites no finitos, abiertos al horizonte, alas poderosas de nuestras libertades.

(Por alguna recóndita razón asociativa cuando escribí ‘estigma’ pensé en la ‘estigia’ la oscura laguna que separa los mundos de los vivos y los muertos, pensé que en esta hora que escribo tu panegírico, querido Gallo, estás cruzando esas heladas aguas eternas rumbo a las ignotas tierras en las que te espera Meneses. ¿Habrá un muelle, Alejandro habrá vuelto a fumar los maravillosos cigarros Del Prado, que acá de este lado ya no hay pero allá seguramente existen?).

Luego, años después y ya curados de las fiebres políticas —en las que hoy, aunque difícil sea creerlo, sudan todavía sus creencias algunos personajes de la polis angélica y zaragozana— Óscar y yo nos encontramos en las mitológicas aulas de la Escuela de Escritores de la SOGEM. El endriago elegante, ese dandy mefistofélico llamado José María Fernández Unsaín camina dando grandes zancadas, fumando en su boquilla de nácar un gigantesco Marlboro 100, se detiene de pronto y nos encara entonando los versos de Enrique González Martínez: “Mañana los poetas cantarán en divino / el verso que no logramos entonar los de hoy. / Mañana los poetas seguirán su camino / absortos en ignota y extraña floración. / Y al oír nuestro canto, con desdén repentino / echarán a los vientos nuestra vieja ilusión”.

(Mientras miro la escena en la que dos aprendices miran absortos a un endemoniado por la poesía, pienso que generaciones van y vienen como los hombres, pienso que las generaciones de los hombres están condenados al olvido y al menosprecio de los nuevos oteadores de esa ficción llamada el futuro. Ah, la falsa dialéctica de lo viejo y lo nuevo; ah la conmovedora estafa de las innovaciones.)

Querido Gallo, incurriste en la imperdonable descortesía de morirte sin avisarme. Te perdono porque sé que hoy pago con la moneda que a otros exigiré. La hoguera de los días nos consume hasta calcinarnos y devolvernos al seno de la tierra. Hoy bajo la impávida mirada de los astros el polvo que ya somos sueña, pero esta vez eternamente.

Querido Gallo, hoy seguimos sentados en las escalera de la casa aquella, la de la fiesta en la que nos conocimos en 1977, tomado unas cubas infames de Bacardí Añejo, preguntándonos —agobiados por la estridencia del I can´t get not satisfaction, de Jagger— ¿Cuál es el ser de las cosas, cuál el de los hombres? Esa noche no podíamos saber lo que hoy sabemos: -El ser de las cosas y los hombres es la fugacidad insignificante.

Gallo querido, hoy que has desaparecido pienso que nuestra generación es un misterio, como nuestras vidas, como nuestros modos de cantar el laudes, como la omniciencia del Creador.

Era, es, parte de mi generación.

Por esto su muerte es de alguna manera el anticipo de mi propia muerte. Esto no tendría nada particularmente significativo, de no asumir su desaparición como una conminación para considerar la vida como un misterio que pide reflexión; y nuestras acciones como liturgias de significado particular.

Óscar López, el Gallo, era un hombre sonriente y amoroso.

Lo que en un principio separó la absurda doctrina fundamentalista de la izquierda de los años setenta del siglo pasado lo reunió la alegría vital y el amor por la literatura: Óscar pertenecía a las filas (perdón por la imagen militar) del partido comunista; yo, a las del partido trotskista. Coincidíamos (dos líneas que provenientes de puntos de origen distintos que inciden en un tercer punto común) en las carnavalescas marchas políticas, novedosas procesiones dionisiacas que animaban las calles pías de la Ciudad de los Ángeles. Nuestra ardiente juventud era nuestro estigma y nuestra bandera y nuestros cuerpos los límites no finitos, abiertos al horizonte, alas poderosas de nuestras libertades.

(Por alguna recóndita razón asociativa cuando escribí ‘estigma’ pensé en la ‘estigia’ la oscura laguna que separa los mundos de los vivos y los muertos, pensé que en esta hora que escribo tu panegírico, querido Gallo, estás cruzando esas heladas aguas eternas rumbo a las ignotas tierras en las que te espera Meneses. ¿Habrá un muelle, Alejandro habrá vuelto a fumar los maravillosos cigarros Del Prado, que acá de este lado ya no hay pero allá seguramente existen?).

Luego, años después y ya curados de las fiebres políticas —en las que hoy, aunque difícil sea creerlo, sudan todavía sus creencias algunos personajes de la polis angélica y zaragozana— Óscar y yo nos encontramos en las mitológicas aulas de la Escuela de Escritores de la SOGEM. El endriago elegante, ese dandy mefistofélico llamado José María Fernández Unsaín camina dando grandes zancadas, fumando en su boquilla de nácar un gigantesco Marlboro 100, se detiene de pronto y nos encara entonando los versos de Enrique González Martínez: “Mañana los poetas cantarán en divino / el verso que no logramos entonar los de hoy. / Mañana los poetas seguirán su camino / absortos en ignota y extraña floración. / Y al oír nuestro canto, con desdén repentino / echarán a los vientos nuestra vieja ilusión”.

(Mientras miro la escena en la que dos aprendices miran absortos a un endemoniado por la poesía, pienso que generaciones van y vienen como los hombres, pienso que las generaciones de los hombres están condenados al olvido y al menosprecio de los nuevos oteadores de esa ficción llamada el futuro. Ah, la falsa dialéctica de lo viejo y lo nuevo; ah la conmovedora estafa de las innovaciones.)

Querido Gallo, incurriste en la imperdonable descortesía de morirte sin avisarme. Te perdono porque sé que hoy pago con la moneda que a otros exigiré. La hoguera de los días nos consume hasta calcinarnos y devolvernos al seno de la tierra. Hoy bajo la impávida mirada de los astros el polvo que ya somos sueña, pero esta vez eternamente.

Querido Gallo, hoy seguimos sentados en las escalera de la casa aquella, la de la fiesta en la que nos conocimos en 1977, tomado unas cubas infames de Bacardí Añejo, preguntándonos —agobiados por la estridencia del I can´t get not satisfaction, de Jagger— ¿Cuál es el ser de las cosas, cuál el de los hombres? Esa noche no podíamos saber lo que hoy sabemos: -El ser de las cosas y los hombres es la fugacidad insignificante.

Gallo querido, hoy que has desaparecido pienso que nuestra generación es un misterio, como nuestras vidas, como nuestros modos de cantar el laudes, como la omniciencia del Creador.