/ domingo 5 de julio de 2020

País rebasado

Uno nunca cree que las cosas malas le pueden pasar, hasta que suceden. Y en esa larga retahíla de cosas alarmantes que se pueden sufrir en este hermosísimo país de primera, uno prefiere no tener que verse en la luctuosa necesidad de acudir a las oficinas de un Ministerio Público. Hasta que tiene que hacerlo.

Dejemos claro lo obvio: nadie va a denunciar por gusto. La mera presencia de personas en un inmueble para presentar su declaración jurada indica que algo malo pasó.

El viacrucis empieza porque uno tiene que saber a cuál de los diez palacios de justica distintos le corresponde su municipio, y dentro de esos cuál es la bendita fiscalía en la que cuadra el crimen del que usted ha sido objeto. Por ejemplo, si lo asaltaron debe ir al edificio A, pero si lo asaltaron y además hubo detenidos debe ir al edificio B (el edificio A y B, por supuesto, están a diez kilómetros de distancia, y solo se puede acceder en coche, así que si no cuenta con uno, lo siento, soluciónelo usted). Y claro, el conocimiento de eso es tan natural como entender las señales del semáforo, así que si en medio de la confusión, el estrés y el miedo que le causó el atraco, usted, honorable ciudadano, acaba en el edificio B cuando no hubo detenidos, se merece un regaño a cargo de los amables oficiales de seguridad pública.

Uno se las arregla y llega al MP que le corresponde. Con el pecho todavía exaltado, esperando que entiendan su coraje y frustración, que compartan su angustia, el señor Carlitos le informa a la señorita MP del crimen que viene a denunciar. Va a sentarse, pero la MP lo detiene: “Sí, cómo no, pero necesito dos copias de su identificación oficial y original y copia de su comprobante de domicilio”.

Dos copias y comprobante de domicilio. ¿Me habrá escuchado bien? ¿Me habré equivocado de edificio?

Cándido, el señor Carlitos le explica a la MP que se acaban de meter a su casa, se llevaron todo, ¿de dónde va a sacar su credencial, y luego las copias, y luego el comprobante de domicilio? Pero la MP es aguerrida: “Qué pena, joven, pero necesito dos copias y un original para tomarle su declaración. Híjole, y ya es tarde, y está peligroso, pero vaya a ver si la farmacia Guadalajara está abierta para que le saquen las copias, aquí lo espero”. La MP, una abogada de no más de treinta años, toma su celular para seguir mandando una nota de voz por guats.

Veinte minutos después, ya al filo de la noche, el señor Carlitos está de vuelta con algo parecido a lo que le solicitaron. Pero la MP no está. El poli de la entrada le explica: “No ha de tardar, mi joven, mire, aquí espérela tantito”. Una hora después, parece que todavía falta tantito para que llegue la MP. Y está de suerte: “No, mi joven, orita porque ya hay guardia toda la noche, pero antes a las diez se cerraba todo”. Carlitos, aún haciendo gala de ingenuidad, pregunta: ¿Y los crímenes que ocurrían en la noche? “Pus hasta el otro día, mi joven, o luego la gente ya ni denuncia”.

Una hora y veinte minutos después de que el señor Carlitos llegó con sus copias de identificación oficial aparece la MP: “Ah, ¿ya regresó? Véngase, le tomo su declaración”.

La MP tiene ganas de hablar. Son las nueve de la noche y ella lleva en ese turno desde las nueve de la mañana. Le quedan otras doce horas en el puesto antes de poder ir a descansar. No tiene horario de comida. Ni relevos. Ni apoyo. Hace calor, pero el aire acondicionado no sirve. Ella tuvo que llevar su ventilador.

Un turno de veinticuatro horas. Se espera que durante veinticuatro horas no se levante de esa silla, reciba a las víctimas, resuelva sus dudas y dé forma a su declaración (usualmente una masa desparpajada por el vértigo que acompaña al crimen) con eficacia, porque los errores en cualquier parte del proceso pueden entorpecer la resolución del crimen. Veinticuatro horas. ¿Qué humano puede trabajar veinticuatro horas seguidas?

En las pausas que hace para corregir dedazos en mi declaración, la MP suelta otros detalles. No tiene forma de exigir que sus condiciones laborales mejoren. No pertenece al sindicato de los trabajadores. Eso, me dice, es solo para unos miembros selectos de la fiscalía. Pertenecer al sindicato es un privilegio. Su contrato le impide renunciar durante los dos primeros años y está sujeta -en cualquier momento- a cambios de residencia. Los jefes de las fiscalías no cambian nunca, están enquistados. Las malas prácticas se eternizan, es el pequeño gran poder de los funcionarios de medio rango. “Y uno está aquí por necesidad”, me dice antes de imprimir mi declaración.

La MP me explica que están rebasados. No hay suficiente personal para dar seguimiento a todos los cosos, y para colmo, sus dos colegas con el mismo puesto se enfermaron de covid, presuntamente mientras trabajaban. Ahora solo está ella. No es la única área rebasada. El policía me ha dicho antes que cuando se sale a patrullar, especialmente en las zonas más inseguras de la ciudad, uno está a su suerte. El apoyo no llega y unos cuantos policías tienen que enfrentarse a grupos de delincuentes que en ocasiones son apoyados por locatarios. Los turnos, igual que arriba con las abogadas, duran un día completo. “A título personal”, dice la MP, “las cosas van muy mal. Y si yo lo veo así desde adentro, imagínese desde afuera”.

Después de la declaración hay que ir con los peritos. La calma con la que preparan sus maletas de reactivos contrasta con mi prisa. A momentos tengo la sensación de no estar entendiendo. Justo antes de salir, la criminalista se pone una gorra rapera con un logo enorme de Adidas: “Nosotros lo seguimos, joven”.

En el camino pienso en las vidas de esos dos peritos. En las escenas de navajazos, decapitaciones, balaceras y descuartizados que habrán visto. Cotidianeidad igual a violencia. Pienso que está bien que lo puedan ver de forma fría, que tomen distancia. Pero duele.

Los peritos se mueven rápido, es un trabajo de rutina: tomar fotos, recorrer la escena del crimen, identificar superficies aptas para la toma de huellas, poner los reactivos, extraer el embalaje e irse. La naturalidad con la que formulan las preguntas me desconcierta, no me acostumbro. ¿Estamos hablando del mismo hecho? Donde ellos ven objetos tirados yo veo mi infancia, esos cajones saqueados que ellos registran en sus fotos contenían los recuerdos más preciados de mi madre…

Antes de que se vayan aceptan agua y un poco de pan de naranja. Repiten lo mismo que todos sus colegas con los que he hablado: no hay suficientes personas, es imposible atender todos los casos. También trabajan en turnos de veinticuatro horas, y al terminar a veces tienen que seguir un poco más, porque no alcanza el tiempo para terminar las tareas. “Yo soy apartidista”, dice la perito, “pero las cosas han empeorado con este gobierno, y se van a poner todavía peor”.

Cuando los agentes se van ya es de madrugada. Entré al MP enojado, salí triste. Mi caso no se resolverá. Y es entendible: entre tanto fiambre, con un aparato de seguridad rebasado e impunidad cuasi absoluta (99.3% según el Índice global de impunidad 2018), un atraco sin muertos es la última prioridad…


Uno nunca cree que las cosas malas le pueden pasar, hasta que suceden. Y en esa larga retahíla de cosas alarmantes que se pueden sufrir en este hermosísimo país de primera, uno prefiere no tener que verse en la luctuosa necesidad de acudir a las oficinas de un Ministerio Público. Hasta que tiene que hacerlo.

Dejemos claro lo obvio: nadie va a denunciar por gusto. La mera presencia de personas en un inmueble para presentar su declaración jurada indica que algo malo pasó.

El viacrucis empieza porque uno tiene que saber a cuál de los diez palacios de justica distintos le corresponde su municipio, y dentro de esos cuál es la bendita fiscalía en la que cuadra el crimen del que usted ha sido objeto. Por ejemplo, si lo asaltaron debe ir al edificio A, pero si lo asaltaron y además hubo detenidos debe ir al edificio B (el edificio A y B, por supuesto, están a diez kilómetros de distancia, y solo se puede acceder en coche, así que si no cuenta con uno, lo siento, soluciónelo usted). Y claro, el conocimiento de eso es tan natural como entender las señales del semáforo, así que si en medio de la confusión, el estrés y el miedo que le causó el atraco, usted, honorable ciudadano, acaba en el edificio B cuando no hubo detenidos, se merece un regaño a cargo de los amables oficiales de seguridad pública.

Uno se las arregla y llega al MP que le corresponde. Con el pecho todavía exaltado, esperando que entiendan su coraje y frustración, que compartan su angustia, el señor Carlitos le informa a la señorita MP del crimen que viene a denunciar. Va a sentarse, pero la MP lo detiene: “Sí, cómo no, pero necesito dos copias de su identificación oficial y original y copia de su comprobante de domicilio”.

Dos copias y comprobante de domicilio. ¿Me habrá escuchado bien? ¿Me habré equivocado de edificio?

Cándido, el señor Carlitos le explica a la MP que se acaban de meter a su casa, se llevaron todo, ¿de dónde va a sacar su credencial, y luego las copias, y luego el comprobante de domicilio? Pero la MP es aguerrida: “Qué pena, joven, pero necesito dos copias y un original para tomarle su declaración. Híjole, y ya es tarde, y está peligroso, pero vaya a ver si la farmacia Guadalajara está abierta para que le saquen las copias, aquí lo espero”. La MP, una abogada de no más de treinta años, toma su celular para seguir mandando una nota de voz por guats.

Veinte minutos después, ya al filo de la noche, el señor Carlitos está de vuelta con algo parecido a lo que le solicitaron. Pero la MP no está. El poli de la entrada le explica: “No ha de tardar, mi joven, mire, aquí espérela tantito”. Una hora después, parece que todavía falta tantito para que llegue la MP. Y está de suerte: “No, mi joven, orita porque ya hay guardia toda la noche, pero antes a las diez se cerraba todo”. Carlitos, aún haciendo gala de ingenuidad, pregunta: ¿Y los crímenes que ocurrían en la noche? “Pus hasta el otro día, mi joven, o luego la gente ya ni denuncia”.

Una hora y veinte minutos después de que el señor Carlitos llegó con sus copias de identificación oficial aparece la MP: “Ah, ¿ya regresó? Véngase, le tomo su declaración”.

La MP tiene ganas de hablar. Son las nueve de la noche y ella lleva en ese turno desde las nueve de la mañana. Le quedan otras doce horas en el puesto antes de poder ir a descansar. No tiene horario de comida. Ni relevos. Ni apoyo. Hace calor, pero el aire acondicionado no sirve. Ella tuvo que llevar su ventilador.

Un turno de veinticuatro horas. Se espera que durante veinticuatro horas no se levante de esa silla, reciba a las víctimas, resuelva sus dudas y dé forma a su declaración (usualmente una masa desparpajada por el vértigo que acompaña al crimen) con eficacia, porque los errores en cualquier parte del proceso pueden entorpecer la resolución del crimen. Veinticuatro horas. ¿Qué humano puede trabajar veinticuatro horas seguidas?

En las pausas que hace para corregir dedazos en mi declaración, la MP suelta otros detalles. No tiene forma de exigir que sus condiciones laborales mejoren. No pertenece al sindicato de los trabajadores. Eso, me dice, es solo para unos miembros selectos de la fiscalía. Pertenecer al sindicato es un privilegio. Su contrato le impide renunciar durante los dos primeros años y está sujeta -en cualquier momento- a cambios de residencia. Los jefes de las fiscalías no cambian nunca, están enquistados. Las malas prácticas se eternizan, es el pequeño gran poder de los funcionarios de medio rango. “Y uno está aquí por necesidad”, me dice antes de imprimir mi declaración.

La MP me explica que están rebasados. No hay suficiente personal para dar seguimiento a todos los cosos, y para colmo, sus dos colegas con el mismo puesto se enfermaron de covid, presuntamente mientras trabajaban. Ahora solo está ella. No es la única área rebasada. El policía me ha dicho antes que cuando se sale a patrullar, especialmente en las zonas más inseguras de la ciudad, uno está a su suerte. El apoyo no llega y unos cuantos policías tienen que enfrentarse a grupos de delincuentes que en ocasiones son apoyados por locatarios. Los turnos, igual que arriba con las abogadas, duran un día completo. “A título personal”, dice la MP, “las cosas van muy mal. Y si yo lo veo así desde adentro, imagínese desde afuera”.

Después de la declaración hay que ir con los peritos. La calma con la que preparan sus maletas de reactivos contrasta con mi prisa. A momentos tengo la sensación de no estar entendiendo. Justo antes de salir, la criminalista se pone una gorra rapera con un logo enorme de Adidas: “Nosotros lo seguimos, joven”.

En el camino pienso en las vidas de esos dos peritos. En las escenas de navajazos, decapitaciones, balaceras y descuartizados que habrán visto. Cotidianeidad igual a violencia. Pienso que está bien que lo puedan ver de forma fría, que tomen distancia. Pero duele.

Los peritos se mueven rápido, es un trabajo de rutina: tomar fotos, recorrer la escena del crimen, identificar superficies aptas para la toma de huellas, poner los reactivos, extraer el embalaje e irse. La naturalidad con la que formulan las preguntas me desconcierta, no me acostumbro. ¿Estamos hablando del mismo hecho? Donde ellos ven objetos tirados yo veo mi infancia, esos cajones saqueados que ellos registran en sus fotos contenían los recuerdos más preciados de mi madre…

Antes de que se vayan aceptan agua y un poco de pan de naranja. Repiten lo mismo que todos sus colegas con los que he hablado: no hay suficientes personas, es imposible atender todos los casos. También trabajan en turnos de veinticuatro horas, y al terminar a veces tienen que seguir un poco más, porque no alcanza el tiempo para terminar las tareas. “Yo soy apartidista”, dice la perito, “pero las cosas han empeorado con este gobierno, y se van a poner todavía peor”.

Cuando los agentes se van ya es de madrugada. Entré al MP enojado, salí triste. Mi caso no se resolverá. Y es entendible: entre tanto fiambre, con un aparato de seguridad rebasado e impunidad cuasi absoluta (99.3% según el Índice global de impunidad 2018), un atraco sin muertos es la última prioridad…


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