/ domingo 20 de mayo de 2018

“Personas normales y, aparentemente, anodinas”

Escribe Roberto Alifano: “Graham Greene fue, sin duda, un escritor afortunado que consiguió tanto los elogios de la crítica como del público. Aunque estaba en contra de que lo llamaran un ‘novelista católico’, podemos decir que su fe (o su resignación) están siempre presentes en su obra y dan cierta forma a la mayoría de sus novelas, tanto en el contenido como en las preocupaciones. ‘De ninguna manera me considero un escritor católico —me confesó—. Jamás me he definido como un escritor católico. Le respondería que soy, en todo caso, un escritor que es católico. Es más, voy frecuentemente a misa, pero no todos los domingos’”.

Leo y me interrogo sobre la santidad. Un hombre que ha decidido alejarse del mundo y dedicarse al estudio, la meditación y el perfeccionamiento moral de su propia vida vive la que podríamos llamar una jornada discreta o normal, aparentemente anodina, que no es noticia en los medios de comunicación y, sin embargo, se convierte en recipiente del vino de la eternidad, en muro que percibe y amplifica la llamada universal a la santidad.

Al concebir la santidad como una variedad de la vida heroica nos enfrentamos a un falso problema, de orden poético, susceptible de formularse con estas dos oraciones: ¿Los hombres anodinos pueden ser héroes?, y ¿los hombres anodinos pueden ser santos?

Sin ánimo de responder, el redactor apremia a los lectores a contestar para sí. Y formula, además, una nueva cuestión: ¿La mediocridad (tan bien ponderada en la edad clásica [aurea mediocritas] y posteriormente tan denostada en la América hispánica, en el ámbito popular de la mercadotecnia y el periodismo, y en el público ilustrado a partir del ensayo de José Ingenieros titulado “El hombre mediocre”) es la pobreza de espíritu de las Bienaventuranzas?

Recordemos que el evangelista Mateo (5:3) escribió: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. Y no olvidemos que Cristo fue un pobre entre los pobres. Si otro hubiera sido su estamento social -Patricio, Rey, César- estaríamos frente a un caso de teología de la prosperidad más propio del paganismo y de la mercadotecnia que del Evangelio.

Ensayemos entonces una teología de la pobreza -cerca de la apología de la santidad y del anarquismo evangélico de Tolstoi que rechaza el poder y la riqueza- que nos proporcione la respuesta a la pregunta: ¿mediocridad es pobreza de espíritu?

Esta divagación, lector dilecto, está muy lejos de la teología de la liberación, contaminada por el materialismo histórico militante. Esta divagación va en búsqueda de una metodología que permita leer la vida del hombre como escenario de la Providencia. Escrito con otras palabras: en búsqueda de un método que permita la exaltación de los dones humanos en una época impía; tiempos de penuria, los llamó un poeta.

Greene es el escritor que es católico. Alifano es el escritor que lee a Greene, el que pergeña la frase que le he robado para titular estas notas. Entonces, ¿el cristianismo es la religión de las personas normales y aparentemente anodinas? ¿Qué significaba para los clásicos el concepto “aurea mediocritas”?

Significaba moderación, prudencia; alejamiento de la hybris; valoración de los extremos de la conducta y el pensamiento humanos; simetría de las pasiones y las acciones; justicia y virtud.

La palabra “mediocridad” fue contaminada por la ignorancia léxica de la ideología capitalista. El concepto “mediocridad” fue degradado y transformado en un instrumento de medición de la calidad de la mercancía, con metástasis en lo humano: insuficiente, incompleto, imperfecto, insignificante y anodino.

Finalmente, después de “pulir y dar esplendor” a la palabra “mediocridad”, hemos llegado al momento en que sería posible construir con ella esta definición, refulgente y laudatoria:

Cristiano es el que posee la capacidad -áurea- de juicio que le permite ubicar el punto en la mitad de la escala del espectro moral.

O, simplemente, es el que pertenece a un grupo de “personas normales y, aparentemente, anodinas”.

Escribe Roberto Alifano: “Graham Greene fue, sin duda, un escritor afortunado que consiguió tanto los elogios de la crítica como del público. Aunque estaba en contra de que lo llamaran un ‘novelista católico’, podemos decir que su fe (o su resignación) están siempre presentes en su obra y dan cierta forma a la mayoría de sus novelas, tanto en el contenido como en las preocupaciones. ‘De ninguna manera me considero un escritor católico —me confesó—. Jamás me he definido como un escritor católico. Le respondería que soy, en todo caso, un escritor que es católico. Es más, voy frecuentemente a misa, pero no todos los domingos’”.

Leo y me interrogo sobre la santidad. Un hombre que ha decidido alejarse del mundo y dedicarse al estudio, la meditación y el perfeccionamiento moral de su propia vida vive la que podríamos llamar una jornada discreta o normal, aparentemente anodina, que no es noticia en los medios de comunicación y, sin embargo, se convierte en recipiente del vino de la eternidad, en muro que percibe y amplifica la llamada universal a la santidad.

Al concebir la santidad como una variedad de la vida heroica nos enfrentamos a un falso problema, de orden poético, susceptible de formularse con estas dos oraciones: ¿Los hombres anodinos pueden ser héroes?, y ¿los hombres anodinos pueden ser santos?

Sin ánimo de responder, el redactor apremia a los lectores a contestar para sí. Y formula, además, una nueva cuestión: ¿La mediocridad (tan bien ponderada en la edad clásica [aurea mediocritas] y posteriormente tan denostada en la América hispánica, en el ámbito popular de la mercadotecnia y el periodismo, y en el público ilustrado a partir del ensayo de José Ingenieros titulado “El hombre mediocre”) es la pobreza de espíritu de las Bienaventuranzas?

Recordemos que el evangelista Mateo (5:3) escribió: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. Y no olvidemos que Cristo fue un pobre entre los pobres. Si otro hubiera sido su estamento social -Patricio, Rey, César- estaríamos frente a un caso de teología de la prosperidad más propio del paganismo y de la mercadotecnia que del Evangelio.

Ensayemos entonces una teología de la pobreza -cerca de la apología de la santidad y del anarquismo evangélico de Tolstoi que rechaza el poder y la riqueza- que nos proporcione la respuesta a la pregunta: ¿mediocridad es pobreza de espíritu?

Esta divagación, lector dilecto, está muy lejos de la teología de la liberación, contaminada por el materialismo histórico militante. Esta divagación va en búsqueda de una metodología que permita leer la vida del hombre como escenario de la Providencia. Escrito con otras palabras: en búsqueda de un método que permita la exaltación de los dones humanos en una época impía; tiempos de penuria, los llamó un poeta.

Greene es el escritor que es católico. Alifano es el escritor que lee a Greene, el que pergeña la frase que le he robado para titular estas notas. Entonces, ¿el cristianismo es la religión de las personas normales y aparentemente anodinas? ¿Qué significaba para los clásicos el concepto “aurea mediocritas”?

Significaba moderación, prudencia; alejamiento de la hybris; valoración de los extremos de la conducta y el pensamiento humanos; simetría de las pasiones y las acciones; justicia y virtud.

La palabra “mediocridad” fue contaminada por la ignorancia léxica de la ideología capitalista. El concepto “mediocridad” fue degradado y transformado en un instrumento de medición de la calidad de la mercancía, con metástasis en lo humano: insuficiente, incompleto, imperfecto, insignificante y anodino.

Finalmente, después de “pulir y dar esplendor” a la palabra “mediocridad”, hemos llegado al momento en que sería posible construir con ella esta definición, refulgente y laudatoria:

Cristiano es el que posee la capacidad -áurea- de juicio que le permite ubicar el punto en la mitad de la escala del espectro moral.

O, simplemente, es el que pertenece a un grupo de “personas normales y, aparentemente, anodinas”.