/ domingo 27 de mayo de 2018

Poesía y memoria

La poesía está hecha de palabras. No de ideas, no de teorías; la poesía es palabra. Eso equivale a decir que la poesía es Hombre: de la palabra hemos brotado y por ella vamos. El hombre siempre muere antes de que su corazón deje de latir, porque el signo vital lo hemos buscado en el sitio incorrecto: un hombre está muerto cuando ha callado, cuando su silencio se vuelve eterno. La poesía celebra la vida y da vida. Recordemos las líneas de Calderón de la Barca, que son un poema de principio a fin:

¿Qué es la vida? Un frenesí

¿Qué es la vida? Una ilusión

Una sombra, una ficción

Y el mayor bien es pequeño

Que toda la vida es sueño

Y los sueños, sueños son[1].

Si la vida es un sueño, nos enseña el poeta, ¡qué importa! Hay que vivirla, entrar al sueño, hacerla nuestra y andar con las ficciones y las nimiedades de la existencia.

La poesía también puede quitar la vida. Tan pronto como uno se adentra en ella, vislumbra que se puede convertir en pasaje al inframundo, en ventana al mundo de los muertos, espejo de lo más repugnante de la humanidad. Pero que sea un pasaje al mundo sin luz no debe confundirse con que nos ate a ese mundo. Los extraordinarios versos de Blake tampoco nos atan al jardín del amor con sus flores, que alguna vez habitamos; no. La poesía es agua que se seca tan pronto llega el viento. Es una ventana, un momento, un instante, que revive el deseo perenne de la vuelta al paraíso o la consciencia dormida de una sociedad plagada de groguis. La hora del lubricán se erige entonces en la poesía como memoria, como forma incisiva de ayudar a construir la historia para mejorar. Una memoria consciente, responsable, que lidia con sus demonios y se critica a sí misma: memoria del recuerdo.

Es esa memoria la que se intenta construir en las artes siempre que acaecen las desgracias. Muchos de los mejores novelistas, poetas, pintores, escultores, bailarines y músicos están creciendo hoy en Siria e Irak, entre los militares leales al dictador en Damasco y los edificios pulverizados de Mosul. Sin embargo, las desgracias no tienen que ser tan grandes para permear la cultura (la supracultura, quiero decir). Necesitamos una memoria incluso de las perdidas batallas menores, porque la memoria es siempre la memoria del Hombre, una que no conoce distinciones de cantidad pues, como diría Agustín de Hipona, el tiempo y el espacio se miden en sentimientos[2].

En México, los problemas de seguridad pública que afligen a la sociedad de forma marcada desde el 2006 se han vuelto el pilar de esa memoria que se quiere, que se necesita construir desde las artes. Una memoria del sentimiento, memoria humana, muy lejos de las estadísticas; que dé cuenta de qué huellas ha dejado tras de sí la muerte, la destrucción, el silencio eterno.

Una de esas ya grandes memorias es Al quinto sol[3], un poema extenso de Francisco Segovia, que sobre nuestras geografías físicas y humanas reconstruye el camino de horror que han sido varios pasajes de la historia mexicana de los últimos años. Si la historia es una narración, no exenta de los caprichos de los autores, habremos de abordarla como hilos entretejidos que hablan de todas esas líneas de fuga que sucedieron y no vimos. Más aún, deberemos pensarla como todo lo que también pudo ser y no fue: memoria poética.

[1]La vida es sueño, Pedro Calderón de la Barca, Ediciones Cátedra, España, 2008.

[2]Las confesiones, Agustín de Hipona, Alianza editorial, México, 2012.

[3]Al quinto sol, Francisco Segovia, La diéresis editorial, México, 2015.

La poesía está hecha de palabras. No de ideas, no de teorías; la poesía es palabra. Eso equivale a decir que la poesía es Hombre: de la palabra hemos brotado y por ella vamos. El hombre siempre muere antes de que su corazón deje de latir, porque el signo vital lo hemos buscado en el sitio incorrecto: un hombre está muerto cuando ha callado, cuando su silencio se vuelve eterno. La poesía celebra la vida y da vida. Recordemos las líneas de Calderón de la Barca, que son un poema de principio a fin:

¿Qué es la vida? Un frenesí

¿Qué es la vida? Una ilusión

Una sombra, una ficción

Y el mayor bien es pequeño

Que toda la vida es sueño

Y los sueños, sueños son[1].

Si la vida es un sueño, nos enseña el poeta, ¡qué importa! Hay que vivirla, entrar al sueño, hacerla nuestra y andar con las ficciones y las nimiedades de la existencia.

La poesía también puede quitar la vida. Tan pronto como uno se adentra en ella, vislumbra que se puede convertir en pasaje al inframundo, en ventana al mundo de los muertos, espejo de lo más repugnante de la humanidad. Pero que sea un pasaje al mundo sin luz no debe confundirse con que nos ate a ese mundo. Los extraordinarios versos de Blake tampoco nos atan al jardín del amor con sus flores, que alguna vez habitamos; no. La poesía es agua que se seca tan pronto llega el viento. Es una ventana, un momento, un instante, que revive el deseo perenne de la vuelta al paraíso o la consciencia dormida de una sociedad plagada de groguis. La hora del lubricán se erige entonces en la poesía como memoria, como forma incisiva de ayudar a construir la historia para mejorar. Una memoria consciente, responsable, que lidia con sus demonios y se critica a sí misma: memoria del recuerdo.

Es esa memoria la que se intenta construir en las artes siempre que acaecen las desgracias. Muchos de los mejores novelistas, poetas, pintores, escultores, bailarines y músicos están creciendo hoy en Siria e Irak, entre los militares leales al dictador en Damasco y los edificios pulverizados de Mosul. Sin embargo, las desgracias no tienen que ser tan grandes para permear la cultura (la supracultura, quiero decir). Necesitamos una memoria incluso de las perdidas batallas menores, porque la memoria es siempre la memoria del Hombre, una que no conoce distinciones de cantidad pues, como diría Agustín de Hipona, el tiempo y el espacio se miden en sentimientos[2].

En México, los problemas de seguridad pública que afligen a la sociedad de forma marcada desde el 2006 se han vuelto el pilar de esa memoria que se quiere, que se necesita construir desde las artes. Una memoria del sentimiento, memoria humana, muy lejos de las estadísticas; que dé cuenta de qué huellas ha dejado tras de sí la muerte, la destrucción, el silencio eterno.

Una de esas ya grandes memorias es Al quinto sol[3], un poema extenso de Francisco Segovia, que sobre nuestras geografías físicas y humanas reconstruye el camino de horror que han sido varios pasajes de la historia mexicana de los últimos años. Si la historia es una narración, no exenta de los caprichos de los autores, habremos de abordarla como hilos entretejidos que hablan de todas esas líneas de fuga que sucedieron y no vimos. Más aún, deberemos pensarla como todo lo que también pudo ser y no fue: memoria poética.

[1]La vida es sueño, Pedro Calderón de la Barca, Ediciones Cátedra, España, 2008.

[2]Las confesiones, Agustín de Hipona, Alianza editorial, México, 2012.

[3]Al quinto sol, Francisco Segovia, La diéresis editorial, México, 2015.

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