/ domingo 15 de septiembre de 2019

Raúl Dorra

(Lo que leerá a continuación son fragmentos de un libro de Raúl Dorra, del gran escritor que murió el pasado viernes 13 de septiembre. Le rindo homenaje transcribiendo sus propias palabras.)

*

Capítulo 9

EL CUERPO AMADO

María Magdalena y la fe en la resurrección.

Porque se han llevado a mi Señor

Y no sé dónde lo han puesto.

Jn. 20,13


Difícil resulta sustraernos a la idea de que, entre la indiscernible serie de acontecimientos que han dado forma a una historia, hay momentos privilegiados cuya aparición resulta decisiva para la serie entera. Difícil y quizá infructuoso. Por alguna profunda razón que no conocemos, el pensamiento necesita señalar, en la continuidad histórica, momentos que puedan describirse como puntos de ruptura donde un proceso nace o muere o profundamente se transforma. Si yo tuviera que decir cuál fue el episodio decisivo para la fundación de lo que años después comenzaría a conocerse como la religión cristiana no vacilaría en señalar aquel domingo, en que una mujer abrumada por la angustia, que había llegado al monte de la Calavera con ungüentos y especias aromáticas buscando el cuerpo de Jesús entre la penumbra del amanecer, fue alcanzada por la visión que le hizo doblar las rodillas y gritar con una voz que ella misma no se había oído hasta entonces: Rabboní. Ese remoto momento, ese grito, en todo caso, salido de la profundidad de una mujer, que debemos imaginar más bien silenciosa, inició la fe en la resurrección del nazareno, fe que sobre la derrota construiría un destino cuyas dimensiones y cuyo futuro sus propios hacedores no estaban en posibilidad de imaginar.

Por más que los evangelistas hayan procurado convencernos de que esta muerte había sido repetidamente anunciada por el propio Jesús como una necesidad para su obra, acordada incluso con precisión ante sus discípulos, no podemos pensar sino que tales anuncios en realidad debieron de haber sido muy escasos, o demasiado velados, pues el traumático desconcierto que se apoderó de estos y sobre todo el temor que los llevó a dispersarse y a ocultarse en el momento mismo de su prendimiento nos indica que de ningún modo se hallaban preparados para una circunstancia semejante. Cuando Jesús murió no estaba cerca ni siquiera Pedro.

A diferencia de aquellos varones, y en cierto modo supliendo, pero en cierto modo también haciendo más notoria su ausencia, fueron las mujeres —las oscuras, inextinguibles mujeres que tanto lo acompañaron y sirvieron— las que mostraron en esa última hora que su fidelidad a Jesús era capaz de soportar todas las pruebas. Ni el dolor ni el temor las detuvo, y de ello dan testimonio los cuatro evangelios.

No hay duda, pues, que la más antigua y la más constante tradición aseguraba que María Magdalena estuvo allí, como no hay duda tampoco de que fue ella —su amor al que se mantuvo fiel hasta en la muerte— la que encontró en el fondo mismo de su desesperación y porque el fondo de su desesperación era infinito, el recurso que serviría para construir en lo inmediato una fe y luego una teología: la visión del Resucitado.

Que el desconsuelo de María Magdalena fue exitoso es muy poco decir; o más bien: es decir torpemente. La lectura de este pasaje nos insinúa que, por la desesperación, y sin que ella misma lo notara, la realidad fue cediendo ante ella poco a poco.

“Mientras lloraba —dice el evangelista— se inclinó para mirar dentro del sepulcro y vio dos ángeles con vestiduras blancas.”

Mirar “dentro del sepulcro” tal vez quiera decir aquí: “mirar dentro de sí, en su propio desconsuelo.” (234-244)

*

[“Profeta sin honra: Memoria y olvido en las narraciones evangélicas”, siglo veintiuno editores y BUAP, 30 de octubre de 1994.]

(Lo que leerá a continuación son fragmentos de un libro de Raúl Dorra, del gran escritor que murió el pasado viernes 13 de septiembre. Le rindo homenaje transcribiendo sus propias palabras.)

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Capítulo 9

EL CUERPO AMADO

María Magdalena y la fe en la resurrección.

Porque se han llevado a mi Señor

Y no sé dónde lo han puesto.

Jn. 20,13


Difícil resulta sustraernos a la idea de que, entre la indiscernible serie de acontecimientos que han dado forma a una historia, hay momentos privilegiados cuya aparición resulta decisiva para la serie entera. Difícil y quizá infructuoso. Por alguna profunda razón que no conocemos, el pensamiento necesita señalar, en la continuidad histórica, momentos que puedan describirse como puntos de ruptura donde un proceso nace o muere o profundamente se transforma. Si yo tuviera que decir cuál fue el episodio decisivo para la fundación de lo que años después comenzaría a conocerse como la religión cristiana no vacilaría en señalar aquel domingo, en que una mujer abrumada por la angustia, que había llegado al monte de la Calavera con ungüentos y especias aromáticas buscando el cuerpo de Jesús entre la penumbra del amanecer, fue alcanzada por la visión que le hizo doblar las rodillas y gritar con una voz que ella misma no se había oído hasta entonces: Rabboní. Ese remoto momento, ese grito, en todo caso, salido de la profundidad de una mujer, que debemos imaginar más bien silenciosa, inició la fe en la resurrección del nazareno, fe que sobre la derrota construiría un destino cuyas dimensiones y cuyo futuro sus propios hacedores no estaban en posibilidad de imaginar.

Por más que los evangelistas hayan procurado convencernos de que esta muerte había sido repetidamente anunciada por el propio Jesús como una necesidad para su obra, acordada incluso con precisión ante sus discípulos, no podemos pensar sino que tales anuncios en realidad debieron de haber sido muy escasos, o demasiado velados, pues el traumático desconcierto que se apoderó de estos y sobre todo el temor que los llevó a dispersarse y a ocultarse en el momento mismo de su prendimiento nos indica que de ningún modo se hallaban preparados para una circunstancia semejante. Cuando Jesús murió no estaba cerca ni siquiera Pedro.

A diferencia de aquellos varones, y en cierto modo supliendo, pero en cierto modo también haciendo más notoria su ausencia, fueron las mujeres —las oscuras, inextinguibles mujeres que tanto lo acompañaron y sirvieron— las que mostraron en esa última hora que su fidelidad a Jesús era capaz de soportar todas las pruebas. Ni el dolor ni el temor las detuvo, y de ello dan testimonio los cuatro evangelios.

No hay duda, pues, que la más antigua y la más constante tradición aseguraba que María Magdalena estuvo allí, como no hay duda tampoco de que fue ella —su amor al que se mantuvo fiel hasta en la muerte— la que encontró en el fondo mismo de su desesperación y porque el fondo de su desesperación era infinito, el recurso que serviría para construir en lo inmediato una fe y luego una teología: la visión del Resucitado.

Que el desconsuelo de María Magdalena fue exitoso es muy poco decir; o más bien: es decir torpemente. La lectura de este pasaje nos insinúa que, por la desesperación, y sin que ella misma lo notara, la realidad fue cediendo ante ella poco a poco.

“Mientras lloraba —dice el evangelista— se inclinó para mirar dentro del sepulcro y vio dos ángeles con vestiduras blancas.”

Mirar “dentro del sepulcro” tal vez quiera decir aquí: “mirar dentro de sí, en su propio desconsuelo.” (234-244)

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[“Profeta sin honra: Memoria y olvido en las narraciones evangélicas”, siglo veintiuno editores y BUAP, 30 de octubre de 1994.]