/ domingo 14 de octubre de 2018

René Avilés Fabila

Murió como una estrella del rock. En uso pleno de sus facultades físicas e intelectuales; irreverente; políticamente incorrecto; creativo -con dos proyectos de novela en el escritorio- y esperando el veredicto de los mandarines que conceden el Premio Nacional de Literatura.

Recientemente había obtenido la Medalla de Oro Bellas Artes. Sus últimos días fueron de gran actividad: impartía clases y dirigía tesis en la UAM; publicaba artículos de opinión en dos diarios nacionales; dirigía la revista El Búho; coordinaba la Colección RAF, patrocinada por la BUAP, dedicada a publicar las primicias literarias -ensayo, narrativa y poesía- de jóvenes escritores mexicanos; acopiaba tesoros para el acervo del Museo del Escritor y buscaba –incansable- el apoyo de las instituciones culturales para la difusión de las piezas que durante décadas coleccionó pacientemente: libros autografiados, estilográficas, máquinas de escribir, manuscritos, cartas, dictámenes editoriales, etcétera.

Era un gran memorialista que hacía del recuerdo un fascinante género literario; protagonista él mismo de la historia reciente de la literatura mexicana, de una manera u otra tenía asuntos con todos los escritores de su generación y con gran parte de los miembros de otras dos: la de sus hipotéticos, artificiosos, falsos hijos, y la de sus “nietecitos”, como él sarcásticamente los llamaba.

Hijo de profesores de escuelas públicas, testigo presencial y casi víctima de la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco, estudiante de posgrado en París, satírico del poder presidencial (El gran solitario en Palacio) y crítico radical del mundillo cultural (Los Juegos).

Fue un Dandy; era proverbial su elegancia, su buen gusto y su terrible talento para el epíteto mortal. Pero también fue militante -y proscrito, por “desviaciones pequeñoburguesas”- del Partido Comunista Mexicano. Sobre esta etapa de su vida publicó el libro “Memorias de un comunista”. Leamos:

Fui militante del Partido Comunista unos veinte años. Cuando decidió suicidarse abrumado por el derrumbe del bloque soviético y la decadencia de la izquierda, mis camaradas crearon el Partido de la Revolución Democrática. Aunque Cuauhtémoc Cárdenas me hizo llegar la invitación, decliné participar. (…) Le externé a Enrique Semo mi propósito de escribir mis memorias de militante comunista y me dijo que había llegado el momento de contar nuestras luchas. Pero no tomé el camino trágico. Tengo un sentido irónico de la vida. Las tragedias no me han doblegado. Así que dejé de lado las historias lacrimosas de persecuciones, cárceles, expulsiones, discusiones fatigantes, pago de cuotas para los cuadros profesionales, exégesis canónicas de Lenin y demás recuerdos tediosos. (…) “Memorias de un comunista” me ha costado más trabajo que mis novelas. Avancé entre recuerdos, idiotas o dignos, y de pronto me hallé escribiendo el lado chocarrero de mi vida comunista. Fue difícil despojarme de un modo de vida que hoy nadie recuerda, fue una tarea liberadora. (…) No olvido mi visita al mausoleo donde reposa la momia de Mao Tse-tung, aquél cuyo pensamiento hacía crecer a las sandías más grandes de lo normal. Vi el cuerpo cubierto por una bandera roja con la hoz y el martillo, entre severos guardias, inmóviles. Salí con los ojos húmedos, los que se secaron ante los anuncios de Coca-Cola, Burguer King, y Mac Donalds. (…) La militancia marxista o anarquista no significa vivir el calvario de los mártires del cristianismo. (…)Si tuviese la máquina del tiempo de Wells, no la usaría. De nada me arrepiento. Me quedo con la frase de Marx: los hechos se duplican, primero son tragedia y luego farsa. Me tocó la segunda.

Hace dos años se fue sin despedirse. Hoy lo recuerdo cantando El hijo del pueblo, con un whisky, en El Garufa.

Murió como una estrella del rock. En uso pleno de sus facultades físicas e intelectuales; irreverente; políticamente incorrecto; creativo -con dos proyectos de novela en el escritorio- y esperando el veredicto de los mandarines que conceden el Premio Nacional de Literatura.

Recientemente había obtenido la Medalla de Oro Bellas Artes. Sus últimos días fueron de gran actividad: impartía clases y dirigía tesis en la UAM; publicaba artículos de opinión en dos diarios nacionales; dirigía la revista El Búho; coordinaba la Colección RAF, patrocinada por la BUAP, dedicada a publicar las primicias literarias -ensayo, narrativa y poesía- de jóvenes escritores mexicanos; acopiaba tesoros para el acervo del Museo del Escritor y buscaba –incansable- el apoyo de las instituciones culturales para la difusión de las piezas que durante décadas coleccionó pacientemente: libros autografiados, estilográficas, máquinas de escribir, manuscritos, cartas, dictámenes editoriales, etcétera.

Era un gran memorialista que hacía del recuerdo un fascinante género literario; protagonista él mismo de la historia reciente de la literatura mexicana, de una manera u otra tenía asuntos con todos los escritores de su generación y con gran parte de los miembros de otras dos: la de sus hipotéticos, artificiosos, falsos hijos, y la de sus “nietecitos”, como él sarcásticamente los llamaba.

Hijo de profesores de escuelas públicas, testigo presencial y casi víctima de la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco, estudiante de posgrado en París, satírico del poder presidencial (El gran solitario en Palacio) y crítico radical del mundillo cultural (Los Juegos).

Fue un Dandy; era proverbial su elegancia, su buen gusto y su terrible talento para el epíteto mortal. Pero también fue militante -y proscrito, por “desviaciones pequeñoburguesas”- del Partido Comunista Mexicano. Sobre esta etapa de su vida publicó el libro “Memorias de un comunista”. Leamos:

Fui militante del Partido Comunista unos veinte años. Cuando decidió suicidarse abrumado por el derrumbe del bloque soviético y la decadencia de la izquierda, mis camaradas crearon el Partido de la Revolución Democrática. Aunque Cuauhtémoc Cárdenas me hizo llegar la invitación, decliné participar. (…) Le externé a Enrique Semo mi propósito de escribir mis memorias de militante comunista y me dijo que había llegado el momento de contar nuestras luchas. Pero no tomé el camino trágico. Tengo un sentido irónico de la vida. Las tragedias no me han doblegado. Así que dejé de lado las historias lacrimosas de persecuciones, cárceles, expulsiones, discusiones fatigantes, pago de cuotas para los cuadros profesionales, exégesis canónicas de Lenin y demás recuerdos tediosos. (…) “Memorias de un comunista” me ha costado más trabajo que mis novelas. Avancé entre recuerdos, idiotas o dignos, y de pronto me hallé escribiendo el lado chocarrero de mi vida comunista. Fue difícil despojarme de un modo de vida que hoy nadie recuerda, fue una tarea liberadora. (…) No olvido mi visita al mausoleo donde reposa la momia de Mao Tse-tung, aquél cuyo pensamiento hacía crecer a las sandías más grandes de lo normal. Vi el cuerpo cubierto por una bandera roja con la hoz y el martillo, entre severos guardias, inmóviles. Salí con los ojos húmedos, los que se secaron ante los anuncios de Coca-Cola, Burguer King, y Mac Donalds. (…) La militancia marxista o anarquista no significa vivir el calvario de los mártires del cristianismo. (…)Si tuviese la máquina del tiempo de Wells, no la usaría. De nada me arrepiento. Me quedo con la frase de Marx: los hechos se duplican, primero son tragedia y luego farsa. Me tocó la segunda.

Hace dos años se fue sin despedirse. Hoy lo recuerdo cantando El hijo del pueblo, con un whisky, en El Garufa.