/ viernes 23 de noviembre de 2018

Retrospectiva (Tercera y última parte)

La trampa estaba preparada. Una noche antes llamé telefónicamente a mi querido maestro de preparatoria el Hermano Bulbulian, de origen armenio y un gran ser humano, para avisarle sobre la decisión que había tomado la asamblea de “Carolinos” de ir a apedrear el Benavente, a las 10 horas del día siguiente. Él solo me dijo: “Todo está en manos de Dios chiken (así me decían)”. Esa noche no pude dormir y muy temprano me fui al despacho de mi padre, en la 2 Norte 201, en donde permanecí esperando noticias, tanto de uno como del otro bando. Cerca de las once de la mañana me llamó un compañero del colegio, que yo suponía amigo, Leopoldo Guerra, quien me pidió que fuéramos al Benavente para ver cómo había quedado. Inocentemente caí en la trampa. Cuando llegué a la 25 Oriente, frente a mi Alma Mater, vidrios y piedras por doquier se encontraban, pero aparentemente no se veía gente ni afuera ni adentro del colegio. Así permanecí un rato y me retiré sin pretender entrar al recinto. Leopoldo había desaparecido.

Cuál sería mi sorpresa, que al mediodía, en el periódico más leído de aquella época, “La Voz de Puebla”, dirigido por don Enrique Montero Ponce, cientos de voceadores ofrecían la edición que en primera plana tenía la fotografía del colegio Benavente lapidado y las declaraciones de don Rafael Martínez, el director, señalando a quienes consideraba responsables del atentado, y entre otros, sí claro, lo adivinaste: Jorge Jiménez Alonso.

Y es que todo estaba preparado para recibirme y fotografiarme afuera del colegio, en la calle, con las piedras y los vidrios alrededor. Nicolás Sánchez Osorio tomó las fotos desde diversos ángulos y “mis detractores” acabaron de convencer al señor Martínez de que yo era uno de los líderes de tal acción. ¡Era un ingrato traidor! Varios amigos, después lo supe, encabezados por Guillermo Salvatori, mi “socio”, que en paz descanse, se atrevieron a desmentir la versión, pues también se encontraban a la hora de la agresión como muchos otros compañeros dentro del colegio, y presenciaron claramente los hechos, pero las voces en contra de los “Fúas” los opacaron.

Traté inútilmente de hablar con el señor director, mi padre me acompañó, y solo pudimos hablar con mi maestro Bulbulian, el cual se mostró muy frío y desconcertado. Luego fuimos a ver al maestro Miguel López y González Pacheco a su despacho, quien para mi sorpresa mayor nos dijo que él también era acusado de comunista por los “Fúas”, y por lo tanto estaba descartado para mediar en mi caso. Y así quedó la historia.

Esto me devastó emocionalmente. Muchos amigos y compañeros me dejaron de hablar. Pero en el fondo, desde niño estaba librando una batalla por mi dignidad. Fui discriminado al igual que mi padre por mi raza indígena, por “vivir en la plaza”, por no tener dinero. Y entonces me propuse demostrarme a mí mismo que podía, que ese “complejo de inferioridad” que me había creado era artificial. La oratoria y la declamación me ayudaron, han sido mis armas para luchar contra los molinos de viento; conjuntamente con los valores de honestidad y respeto que me infundieron mis padres, y el estudio, los primeros lugares en preparatoria, en mi carrera y en mi profesión fueron y son las bases fundamentales de mi vida.

Nunca fui comunista, pero tampoco “Fúa”. Entre ambos bandos discurrí dando bandazos de incertidumbre y de golpizas, a causa de la incultura y la brutalidad que impusieron unos y otros. Siempre supe y lo viví, los extremos son malos, son perversos, intransigentes y fundamentalistas. Gracias a Dios me situé en el centro y abracé las causas populares desde estudiante, y por ello soy abogado laboralista y he preparado durante 52 años a generaciones de abogados en los principios de la dignidad humana y la justicia social.

Ese he sido, como dijera Ortega y Gasset, “yo y mis circunstancias”.

La trampa estaba preparada. Una noche antes llamé telefónicamente a mi querido maestro de preparatoria el Hermano Bulbulian, de origen armenio y un gran ser humano, para avisarle sobre la decisión que había tomado la asamblea de “Carolinos” de ir a apedrear el Benavente, a las 10 horas del día siguiente. Él solo me dijo: “Todo está en manos de Dios chiken (así me decían)”. Esa noche no pude dormir y muy temprano me fui al despacho de mi padre, en la 2 Norte 201, en donde permanecí esperando noticias, tanto de uno como del otro bando. Cerca de las once de la mañana me llamó un compañero del colegio, que yo suponía amigo, Leopoldo Guerra, quien me pidió que fuéramos al Benavente para ver cómo había quedado. Inocentemente caí en la trampa. Cuando llegué a la 25 Oriente, frente a mi Alma Mater, vidrios y piedras por doquier se encontraban, pero aparentemente no se veía gente ni afuera ni adentro del colegio. Así permanecí un rato y me retiré sin pretender entrar al recinto. Leopoldo había desaparecido.

Cuál sería mi sorpresa, que al mediodía, en el periódico más leído de aquella época, “La Voz de Puebla”, dirigido por don Enrique Montero Ponce, cientos de voceadores ofrecían la edición que en primera plana tenía la fotografía del colegio Benavente lapidado y las declaraciones de don Rafael Martínez, el director, señalando a quienes consideraba responsables del atentado, y entre otros, sí claro, lo adivinaste: Jorge Jiménez Alonso.

Y es que todo estaba preparado para recibirme y fotografiarme afuera del colegio, en la calle, con las piedras y los vidrios alrededor. Nicolás Sánchez Osorio tomó las fotos desde diversos ángulos y “mis detractores” acabaron de convencer al señor Martínez de que yo era uno de los líderes de tal acción. ¡Era un ingrato traidor! Varios amigos, después lo supe, encabezados por Guillermo Salvatori, mi “socio”, que en paz descanse, se atrevieron a desmentir la versión, pues también se encontraban a la hora de la agresión como muchos otros compañeros dentro del colegio, y presenciaron claramente los hechos, pero las voces en contra de los “Fúas” los opacaron.

Traté inútilmente de hablar con el señor director, mi padre me acompañó, y solo pudimos hablar con mi maestro Bulbulian, el cual se mostró muy frío y desconcertado. Luego fuimos a ver al maestro Miguel López y González Pacheco a su despacho, quien para mi sorpresa mayor nos dijo que él también era acusado de comunista por los “Fúas”, y por lo tanto estaba descartado para mediar en mi caso. Y así quedó la historia.

Esto me devastó emocionalmente. Muchos amigos y compañeros me dejaron de hablar. Pero en el fondo, desde niño estaba librando una batalla por mi dignidad. Fui discriminado al igual que mi padre por mi raza indígena, por “vivir en la plaza”, por no tener dinero. Y entonces me propuse demostrarme a mí mismo que podía, que ese “complejo de inferioridad” que me había creado era artificial. La oratoria y la declamación me ayudaron, han sido mis armas para luchar contra los molinos de viento; conjuntamente con los valores de honestidad y respeto que me infundieron mis padres, y el estudio, los primeros lugares en preparatoria, en mi carrera y en mi profesión fueron y son las bases fundamentales de mi vida.

Nunca fui comunista, pero tampoco “Fúa”. Entre ambos bandos discurrí dando bandazos de incertidumbre y de golpizas, a causa de la incultura y la brutalidad que impusieron unos y otros. Siempre supe y lo viví, los extremos son malos, son perversos, intransigentes y fundamentalistas. Gracias a Dios me situé en el centro y abracé las causas populares desde estudiante, y por ello soy abogado laboralista y he preparado durante 52 años a generaciones de abogados en los principios de la dignidad humana y la justicia social.

Ese he sido, como dijera Ortega y Gasset, “yo y mis circunstancias”.