/ domingo 22 de julio de 2018

San Andrés Chalchicomula (álbum de cuatro fotos)

A Gabriela, mi hermana



1) El cielo de San Andrés es “in genere suo unique” (poner cursivas en pantalla y quitar comillas). Es deslumbrante, enceguecedor, purísimo e infinito. Es un cielo azul y vacío de nubes. Un abismo fascinante. El cielo de San Andrés es peligrosamente cautivador a tal grado de que la contemplación prolongada de su fulgor puede causar locura omnicomprensiva. Una locura que hace del hospedante, del poseído, un furioso danzante: la alegría de por fin comprenderlo todo galvaniza el cuerpo e instala dentro de la cabeza del vidente una orquesta sinfónica con coro completo y voces blancas, entonces el hombre alucinado baila hasta morir de alegría y cansancio. El cielo de San Andrés es el rostro de Dios.

1) 2) Las torres de la Parroquia (va con mayúscula porque solo existe una en el mundo y es la de San Andrés) se elevan hacia el abismo azul. La del campanario tiene la corona del aura solar. Las campanas de bronce están nimbadas por el magnetismo incandescente de la radiación de lo sagrado. La torre que ostenta el reloj controla su ambición de lo absoluto y canta las doce notas de la media naranja del día. En el frontispicio del alba fachada, en la breve cornisa azul, ha venido a pararse el Arcángel San Miguel. Después de volar por el Cubo del Agua y las Marmajas regresó, planeó por el Parque de los Cedros, subió vertiginoso hasta su poderoso sitial y suavemente posó sus pies benditos en la cornisa del templo. Sobre su cabeza impera, terrible, el triángulo divino. El Arcángel baja su augusta faz y me mira, sonríe y vuelve a fijar sus ojos en el filo del horizonte.

2) 3) El pasillo central de la Parroquia es de mármol. Desde la entrada hasta el retablo principal transcurre una serie de catorce estrellas de ocho puntas: son catorce rosas de los vientos. El mismo número de las estaciones del vía crucis. Desde que el hombre se coloca en la entrada para iniciar su camino, cada vez que toca una de las rosas, se abren ante él cuatro posibilidades cardinales de elección de rumbo: Septentrión (N), Austral (S), Levante (E) y Céfiro (W). Además de cuatro direcciones híbridas. El caminante de los días y las noches va de la luz (el atrio) al oscuro sacrificio (el altar). En el fondo espera el Padre Jesús de las Tres Caídas, vestido de verde, oro y carmesí.

3) 4) “Querido hermano, duerme tranquilo el sueño eterno…” está escrito con letras romanas en la lápida de tezontle de la tumba de Nicolás Espinosa. El camposanto de San Andrés es una pequeña ciudad de árboles y difuntos. La vereda de tierra seca serpentea entre los sepulcros y las matas de hierba; el pirul y el laurel dejan caer sus abundantes ramas y la fronda crea un oasis de sombra y frescura en medio del duelo y el calor calcinante de la canícula. Van los deudos con la cabeza baja en una fila lenta de murmullos. “Era tan buena”. “Se dejó morir, estaba tan triste porque le mataron al hijo”. Las gladiolas y los claveles. Los floreros vacíos y sin gota de agua. La insólita y gigantesca nopalera que se yergue en el centro del camposanto. Los versos de la canción ranchera: “Se va la muerte cantando, allá por la nopalera. ¿En qué quedamos, pelona, me llevas o no me llevas? No le temo a la muerte, más le temo a la vida. ¡Cómo cuesta morirse cuando el alma ya está herida!”. Duerme tranquila el sueño eterno, le digo a mi prima Anita. Debajo de la sombra de los pirules y los laureles ella pudo sonreír otra vez y abrazar a su hijo, el que estaba muerto.

A Gabriela, mi hermana



1) El cielo de San Andrés es “in genere suo unique” (poner cursivas en pantalla y quitar comillas). Es deslumbrante, enceguecedor, purísimo e infinito. Es un cielo azul y vacío de nubes. Un abismo fascinante. El cielo de San Andrés es peligrosamente cautivador a tal grado de que la contemplación prolongada de su fulgor puede causar locura omnicomprensiva. Una locura que hace del hospedante, del poseído, un furioso danzante: la alegría de por fin comprenderlo todo galvaniza el cuerpo e instala dentro de la cabeza del vidente una orquesta sinfónica con coro completo y voces blancas, entonces el hombre alucinado baila hasta morir de alegría y cansancio. El cielo de San Andrés es el rostro de Dios.

1) 2) Las torres de la Parroquia (va con mayúscula porque solo existe una en el mundo y es la de San Andrés) se elevan hacia el abismo azul. La del campanario tiene la corona del aura solar. Las campanas de bronce están nimbadas por el magnetismo incandescente de la radiación de lo sagrado. La torre que ostenta el reloj controla su ambición de lo absoluto y canta las doce notas de la media naranja del día. En el frontispicio del alba fachada, en la breve cornisa azul, ha venido a pararse el Arcángel San Miguel. Después de volar por el Cubo del Agua y las Marmajas regresó, planeó por el Parque de los Cedros, subió vertiginoso hasta su poderoso sitial y suavemente posó sus pies benditos en la cornisa del templo. Sobre su cabeza impera, terrible, el triángulo divino. El Arcángel baja su augusta faz y me mira, sonríe y vuelve a fijar sus ojos en el filo del horizonte.

2) 3) El pasillo central de la Parroquia es de mármol. Desde la entrada hasta el retablo principal transcurre una serie de catorce estrellas de ocho puntas: son catorce rosas de los vientos. El mismo número de las estaciones del vía crucis. Desde que el hombre se coloca en la entrada para iniciar su camino, cada vez que toca una de las rosas, se abren ante él cuatro posibilidades cardinales de elección de rumbo: Septentrión (N), Austral (S), Levante (E) y Céfiro (W). Además de cuatro direcciones híbridas. El caminante de los días y las noches va de la luz (el atrio) al oscuro sacrificio (el altar). En el fondo espera el Padre Jesús de las Tres Caídas, vestido de verde, oro y carmesí.

3) 4) “Querido hermano, duerme tranquilo el sueño eterno…” está escrito con letras romanas en la lápida de tezontle de la tumba de Nicolás Espinosa. El camposanto de San Andrés es una pequeña ciudad de árboles y difuntos. La vereda de tierra seca serpentea entre los sepulcros y las matas de hierba; el pirul y el laurel dejan caer sus abundantes ramas y la fronda crea un oasis de sombra y frescura en medio del duelo y el calor calcinante de la canícula. Van los deudos con la cabeza baja en una fila lenta de murmullos. “Era tan buena”. “Se dejó morir, estaba tan triste porque le mataron al hijo”. Las gladiolas y los claveles. Los floreros vacíos y sin gota de agua. La insólita y gigantesca nopalera que se yergue en el centro del camposanto. Los versos de la canción ranchera: “Se va la muerte cantando, allá por la nopalera. ¿En qué quedamos, pelona, me llevas o no me llevas? No le temo a la muerte, más le temo a la vida. ¡Cómo cuesta morirse cuando el alma ya está herida!”. Duerme tranquila el sueño eterno, le digo a mi prima Anita. Debajo de la sombra de los pirules y los laureles ella pudo sonreír otra vez y abrazar a su hijo, el que estaba muerto.