/ viernes 31 de julio de 2020

Seamos estoicos ante el dolor y el sufrimiento

Según relatan los cronistas e historiadores, la última gran pandemia que azotó a la humanidad fue la de la gripe española de 1918, que fue bastante trágica y cobró la vida de aproximadamente 500 millones de seres humanos. Aun cuando este suceso fue un hecho mundial, se vivió en forma local dada la precariedad de las comunicaciones. Ahora es diferente, esta pandemia, que nos ha costado más de 650 mil muertos, la estamos viviendo en el mundo entero y todos compartimos el miedo y la fragilidad que nos hace comportarnos como especie, siendo esto resultado de las avanzadas comunicaciones y la globalización del planeta.

Llega el momento, después de casi 150 días de ostracismo, en donde nos hemos dado cuenta que el tejido de la civilización se conmueve y parece vacilar; que lo único cierto es lo incierto; que el entramado humano es asombroso; que los rebrotes que nuevamente se suceden en España, en Bélgica, en Alemania y en Rusia tienen similitud con los ocurridos en los Estados Unidos: la permisividad y el deseo casi irrefrenable de vivir normalmente. En México la pandemia parece imbatible, prácticamente todos los Estados están en semáforo rojo y no hay para cuando aplanar su crecimiento. Por cierto, aquí en Puebla se lanzó el reto, como iniciativa ciudadana, que todos usemos durante 15 días el cubre boca. Ante estas ominosas circunstancias todo mundo se pregunta, ¿cuál es el mensaje? ¿Que hemos destruido la naturaleza?; ¿que comer animales es dañino?; ¿que la lentitud y la soledad son preferibles?; ¿que las ciudades, más allá de ciertos límites de crecimiento, son un error y una trampa?; ¿que el modelo económico que tenemos no solo es desigual e injusto, sino absurdo y asombrosamente frágil?; ¿que el dinero y el poder son relativos?; ¿que tenemos que volver a vivir alineados con la naturaleza?; ¿que debemos invertir más en investigación científica que en armamento?; ¿que el retorno a la espiritualidad es nuestra salvación?

En la realidad todo viene a recordarnos que podemos vivir sin riquezas pero no sin oxígeno; que los que más trabajan por la vida no son los gobiernos sino lo árboles; que la felicidad es la salud; que la religión no es arrodillarse ante una imagen y suplicar sino mirar todo con amor y compasión; que si los humanos trabajamos frenéticamente por enrarecer la vida, por intoxicar el aire, por matar a los animales, por alterar el ritmo de la naturaleza y destruir su equilibrio, el Universo y la naturaleza tienen sus modos compensatorios, que al final, querámoslo o no, nos ponen en orden o nos suprimen. Y entonces nos damos cuenta de nuestra fragilidad, de nuestra finitud, de nuestra intrascendencia, y tenemos que entender a base de dolor y sufrimiento o miedo qué poderes están sobre nosotros, qué mandatos no podemos violar, qué no está permitido y qué frontera es sagrada. Y el Universo no lo hace con admoniciones, ni discursos, ni amenazas, sino con un lenguaje sin palabras, eficiente y sutil como un oráculo, que obra “sin lástima y sin ira” como dijera el poeta, y que es luminoso e inflexible como una llama.

Nietzsche dijo que lo que no nos mata nos hace fuertes y a eso le estamos apostando, a ser fuertes, diría estoicos ante el dolor y el sufrimiento. Tenemos que aprender y adaptarnos a estas nuevas realidades y no necesariamente para mal. Si la tormenta lo estremece todo, nosotros también podemos ser la tormenta. En el corazón de las tormentas también puede haber, como decía Chesterton, no una furia, sino un sentimiento y una idea. Si hay un mundo cansado y enfermo que cruje y se derrumba, tiene que haber un mundo que se está gestando y que nos desafía. Para terminar, quisiera parafrasear a Nietzsche diciendo “… y que todos los días en que no hayamos danzado por lo menos una vez, se pierdan para nosotros, y que nos parezca falsa toda verdad que no traiga consigo cuando menos, una alegría”.

Según relatan los cronistas e historiadores, la última gran pandemia que azotó a la humanidad fue la de la gripe española de 1918, que fue bastante trágica y cobró la vida de aproximadamente 500 millones de seres humanos. Aun cuando este suceso fue un hecho mundial, se vivió en forma local dada la precariedad de las comunicaciones. Ahora es diferente, esta pandemia, que nos ha costado más de 650 mil muertos, la estamos viviendo en el mundo entero y todos compartimos el miedo y la fragilidad que nos hace comportarnos como especie, siendo esto resultado de las avanzadas comunicaciones y la globalización del planeta.

Llega el momento, después de casi 150 días de ostracismo, en donde nos hemos dado cuenta que el tejido de la civilización se conmueve y parece vacilar; que lo único cierto es lo incierto; que el entramado humano es asombroso; que los rebrotes que nuevamente se suceden en España, en Bélgica, en Alemania y en Rusia tienen similitud con los ocurridos en los Estados Unidos: la permisividad y el deseo casi irrefrenable de vivir normalmente. En México la pandemia parece imbatible, prácticamente todos los Estados están en semáforo rojo y no hay para cuando aplanar su crecimiento. Por cierto, aquí en Puebla se lanzó el reto, como iniciativa ciudadana, que todos usemos durante 15 días el cubre boca. Ante estas ominosas circunstancias todo mundo se pregunta, ¿cuál es el mensaje? ¿Que hemos destruido la naturaleza?; ¿que comer animales es dañino?; ¿que la lentitud y la soledad son preferibles?; ¿que las ciudades, más allá de ciertos límites de crecimiento, son un error y una trampa?; ¿que el modelo económico que tenemos no solo es desigual e injusto, sino absurdo y asombrosamente frágil?; ¿que el dinero y el poder son relativos?; ¿que tenemos que volver a vivir alineados con la naturaleza?; ¿que debemos invertir más en investigación científica que en armamento?; ¿que el retorno a la espiritualidad es nuestra salvación?

En la realidad todo viene a recordarnos que podemos vivir sin riquezas pero no sin oxígeno; que los que más trabajan por la vida no son los gobiernos sino lo árboles; que la felicidad es la salud; que la religión no es arrodillarse ante una imagen y suplicar sino mirar todo con amor y compasión; que si los humanos trabajamos frenéticamente por enrarecer la vida, por intoxicar el aire, por matar a los animales, por alterar el ritmo de la naturaleza y destruir su equilibrio, el Universo y la naturaleza tienen sus modos compensatorios, que al final, querámoslo o no, nos ponen en orden o nos suprimen. Y entonces nos damos cuenta de nuestra fragilidad, de nuestra finitud, de nuestra intrascendencia, y tenemos que entender a base de dolor y sufrimiento o miedo qué poderes están sobre nosotros, qué mandatos no podemos violar, qué no está permitido y qué frontera es sagrada. Y el Universo no lo hace con admoniciones, ni discursos, ni amenazas, sino con un lenguaje sin palabras, eficiente y sutil como un oráculo, que obra “sin lástima y sin ira” como dijera el poeta, y que es luminoso e inflexible como una llama.

Nietzsche dijo que lo que no nos mata nos hace fuertes y a eso le estamos apostando, a ser fuertes, diría estoicos ante el dolor y el sufrimiento. Tenemos que aprender y adaptarnos a estas nuevas realidades y no necesariamente para mal. Si la tormenta lo estremece todo, nosotros también podemos ser la tormenta. En el corazón de las tormentas también puede haber, como decía Chesterton, no una furia, sino un sentimiento y una idea. Si hay un mundo cansado y enfermo que cruje y se derrumba, tiene que haber un mundo que se está gestando y que nos desafía. Para terminar, quisiera parafrasear a Nietzsche diciendo “… y que todos los días en que no hayamos danzado por lo menos una vez, se pierdan para nosotros, y que nos parezca falsa toda verdad que no traiga consigo cuando menos, una alegría”.