/ domingo 16 de diciembre de 2018

Tu signo

Parece que un día se termina. Un día termina el árbol, el vaso, la espera de la cortina entreabierta. No sabemos a qué se debe, pero termina. Llega a su fin. No. Me equivoco. No llega a su fin, llega a uno de sus fines, uno pequeñito, minúsculo, elemento del subconjunto que está a unos pelos de ser el vacío. Y en ese fin está la posibilidad de la muerte. La posibilidad dentro de todas las posibilidades, el acto que se erige hombre.

No iré a jugar a un sitio donde me acepten. Donde acepten mi condena, quiero decir. La condena de ser el incendio, de ser la barca, de ser la tierra, de ser el poeta. Encallaré, más bien, en los senderos del bienpensante hacedor de canciones macabras y versos en azerí. Caminaré como Federico por las bases de los próceres, tomaré sus hubiéramos, los haré míos. Tomaré lo que tú no eres (vos) para tener manojos de toloache que tiren de las raíces de los venados, de los trineos.

¿Dónde has estado, vacilante charlatán? ¿En dónde te has metido (habéis), rama del reloj? No te quiero ver entre mis huestes. El día en que abra las ancas, extienda las piernas a los ornamentos de mi mesa de comedor, quiero que estés comiendo tu sombra, que alimentes tus platos. Entonces recibirás un beso en la mejilla que te hará saber tu turno.

No me hables en tu memoria. No lo hagas, Frau Eva. Te daré de beber, de abrasar y de odiar al mundo, pero no lo hagas. No me tomes como el siervo de tus sangres, no abras las vértebras de las biografías de tu tiempo para ver mis uñas. Me dibujo en tierras que se escribieron antes que tu nombre. Las sílabas de tu rodilla no existen en mi lengua.

No nos engañemos, dirás. Seamos honestos, retumbará el eco. Esmirna ha caído y Puebla se hace en las ruinas. En esas ruinas que tumbé cuando fui al mar y vi a ese hombre abrazado por las pequeñas olas, ahogado por jugar al canto de los pájaros. Pero los pájaros no cantan y yo no vendo espumas. La muerte de Toribio anunció tu primera muerte, la primera gran muerte de tu vida. Vino después de la rajada que nunca comprendiste. Que no quisiste entender. Pico se fue un día de otoño para no ver la segunda, para que tú decidieras el día de su llegada. ¿Por qué se quedaron los demás? Se quedaron a ver los tiempos que no tienes, a decirte que aún la miseria tiene el recuerdo de sí misma vivo.

Te veré un día en Beloit, recorriendo el parque cuadrado en medio de la nieve y subiendo al quiosco a pensar en la supremacía de los diseñadores de amos. Yo vendré de la farmacia, pasaré al lado del deshuesadero, el hotel siempre vacío del que saldrá un ensayo de tus mientes y hablaré, no para escucharte sino para empezar tu estirpe.

Parece que un día se termina. Un día termina el árbol, el vaso, la espera de la cortina entreabierta. No sabemos a qué se debe, pero termina. Llega a su fin. No. Me equivoco. No llega a su fin, llega a uno de sus fines, uno pequeñito, minúsculo, elemento del subconjunto que está a unos pelos de ser el vacío. Y en ese fin está la posibilidad de la muerte. La posibilidad dentro de todas las posibilidades, el acto que se erige hombre.

No iré a jugar a un sitio donde me acepten. Donde acepten mi condena, quiero decir. La condena de ser el incendio, de ser la barca, de ser la tierra, de ser el poeta. Encallaré, más bien, en los senderos del bienpensante hacedor de canciones macabras y versos en azerí. Caminaré como Federico por las bases de los próceres, tomaré sus hubiéramos, los haré míos. Tomaré lo que tú no eres (vos) para tener manojos de toloache que tiren de las raíces de los venados, de los trineos.

¿Dónde has estado, vacilante charlatán? ¿En dónde te has metido (habéis), rama del reloj? No te quiero ver entre mis huestes. El día en que abra las ancas, extienda las piernas a los ornamentos de mi mesa de comedor, quiero que estés comiendo tu sombra, que alimentes tus platos. Entonces recibirás un beso en la mejilla que te hará saber tu turno.

No me hables en tu memoria. No lo hagas, Frau Eva. Te daré de beber, de abrasar y de odiar al mundo, pero no lo hagas. No me tomes como el siervo de tus sangres, no abras las vértebras de las biografías de tu tiempo para ver mis uñas. Me dibujo en tierras que se escribieron antes que tu nombre. Las sílabas de tu rodilla no existen en mi lengua.

No nos engañemos, dirás. Seamos honestos, retumbará el eco. Esmirna ha caído y Puebla se hace en las ruinas. En esas ruinas que tumbé cuando fui al mar y vi a ese hombre abrazado por las pequeñas olas, ahogado por jugar al canto de los pájaros. Pero los pájaros no cantan y yo no vendo espumas. La muerte de Toribio anunció tu primera muerte, la primera gran muerte de tu vida. Vino después de la rajada que nunca comprendiste. Que no quisiste entender. Pico se fue un día de otoño para no ver la segunda, para que tú decidieras el día de su llegada. ¿Por qué se quedaron los demás? Se quedaron a ver los tiempos que no tienes, a decirte que aún la miseria tiene el recuerdo de sí misma vivo.

Te veré un día en Beloit, recorriendo el parque cuadrado en medio de la nieve y subiendo al quiosco a pensar en la supremacía de los diseñadores de amos. Yo vendré de la farmacia, pasaré al lado del deshuesadero, el hotel siempre vacío del que saldrá un ensayo de tus mientes y hablaré, no para escucharte sino para empezar tu estirpe.

ÚLTIMASCOLUMNAS