/ domingo 27 de mayo de 2018

“Un hombre cualquiera”

Para José Carlos Blázquez, “en el altar de la amistad”

El fundador del llamado pensamiento complejo, Edgar Morin (París, 8 de julio de 1921), sostiene que la “complejidad” es “aquello que no puede ser reducido a una descripción clara, a una descripción sencilla, a una ley simple”. Agrega que el “conocimiento complejo” intenta situar su objeto en el tejido al que está vinculado y busca reconocer lo que vincula el objeto a su contexto, el proceso o la organización en la que se inscribe.

De la Autobiografía de Morin:

“¿Quién soy? Mi singularidad se disuelve en cuanto la examino y, finalmente, estoy convencido de que mi singularidad procede de una ausencia de singularidad. Incluso tengo en mí algo mimético que me impulsa a ser como los demás. En Italia me siento italiano y quisiera que los italianos me sintieran participante en su actividad. El otro día, hablando a un auditorio de la Champagne, me sentí ‘achampanado’. ¡Ah, sí, quisiera ser como ellos! Adoro estar integrado y, sin embargo, no soy por completo ni de unos ni de otros. Podría ser de todas partes, pero no por ello me siento de ninguna parte, he arraigado aquí. No me distinguen el ejercicio de un talento singular ni la posesión de una verdad admirable. Me distingo por el uso no inhibido ni rígido de una máquina cerebral común y por mi permanente deseo de obedecer las reglas primeras de esta máquina cognoscitiva: reunir cualquier conocimiento separado, contextualizarlo, situar toda verdad parcial en el conjunto del que forma parte. Mi capacidad de análisis es media, mi capacidad de síntesis también, pero nunca utilizo la una sin la otra. No sufrí la profunda marca de una cultura familiar, ni la de las evidencias impuestas por la educación. Así pues, mi domesticación superficial, mi débil ‘imprinting’ me convirtieron en una muestra representativa de humanidad, animada por las aspiraciones y contradicciones antropológicas, literalmente un hombre cualquiera. Dudo mucho, creo mucho. Tengo la impresión de que tengo pocos prejuicios, me siento abierto a ideas que se contradicen mutuamente y me percibo interiormente libre. ¡Qué buena es esta libertad que compensa tantas cualidades ausentes!”.

Lo anterior a causa de una súbita, inesperada, visita de la “enfermedad” (La Pelona, la llamaba el poeta Rubén Bonifaz Nuño), esa alegoría búdica de la existencia humana, que me redujo a la condición de despojo durante poco más de 24 horas. En ese estado de dolorosa postración física, que no intelectual, releí Autobiografía y Mi camino, de Edgar Morín. El “redondo azar”, de Pedro Salinas, sabio es. En la madrugada de ese aciago día deambulaba contrahecho por la flagelación del dolor y fui a dar con mis huesos a mi biblioteca. Me senté y miré al vacío de sentido de mi tránsito por el mundo y descubrí en el rincón de un estante los dos libros.

De la Autobiografía me interesa rescatar la expresión “un hombre cualquiera”. La singularidad del hombre común. El fallido deseo de comunión. La extranjería. La condición ontológica del migrante. La cognición estándar. La posesión de pequeñas verdades, no de la verdad (con mayúscula). Las dos habilidades intelectuales con las que se construye la obra filosófica. La duda y la fe. ¡Bálsamo retórico, ungüento filosófico para mis dolores en la marea alta de la noche!

Del segundo, Mi camino, el siguiente pasaje, que me proporcionó el alivio para mi cuerpo martirizado: “Me adhiero al mundo, a las cosas de la vida, a mi fe y puedo asumir mi destino mortal sin más angustias que las de aquel que se cree inmortal”.

Soy un hombre cualquiera. Desde mi áurea fugacidad sacrifico estas palabras en el altar de la amistad.

Para José Carlos Blázquez, “en el altar de la amistad”

El fundador del llamado pensamiento complejo, Edgar Morin (París, 8 de julio de 1921), sostiene que la “complejidad” es “aquello que no puede ser reducido a una descripción clara, a una descripción sencilla, a una ley simple”. Agrega que el “conocimiento complejo” intenta situar su objeto en el tejido al que está vinculado y busca reconocer lo que vincula el objeto a su contexto, el proceso o la organización en la que se inscribe.

De la Autobiografía de Morin:

“¿Quién soy? Mi singularidad se disuelve en cuanto la examino y, finalmente, estoy convencido de que mi singularidad procede de una ausencia de singularidad. Incluso tengo en mí algo mimético que me impulsa a ser como los demás. En Italia me siento italiano y quisiera que los italianos me sintieran participante en su actividad. El otro día, hablando a un auditorio de la Champagne, me sentí ‘achampanado’. ¡Ah, sí, quisiera ser como ellos! Adoro estar integrado y, sin embargo, no soy por completo ni de unos ni de otros. Podría ser de todas partes, pero no por ello me siento de ninguna parte, he arraigado aquí. No me distinguen el ejercicio de un talento singular ni la posesión de una verdad admirable. Me distingo por el uso no inhibido ni rígido de una máquina cerebral común y por mi permanente deseo de obedecer las reglas primeras de esta máquina cognoscitiva: reunir cualquier conocimiento separado, contextualizarlo, situar toda verdad parcial en el conjunto del que forma parte. Mi capacidad de análisis es media, mi capacidad de síntesis también, pero nunca utilizo la una sin la otra. No sufrí la profunda marca de una cultura familiar, ni la de las evidencias impuestas por la educación. Así pues, mi domesticación superficial, mi débil ‘imprinting’ me convirtieron en una muestra representativa de humanidad, animada por las aspiraciones y contradicciones antropológicas, literalmente un hombre cualquiera. Dudo mucho, creo mucho. Tengo la impresión de que tengo pocos prejuicios, me siento abierto a ideas que se contradicen mutuamente y me percibo interiormente libre. ¡Qué buena es esta libertad que compensa tantas cualidades ausentes!”.

Lo anterior a causa de una súbita, inesperada, visita de la “enfermedad” (La Pelona, la llamaba el poeta Rubén Bonifaz Nuño), esa alegoría búdica de la existencia humana, que me redujo a la condición de despojo durante poco más de 24 horas. En ese estado de dolorosa postración física, que no intelectual, releí Autobiografía y Mi camino, de Edgar Morín. El “redondo azar”, de Pedro Salinas, sabio es. En la madrugada de ese aciago día deambulaba contrahecho por la flagelación del dolor y fui a dar con mis huesos a mi biblioteca. Me senté y miré al vacío de sentido de mi tránsito por el mundo y descubrí en el rincón de un estante los dos libros.

De la Autobiografía me interesa rescatar la expresión “un hombre cualquiera”. La singularidad del hombre común. El fallido deseo de comunión. La extranjería. La condición ontológica del migrante. La cognición estándar. La posesión de pequeñas verdades, no de la verdad (con mayúscula). Las dos habilidades intelectuales con las que se construye la obra filosófica. La duda y la fe. ¡Bálsamo retórico, ungüento filosófico para mis dolores en la marea alta de la noche!

Del segundo, Mi camino, el siguiente pasaje, que me proporcionó el alivio para mi cuerpo martirizado: “Me adhiero al mundo, a las cosas de la vida, a mi fe y puedo asumir mi destino mortal sin más angustias que las de aquel que se cree inmortal”.

Soy un hombre cualquiera. Desde mi áurea fugacidad sacrifico estas palabras en el altar de la amistad.