/ domingo 16 de diciembre de 2018

Vivir deliberadamente

Henry David Thoreau (1817-1862) vivía en Concord, un caserío de Massachusetts. Después de una crisis espiritual, fue al bosque y se estableció junto a la laguna Walden. Ahí construyó una cabaña y escribió, a instancias de Emerson, un libro que hoy nadie lee y que lleva por título: “Walden o la vida en los bosques” (1854).


Este es un fragmento:


"Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentar solo los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar, no sea que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido. No quería vivir lo que no fuera la vida; ¡es tan hermoso el vivir!; tampoco quise practicar la resignación, a no ser que fuera absolutamente necesaria. Quise vivir profundamente y extraer toda la médula de la vida, vivir en forma tan dura y espartana como para derrotar todo lo que no fuera vida, cortar una amplia ringlera al ras del suelo, llevar la vida a un rincón y reducirla a sus menores elementos, y si fuera mezquina, obtener toda su genuina mezquindad y dar a conocer su mezquindad al mundo, o si fuera sublime, saberlo por propia experiencia y poder dar un verdadero resumen de ello en mi próxima salida. Porque me parece que la mayoría de los hombres se hallan en una extraña incertidumbre acerca de si la vida es del diablo o de Dios, y han deducido apresuradamente que la principal finalidad del hombre aquí es ‘glorificar a Dios’ y gozar de él en la eternidad".


Aunque, efectivamente, Walden también puede ser un no-lugar; es decir, “u-topos”. Y constituir un tiempo de revelación, un “kairós,” un lapso de tiempo sagrado. Walden puede ser el bosque interior, el que preserva al individuo de la podredumbre de la vida pública.

En este punto es evidente la coincidencia con la “Oda a la vida retirada” de Fray Luis de León (1527-1591): “¡Oh monte, oh fuente, oh río! ¡Oh secreto seguro, deleitoso! Roto casi el navío, a vuestro almo reposo huyo de aqueste mar tempestuoso.”

Pero sigamos leyendo a Thoreau:

"Los hombres trabajan bajo la influencia de un error, se dedican, según cuenta un viejo libro, a acumular tesoros que la polilla y la herrumbre echarán a perder y que los ladrones entrarán a robar. Cada día contiene una hora sagrada que nadie ha profanado. Debemos mantenernos despiertos esperando la aurora. La más elevada de las artes consiste en alterar la calidad del día. Todo hombre tiene como tarea hacer su vida digna, hasta en sus menores detalles; y en esa hora inmaculada leer para volverse sabio, para mejorar, para ser un hombre espiritual. Recorrer las regiones del mundo sin moverse del asiento. Embriagarse con un solo vaso de vino; placer como ése se experimenta al beber el licor de las doctrinas esotéricas. Pues a fin de cuentas, qué son los clásicos sino un registro de los más nobles pensamientos que han tenido los hombres. Leer bien significa leer libros auténticos con un espíritu auténtico. Leer es un ejercicio noble que pone a prueba al hombre. Se requiere un entrenamiento como el de los atletas y la firme dedicación de toda la vida. Los libros deben leerse con tanta reflexión y reservas como las que se emplearon para ser escritos. Las obras de los grandes poetas nunca han sido leídas por el género humano, porque solo los grandes poetas pueden leerlas. La mayoría de los hombres han aprendido a leer para su mezquina conveniencia, como han aprendido a escribir números para llevar cuentas y no ser engañados en el mercado. Para leer, debemos estar en plena agudeza mental y dedicar a ese ejercicio espiritual nuestras horas más alertas y despiertas. La luz que enceguece nuestros ojos es oscuridad para nosotros. Solo alborea el día para el cual estamos despiertos. Hay aún muchos días por amanecer. El sol no es sino una estrella de la mañana. Sin embargo, vivimos mezquinamente, como las hormigas…”.


Un bosque de símbolos observa al hombre. El bosque es la antípoda de la ciudad porque el bosque es la verdad.


Y para terminar esta línea de oro: “Soy un emboscado; un observador que cree en el mito como la brújula del destino.” (E. Jünger, 1895-1988)

Henry David Thoreau (1817-1862) vivía en Concord, un caserío de Massachusetts. Después de una crisis espiritual, fue al bosque y se estableció junto a la laguna Walden. Ahí construyó una cabaña y escribió, a instancias de Emerson, un libro que hoy nadie lee y que lleva por título: “Walden o la vida en los bosques” (1854).


Este es un fragmento:


"Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentar solo los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar, no sea que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido. No quería vivir lo que no fuera la vida; ¡es tan hermoso el vivir!; tampoco quise practicar la resignación, a no ser que fuera absolutamente necesaria. Quise vivir profundamente y extraer toda la médula de la vida, vivir en forma tan dura y espartana como para derrotar todo lo que no fuera vida, cortar una amplia ringlera al ras del suelo, llevar la vida a un rincón y reducirla a sus menores elementos, y si fuera mezquina, obtener toda su genuina mezquindad y dar a conocer su mezquindad al mundo, o si fuera sublime, saberlo por propia experiencia y poder dar un verdadero resumen de ello en mi próxima salida. Porque me parece que la mayoría de los hombres se hallan en una extraña incertidumbre acerca de si la vida es del diablo o de Dios, y han deducido apresuradamente que la principal finalidad del hombre aquí es ‘glorificar a Dios’ y gozar de él en la eternidad".


Aunque, efectivamente, Walden también puede ser un no-lugar; es decir, “u-topos”. Y constituir un tiempo de revelación, un “kairós,” un lapso de tiempo sagrado. Walden puede ser el bosque interior, el que preserva al individuo de la podredumbre de la vida pública.

En este punto es evidente la coincidencia con la “Oda a la vida retirada” de Fray Luis de León (1527-1591): “¡Oh monte, oh fuente, oh río! ¡Oh secreto seguro, deleitoso! Roto casi el navío, a vuestro almo reposo huyo de aqueste mar tempestuoso.”

Pero sigamos leyendo a Thoreau:

"Los hombres trabajan bajo la influencia de un error, se dedican, según cuenta un viejo libro, a acumular tesoros que la polilla y la herrumbre echarán a perder y que los ladrones entrarán a robar. Cada día contiene una hora sagrada que nadie ha profanado. Debemos mantenernos despiertos esperando la aurora. La más elevada de las artes consiste en alterar la calidad del día. Todo hombre tiene como tarea hacer su vida digna, hasta en sus menores detalles; y en esa hora inmaculada leer para volverse sabio, para mejorar, para ser un hombre espiritual. Recorrer las regiones del mundo sin moverse del asiento. Embriagarse con un solo vaso de vino; placer como ése se experimenta al beber el licor de las doctrinas esotéricas. Pues a fin de cuentas, qué son los clásicos sino un registro de los más nobles pensamientos que han tenido los hombres. Leer bien significa leer libros auténticos con un espíritu auténtico. Leer es un ejercicio noble que pone a prueba al hombre. Se requiere un entrenamiento como el de los atletas y la firme dedicación de toda la vida. Los libros deben leerse con tanta reflexión y reservas como las que se emplearon para ser escritos. Las obras de los grandes poetas nunca han sido leídas por el género humano, porque solo los grandes poetas pueden leerlas. La mayoría de los hombres han aprendido a leer para su mezquina conveniencia, como han aprendido a escribir números para llevar cuentas y no ser engañados en el mercado. Para leer, debemos estar en plena agudeza mental y dedicar a ese ejercicio espiritual nuestras horas más alertas y despiertas. La luz que enceguece nuestros ojos es oscuridad para nosotros. Solo alborea el día para el cual estamos despiertos. Hay aún muchos días por amanecer. El sol no es sino una estrella de la mañana. Sin embargo, vivimos mezquinamente, como las hormigas…”.


Un bosque de símbolos observa al hombre. El bosque es la antípoda de la ciudad porque el bosque es la verdad.


Y para terminar esta línea de oro: “Soy un emboscado; un observador que cree en el mito como la brújula del destino.” (E. Jünger, 1895-1988)