/ miércoles 2 de mayo de 2018

La casquería poblana, entre nana, nenepil y buche | EL RINCÓN DE ZALACAÍN

Repitió una de las clásicas operaciones del día de mercado

Aquella mañana el aventurero Zalacaín repitió una de las clásicas operaciones del día de mercado, tradición familiar repetida al menos dos veces a la semana por la abuela y sus hermanas. Días especiales eran aquellos cuando el abasto se hacía en los mercados populares y más cuando por alguna razón decidía ir a algún pueblo y además de pasear y comer hacer la compra de productos no localizables en la ciudad de Puebla.

Dos acciones se practicaban antes de salir, descolgar una canasta de mimbre y una o dos bolsas grandes hechas de fibra de Ixtle proveniente usualmente de la palma, el maguey y la lechuguilla, una producción heredada por los artesanos modernos, pero practicada desde antes de la llegada de los españoles a Mesoamérica.

La fibra se usó para confeccionar prendas personales o de uso doméstico, y objetos que servían para enredar y cargar productos en los mercados. Tal vez el producto más famoso haya sido el Ayate portado por Juan Diego y donde quedó estampada la imagen de la Virgen de Guadalupe.

Las tías abuelas tenían la costumbre de comprar por los rumbos del templo de La Merced unos pequeños ayates muy calados, en las tiendas conocidas como “jarcierías”, especializadas en todo tipo de objeto hechos con ixtle, como los ayates, los mecates, las cuerdas, las bolsas, etcétera. Esos pequeños ayates se metían a hervir en agua caliente y de ahí se llevaban al baño, se usaban a manera de estropajo para restregar el cuerpo.

FOTO: JESÚS MANUEL HERNÁNDEZ

Las bolsas de mercado eran grandes y casi siempre a rayas multicolores.

En cambio, las canastas preferidas eran de mimbre de Querétaro, se conseguían por igual en el mercado La Victoria y se usaban para la compra de productos delicados, como los huevos, y la fruta o verduras muy blandas, el jitomate, el tomate, y las hierbas de olor, secas o frescas.

La aventura de ir al mercado era recordada por Zalacaín constantemente y presumía de contar con varias bolsas para hacer el recorrido en los mercados. Aquella mañana en el mercado de La Acocota fue interceptado varias veces para cuestionarle dónde las había conseguido. El aventurero había acudido a comprar cemitas de piso de “Coty” el histórico establecimiento donde lo mismo había cemitas de varios tamaños, pan para chanclas, pambazos, colorados, torta de agua y algunos otros panes de temporada.

Zalacaín pasó por los puestos de carnicerías y se detuvo a preguntar por la casquería, los intestinos, el bofe, riñones, hígado, panza, callos, libro, y por supuesto la cantidad de productos del cerdo, tradición gastronómica de Puebla enmarcada en los tacos mal llamados por algunos de “carnitas”, cuando realmente a esos establecimiento se les conoció primero como “Tacos de cabeza” y eran reconocidos por al menos una cabeza de cerdo colocada sobre la pedacería de las partes del animal ofrecidas para hacer los tacos.

En el momento el aventurero recordó al buen amigo Panchito, el fundador de la taquería más importante de las carnes del cerdo aprovechadas luego de fritas en los pequeños tacos; los trozos de carne son cortados, como juliana o en trozo a gusto del cliente y colocados sobre pequeñas tortillas y adornados con cebolla y cilantro, como marca la tradición michoacana.

Los expertos llegan a La Michoacana después de las 8 de la noche, y los trasnochados y desvelados después de la media noche. La barra es el mejor sitio para comerlos, a un lado del aparador con enormes focos para dar brillo a las cabezas de cerdo y los trozos de carne. En recipientes de plástico las salsas, roja y verde y los pedidos en voz alta: “dos de nana, cuatro de buche, un trozo de costilla, dos de oreja, tres de cachete… con todo…”.

Las hábiles manos de los taqueros entrenados en vida por don Panchito, son dirigidos ahora por su hijo en el local de la Reforma 522. El cuchillo de carnicero, pesado, corto y ancho se deja caer en repetidas ocasiones, rápido muy rápido para dar gusto al cliente.

Zalacaín cargaba su bolsa de ixtle rumbo a la casa y en el camino llamó a un amigo, de eso de toda la vida, de esos acostumbrados a comer al medio, beber y cenar entrada la noche en La Michoacana, el remate perfecto para un día de excelencia gastronómica.

La nana, matriz de la cerda, el buche, o sea el estómago del cerdo, el nenepil, mezcla de ambos, la oreja, las costillas, el cachete, la maciza, la trompa, la panza, los cueritos… casquería poblana con el sello michoacano, todo un manjar.

elrincondezalacain@gmail.com

Aquella mañana el aventurero Zalacaín repitió una de las clásicas operaciones del día de mercado, tradición familiar repetida al menos dos veces a la semana por la abuela y sus hermanas. Días especiales eran aquellos cuando el abasto se hacía en los mercados populares y más cuando por alguna razón decidía ir a algún pueblo y además de pasear y comer hacer la compra de productos no localizables en la ciudad de Puebla.

Dos acciones se practicaban antes de salir, descolgar una canasta de mimbre y una o dos bolsas grandes hechas de fibra de Ixtle proveniente usualmente de la palma, el maguey y la lechuguilla, una producción heredada por los artesanos modernos, pero practicada desde antes de la llegada de los españoles a Mesoamérica.

La fibra se usó para confeccionar prendas personales o de uso doméstico, y objetos que servían para enredar y cargar productos en los mercados. Tal vez el producto más famoso haya sido el Ayate portado por Juan Diego y donde quedó estampada la imagen de la Virgen de Guadalupe.

Las tías abuelas tenían la costumbre de comprar por los rumbos del templo de La Merced unos pequeños ayates muy calados, en las tiendas conocidas como “jarcierías”, especializadas en todo tipo de objeto hechos con ixtle, como los ayates, los mecates, las cuerdas, las bolsas, etcétera. Esos pequeños ayates se metían a hervir en agua caliente y de ahí se llevaban al baño, se usaban a manera de estropajo para restregar el cuerpo.

FOTO: JESÚS MANUEL HERNÁNDEZ

Las bolsas de mercado eran grandes y casi siempre a rayas multicolores.

En cambio, las canastas preferidas eran de mimbre de Querétaro, se conseguían por igual en el mercado La Victoria y se usaban para la compra de productos delicados, como los huevos, y la fruta o verduras muy blandas, el jitomate, el tomate, y las hierbas de olor, secas o frescas.

La aventura de ir al mercado era recordada por Zalacaín constantemente y presumía de contar con varias bolsas para hacer el recorrido en los mercados. Aquella mañana en el mercado de La Acocota fue interceptado varias veces para cuestionarle dónde las había conseguido. El aventurero había acudido a comprar cemitas de piso de “Coty” el histórico establecimiento donde lo mismo había cemitas de varios tamaños, pan para chanclas, pambazos, colorados, torta de agua y algunos otros panes de temporada.

Zalacaín pasó por los puestos de carnicerías y se detuvo a preguntar por la casquería, los intestinos, el bofe, riñones, hígado, panza, callos, libro, y por supuesto la cantidad de productos del cerdo, tradición gastronómica de Puebla enmarcada en los tacos mal llamados por algunos de “carnitas”, cuando realmente a esos establecimiento se les conoció primero como “Tacos de cabeza” y eran reconocidos por al menos una cabeza de cerdo colocada sobre la pedacería de las partes del animal ofrecidas para hacer los tacos.

En el momento el aventurero recordó al buen amigo Panchito, el fundador de la taquería más importante de las carnes del cerdo aprovechadas luego de fritas en los pequeños tacos; los trozos de carne son cortados, como juliana o en trozo a gusto del cliente y colocados sobre pequeñas tortillas y adornados con cebolla y cilantro, como marca la tradición michoacana.

Los expertos llegan a La Michoacana después de las 8 de la noche, y los trasnochados y desvelados después de la media noche. La barra es el mejor sitio para comerlos, a un lado del aparador con enormes focos para dar brillo a las cabezas de cerdo y los trozos de carne. En recipientes de plástico las salsas, roja y verde y los pedidos en voz alta: “dos de nana, cuatro de buche, un trozo de costilla, dos de oreja, tres de cachete… con todo…”.

Las hábiles manos de los taqueros entrenados en vida por don Panchito, son dirigidos ahora por su hijo en el local de la Reforma 522. El cuchillo de carnicero, pesado, corto y ancho se deja caer en repetidas ocasiones, rápido muy rápido para dar gusto al cliente.

Zalacaín cargaba su bolsa de ixtle rumbo a la casa y en el camino llamó a un amigo, de eso de toda la vida, de esos acostumbrados a comer al medio, beber y cenar entrada la noche en La Michoacana, el remate perfecto para un día de excelencia gastronómica.

La nana, matriz de la cerda, el buche, o sea el estómago del cerdo, el nenepil, mezcla de ambos, la oreja, las costillas, el cachete, la maciza, la trompa, la panza, los cueritos… casquería poblana con el sello michoacano, todo un manjar.

elrincondezalacain@gmail.com

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