/ jueves 16 de agosto de 2018

Las manos y la imaginación del panadero poblano | EL RINCÓN DE ZALACAÍN

Un homenaje póstumo a Don Trinidad Celestino Pérez Castañeda

El joven turista parisino era un amante de la comida, de la de su tierra, de sus padres y abuelos, y acababa de descubrir un tesoro importante en su acervo gastronómico en su primera visita a México. Conoció varias ciudades del país, probó prácticamente todo lo comible de acuerdo a las costumbres de cada región, Oaxaca, Chiapas, Veracruz, Morelos, Hidalgo, Ciudad de México, Querétaro, San Luis Potosí, Guadalajara, Puerto Vallarta, Los Cabos y un enorme etcétera.

Por fin llegó a Puebla donde lo esperaba la mayor sorpresa de todas. La lista de lo comido durante su viaje prácticamente se duplicó, de cuarenta y pico de platillos se pasó rápidamente a los cien. Chiles en Nogada, Mole Poblano, cemitas, chalupas, chanclas, tacos árabes, chile atole, mixiotes, y muchos guisos y combinaciones desconocidas por su paladar.

En su teléfono iba anotando cada cosa nueva y la descripción sentida en su paladar, su olor y grado de felicidad producido.

Foto: Jesús Manuel Hernández

Sin duda Hugues al regresar a su natal París, será uno más de los promotores de la cocina poblana y su paladar seguirá entrenándose hasta convertirse con los años en un profesional de la crítica gastronómico, como casi todos los franceses.

De todo lo probado por el parisino en su recorrido hubo algo muy especial “sólo lo he encontrado en Puebla” contaba a Zalacaín el joven. Se refería al “pan de agua” a la torta, era para su gusto, el mejor pan comido en su viaje por México. Se aficionó mucho a él en sus diversas preparaciones, desde el acompañante de la comida, para sopear y hacer “barquitos” sobre el plato, para ponerle aceite de oliva antes de comer, para rellenar la torta con jamón, frijoles, chilpotles, etcétera.

En escasas tres semanas Hugues descubrió las diferencias de las tortas, no todas son de agua, no todas son de hornito, empezó por despreciar las de los supermercados, luego a diferenciar las tienditas y panaderías de barrio donde se conseguía la torta de agua cocida en un “hornito” de la Junta Auxiliar de Zaragoza y los locales del mercado de La Acocota donde se distribuían.

Foto: Jesús Manuel Hernández

Le gustaban doradas, crujientes, aprendió a quitarles el migajón y a comer la costra. Le gustaron mucho, la mañana antes de partir al aeropuerto, pidió una bolsa de papel llena de tortas recién hechas en la panadería de “Coty” en La Acocota y así se fue. Su intención además de llevar Mole Poblano y chapulines era llevar de regalo a sus padres las tortas de agua de Puebla.

Zalacaín le contó la leyenda de su existencia, la confusión de su origen y la intensa búsqueda por saber exactamente de dónde salieron. El aventurero se refirió al llamado “Pan de Pascua” marcado con tres líneas en la superficie antes de ser horneada la forma. Le contó también del llamado “pan corriente” del siglo XVI y de la leyenda de cómo el “Birote” francés se adaptó en Guadalajara y de ahí pasó, con una técnica más lograda a la Ciudad de Puebla donde de pronto apareció un pan, llamado torta de agua, sencillo, muy parecido en sabor al pan ácimo de los judíos. Bien o mal, le dijo Zalacaín a Hugues, la torta poblana es un pan de pobres.

Y entonces el aventurero recordó su última visita al “hornito” de la Zaragoza donde don Trinidad Celestino Pérez Castañeda, un maestro panadero formado en La Flor de Puebla, quien viajó por varias ciudades del país enseñando a hacer el pan con las formas y técnicas poblanas. Un día se retiró y puso su horno en el patio de su casa donde continuó la tradición, les enseñó a sus hijos, a sus hijas y a sus nietos, todos los secretos de las mezclas de la harina, el agua, el amasado, el reposo, el corte, el “aflojado” de la masa, la preparación de las “formas”, es decir de la masa moldeada para producir los panes poblanos, la torta, la cemita, la pelona, la chancla, el pambazo, el bolillo y el más difícil de todos el “capitulado”, hasta llegar a unas mil formas.

Foto: Jesús Manuel Hernández

Don Celestino resumía en la charla los secretos de la panadería, las manos y la imaginación, “esto es una fantasía, una magia”, decía, de sus manos emanaron por varias décadas sus éxitos en la fabricación de cientos de miles de productos, todos tuvieron un fin, alimentar a los poblanos.

Las manos de don Celestino trabajaban con rapidez frente a su nieto, cortaba la masa, boleaba, si había error, “había que refrendar”.

Unos cuantos segundos eran necesarios para hacer la torta de agua ícono de la panadería poblana. Con las dos manos se hacía la bola, con el palo se aplanaba un poco, se aplastaba en el centro hasta provocar una especie de canal y listo… su peso, unos 100 gramos al tanteo.

Con otra bola similar y con el mismo procedimiento asentaba dos veces el palo y entonces formó la llamada “telera”.

Don Celestino trabajó varias veces fuera de Puebla enseñando el oficio y se dio cuenta de cómo en otras ciudades es imposible tener la costra de la torta poblana, otros usan productos químicos, los panaderos poblanos siguen las costumbres ancestrales.

El “capitulado” es la forma más difícil de hacer, se la reservaba para sus enseñanzas familiares, era, por así decirlo la consagración del panadero poblano, de su arte, de su experiencia, de su gusto por hacer el pan de cada día.

Descanse en paz don Celestino…

elrincondezalacain@gmail.com

El joven turista parisino era un amante de la comida, de la de su tierra, de sus padres y abuelos, y acababa de descubrir un tesoro importante en su acervo gastronómico en su primera visita a México. Conoció varias ciudades del país, probó prácticamente todo lo comible de acuerdo a las costumbres de cada región, Oaxaca, Chiapas, Veracruz, Morelos, Hidalgo, Ciudad de México, Querétaro, San Luis Potosí, Guadalajara, Puerto Vallarta, Los Cabos y un enorme etcétera.

Por fin llegó a Puebla donde lo esperaba la mayor sorpresa de todas. La lista de lo comido durante su viaje prácticamente se duplicó, de cuarenta y pico de platillos se pasó rápidamente a los cien. Chiles en Nogada, Mole Poblano, cemitas, chalupas, chanclas, tacos árabes, chile atole, mixiotes, y muchos guisos y combinaciones desconocidas por su paladar.

En su teléfono iba anotando cada cosa nueva y la descripción sentida en su paladar, su olor y grado de felicidad producido.

Foto: Jesús Manuel Hernández

Sin duda Hugues al regresar a su natal París, será uno más de los promotores de la cocina poblana y su paladar seguirá entrenándose hasta convertirse con los años en un profesional de la crítica gastronómico, como casi todos los franceses.

De todo lo probado por el parisino en su recorrido hubo algo muy especial “sólo lo he encontrado en Puebla” contaba a Zalacaín el joven. Se refería al “pan de agua” a la torta, era para su gusto, el mejor pan comido en su viaje por México. Se aficionó mucho a él en sus diversas preparaciones, desde el acompañante de la comida, para sopear y hacer “barquitos” sobre el plato, para ponerle aceite de oliva antes de comer, para rellenar la torta con jamón, frijoles, chilpotles, etcétera.

En escasas tres semanas Hugues descubrió las diferencias de las tortas, no todas son de agua, no todas son de hornito, empezó por despreciar las de los supermercados, luego a diferenciar las tienditas y panaderías de barrio donde se conseguía la torta de agua cocida en un “hornito” de la Junta Auxiliar de Zaragoza y los locales del mercado de La Acocota donde se distribuían.

Foto: Jesús Manuel Hernández

Le gustaban doradas, crujientes, aprendió a quitarles el migajón y a comer la costra. Le gustaron mucho, la mañana antes de partir al aeropuerto, pidió una bolsa de papel llena de tortas recién hechas en la panadería de “Coty” en La Acocota y así se fue. Su intención además de llevar Mole Poblano y chapulines era llevar de regalo a sus padres las tortas de agua de Puebla.

Zalacaín le contó la leyenda de su existencia, la confusión de su origen y la intensa búsqueda por saber exactamente de dónde salieron. El aventurero se refirió al llamado “Pan de Pascua” marcado con tres líneas en la superficie antes de ser horneada la forma. Le contó también del llamado “pan corriente” del siglo XVI y de la leyenda de cómo el “Birote” francés se adaptó en Guadalajara y de ahí pasó, con una técnica más lograda a la Ciudad de Puebla donde de pronto apareció un pan, llamado torta de agua, sencillo, muy parecido en sabor al pan ácimo de los judíos. Bien o mal, le dijo Zalacaín a Hugues, la torta poblana es un pan de pobres.

Y entonces el aventurero recordó su última visita al “hornito” de la Zaragoza donde don Trinidad Celestino Pérez Castañeda, un maestro panadero formado en La Flor de Puebla, quien viajó por varias ciudades del país enseñando a hacer el pan con las formas y técnicas poblanas. Un día se retiró y puso su horno en el patio de su casa donde continuó la tradición, les enseñó a sus hijos, a sus hijas y a sus nietos, todos los secretos de las mezclas de la harina, el agua, el amasado, el reposo, el corte, el “aflojado” de la masa, la preparación de las “formas”, es decir de la masa moldeada para producir los panes poblanos, la torta, la cemita, la pelona, la chancla, el pambazo, el bolillo y el más difícil de todos el “capitulado”, hasta llegar a unas mil formas.

Foto: Jesús Manuel Hernández

Don Celestino resumía en la charla los secretos de la panadería, las manos y la imaginación, “esto es una fantasía, una magia”, decía, de sus manos emanaron por varias décadas sus éxitos en la fabricación de cientos de miles de productos, todos tuvieron un fin, alimentar a los poblanos.

Las manos de don Celestino trabajaban con rapidez frente a su nieto, cortaba la masa, boleaba, si había error, “había que refrendar”.

Unos cuantos segundos eran necesarios para hacer la torta de agua ícono de la panadería poblana. Con las dos manos se hacía la bola, con el palo se aplanaba un poco, se aplastaba en el centro hasta provocar una especie de canal y listo… su peso, unos 100 gramos al tanteo.

Con otra bola similar y con el mismo procedimiento asentaba dos veces el palo y entonces formó la llamada “telera”.

Don Celestino trabajó varias veces fuera de Puebla enseñando el oficio y se dio cuenta de cómo en otras ciudades es imposible tener la costra de la torta poblana, otros usan productos químicos, los panaderos poblanos siguen las costumbres ancestrales.

El “capitulado” es la forma más difícil de hacer, se la reservaba para sus enseñanzas familiares, era, por así decirlo la consagración del panadero poblano, de su arte, de su experiencia, de su gusto por hacer el pan de cada día.

Descanse en paz don Celestino…

elrincondezalacain@gmail.com

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