Llegadas a cierta edad, aquella en donde todas tus amigas tienen proyectos de vida lo suficientemente estructurados que involucran todo su tiempo y energía, en donde llovían las noticias y actualizaciones en todas las redes sociales en torno a bodas, bebés o cualquier otro plan que implicara un grado alto de responsabilidad, yo me sentía en la etapa de la vida en donde apenas comenzaba a volar.
Nunca me había imaginado una vida después de los treinta, siempre dejé aquello inundado de un fuerte sentido de compromiso para después, incluyendo mi relación con mis amores, y en lo que a mi pareja actual respetaba, habíamos llegado a un acuerdo inconsciente de seguir en el plan flexible y sin ataduras, es decir, sabíamos que nos teníamos el uno al otro, y era suficiente.
Y así era la vida hasta el día que a mi mejor amiga le diagnosticaron leucemia, la noticia me partió en mil pedazos, la enfermedad la consumió rápidamente y en una de nuestras últimas pláticas, de forma profética refirió "somos tan parecidas en el miedo que nos provocan los compromisos que hoy todos tienen, pero te diré algo consciente de que mi muerte se aproxima, esperando que pueda hacerte pensar: El miedo a arriesgarse es algo que escudé muy bien en este traje de libertad, siempre tuve miedo de no poder ser la versión de mi misma para dar un paso más y al mismo tiempo el vacío me invadía, ahora ya no puedo, pero tú, no eches el tiempo en saco rato, y no me refiero a que hagas lo que todos, sino a saltar al vacío cuando así lo desees, no te quedes con las ganas".
Cuando Ania murió, me invadió un miedo terrible de quedarme sola, no hice más que buscar frenéticamente evitarlo a toda costa, no me di cuenta de que eso me posicionó en jugar para el otro bando, conseguí la compañía anhelada, pero forzada de mi pareja, pero pronto sobrevinieron los estragos de mi desesperación, no éramos felices, pero tampoco encontrábamos una solución para serlo.
Un año después de la muerte de Ania hojeaba un libro que me regaló antes de morir en mi cumpleaños, de él, cayó una tarjeta con la frase "Solía pensar que la peor cosa de la vida era terminar solo. No lo es. Lo peor de la vida es terminar con gente que te hace sentir solo." las lágrimas me invadieron, y al mismo tiempo, entendí que el sentido de sus palabras, así como el error que había cometido con mi pareja, porque me había encargado de convertirnos en algo que no éramos, y me había focalizado en mi miedo a la soledad sin pensar ni un momento en él, quien posiblemente estaba más solo a mi lado que sin mí.
Dr. Joaquín Alejandro Soto Chilaca
Médico Psiquiatra, Sexólogo, Psiquiatra Forense y Psicoterapeuta
Director de Mindful. Expertos en Psiquiatría y Psicología
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