Hola queridos lectores, como cada sábado agradeciéndoles el favor de abrirme las puertas de su hogar, siempre con el deseo de que estén muy bien y más en compañía de sus prestigiadas familias.
Les extrañará el título de mi entrega de este sábado, bueno, pues tiene su razón de ser por varios motivos. Ustedes recordarán que, de niños al jugar entre hermanos siempre a la hora de compartir bromeábamos diciendo “lo tuyo es mío y lo mío es mío”; claro, todo quedaba en una broma infantil, pero en la historia ni de broma se tomaba esta frase pues, aunque usted no lo crea, como diría el famoso Ripley, se aplicaba y de una manera muy impositiva e increíblemente abusiva.
Permítanme, les voy a comenzar a narrar un capítulo de nuestra historia en que aplicaba esta frase infantil, como el inicio de algo terrible para la sociedad. Todo comenzó cuando a mediados del siglo XVIII, estando Juárez de presidente dicta sus famosas Leyes de Reforma, que no eran más que hacer legal lo ilegal.
O sea, a través de estas expropiarle a la iglesia católica la totalidad de sus bienes, los cuales incluían, escuelas, hospitales, orfanatorios, academias de estudios superiores, universidades, centros de investigación médica, sanatorios, casas de cuna, asilos, casas de asistencia a pobres e indigentes, dispensarios, entre otras muchas instituciones de asistencia pública.
Estas, por medio del decreto y aplicación de estas leyes, pasaron a ser propiedad del gobierno federal, el cual de inmediato las cierra todas ordenando su desaparición y los inmuebles se convierten en cuarteles o caballerizas, los que mejor suerte corren, pero la mayoría son demolidos y sus terrenos vendidos a particulares.
De seguro tú te preguntarás ¿a que viene toda esta narración? Pues a lo siguiente: con el paso del tiempo muchos de estos inmuebles, principalmente joyas coloniales, desaparecen para dar paso a construcciones nuevas, salvándose únicamente los templos, los cuales por su riqueza arquitectónica son preservados hasta nuestros días.
Pero esta historia no termina aquí, pues incluso hoy en día podemos ver cómo ni siquiera sus atrios fueron respetados, pues son fraccionados, vendidos a particulares e incluso, a pesar de ser patrimonio histórico de la nación, se permitió que estos particulares fincaran y construyeran en pleno terreno federal. Esto se puede ver en todas las ciudades coloniales del país; desde luego, Puebla no se salvó y en pleno siglo XXI podemos ver ejemplos de esta práctica inmobiliaria.
Tenemos, por ejemplo, los atrios del templo de Santa Inés, en la esquina de la 3 Sur y la 9 Poniente; Santa Teresa, en la 2 Norte y la 8 Oriente; Santa Rosa, en la 3 Norte y 12 Poniente; San Juan de Dios, en la 5 de Mayo y la 16 Poniente.
Pero no todo fue malo; en los años sesenta el gobierno federal, junto con el estatal, se avocaron a rescatar dos atrios fraccionados y construidos, para sorpresa tuya, en pleno Centro de nuestra ciudad: los atrios del templo de San Cristóbal, en 1967 y de San Marcos en 1969, desde las Leyes de Reforma fueron vendidos a particulares que construyeron en ellos departamentos para renta.
Afortunadamente las autoridades federales de la época, en un momento de lucidez, se dieron cuenta de la barbaridad que se cometió contra el patrimonio histórico. Se expropian dichos predios para dar paso a la demolición de sus construcciones, restaurar la belleza que escondían estos templos y resarcir de esta manera el daño que se causó a nuestro patrimonio con la aplicación de dichas leyes, más vale tarde que nunca.
Pero no cantemos victoria, actualmente todavía tenemos en nuestro Centro Histórico varias muestras de lo que trato en esta nota y, como algo extra, en una de ellas una probada del pésimo gusto de los arquitectos de la década de los sesenta, los cuales me pregunto si estudiaron la carrera por correspondencia.
Me refiero a cuatro inmuebles construidos sobre el atrio de la iglesia de San Agustín, sobre la 3 Poniente, de un pésimo diseño arquitectónico. ¿Cómo es que obtuvieron el permiso de construcción?, una duda que siempre me invadirá la mente.
Así es querido lector, esta nota no es una denuncia, de ninguna manera, es un recordatorio de lo que no debemos de hacer ni permitir como sociedad y, sobre todo, como tenedores y poseedores de la ciudad más rica en casas virreinales del continente, la cual debemos de proteger, preservar y cuidar para las generaciones futuras.
Soy Jorge Eduardo Zamora Martínez, el Barón Rojo. Nos leemos el próximo sábado.
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