Durante la época colonial, las causas de muerte entre la población eran diversas y a veces inverosímiles. Las infecciones gastrointestinales ocupaban una alta tasa de mortandad. Pero nada se comparó con las epidemias sucedidas durante los siglos XVIII y XIX, cuando la población se redujo considerablemente y desaparecieron barrios completos.
Desde la fundación de la ciudad en 1531, los muertos eran enterrados dentro de las iglesias y conventos, hasta que la costumbre se volvió nociva y se prohibió en el siglo XIX. Pero la gente se resistía a enterrar a sus muertos en terrenos que no fueran consagrados y optaron por sepultarlos en sus propias casas.
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En 1885, el ayuntamiento resolvió castigar con cárcel la inhumación de cuerpos dentro de las casas, y se dio a la tarea de demoler y lotificar los cementerios existentes para que la gente no tuviera más opción que enterrara a sus muertos en el primer panteón civil de la ciudad.
Enfermedades en la época colonial
Además de sus costumbres y tradiciones, los españoles trajeron sus animales, sus plantas y sus enfermedades, que se comenzaron a apoderar del territorio sin distinción de sexo, edad o clase social.
“En la Puebla Antigua y mientras más atrás en el tiempo nos vamos, las causas de muerte eran muy diversas y a veces inverosímiles; una simple cortada o una caída se podían complicar y causar la muerte en cuestión de horas. No existía la ciencia médica para atender casos de contusiones, golpes, heridas cortantes o incluso accidentes menores. Por ejemplo, cuando alguien moría de golpe, la gente decía: Le dio el óbito. Ahora lo podemos atribuir a un infarto o derrame cerebral”, expone el investigador David Ramírez Huitrón.
Refiere que en los Registros Parroquiales era donde se asentaban tanto los nacimientos como las muertes. Cuando una persona fallecía se llenaba el registro con los datos que ofrecía la persona que atestiguaba y muchas veces se tenía que deducir si había sido tosferina, neumonía, sarampión, bronquitis o una enfermedad infecciosa, etcétera.
Las causas de muerte más frecuentes eran por accidentes súbitos, golpes, caídas o infecciones gastrointestinales, estas últimas ocupaban una alta tasa de mortandad en Puebla y en todo el país. En segundo lugar estaban las enfermedades de los pulmones, sobre todo neumonía. En tercer lugar estaban las disfunciones por el mal del hígado (alcoholismo). En menor medida crímenes o muertes violentas.
“Un apartado especial merecen las muertes por parto o de cuna. Eran muy frecuentes, porque si el bebé venía con alguna complicación no había modo de saberlo y prácticamente era una sentencia para él o para la mamá. También morían por falta de higiene, ya sea porque la mamá se contagiaba de alguna infección o porque para salvar la vida del bebé se hacían incisiones que se infectaban, incluso, cuando la mujer sufría desgarres y estás heridas no se cuidaban adecuadamente, la mamá fallecía y en el mejor de los casos, el bebé sobrevivía, pero muchas veces fallecían ambos”, señala.
Antiguamente, la esperanza de vida en Puebla era de 35 años, a esta edad ya se les consideraba un adulto mayor. Generalmente, las mujeres de entre 14 y 28 años, que era la edad máxima considerada para tener hijos, fallecían a causa de enfermedades o padecimientos relativos al parto.
“Enfermedades de tipo crónico degenerativas como el cáncer o la diabetes eran muy raras. Le llegaban a dar a las personas jóvenes o personas muy mayores, pero para llegar a tener 60 o 70 años en ese entonces era difícil. La gente que llegaba a los 45 o 50 años ya eran considerados ancianos. Incluso, llama la atención que hace cien años en el siglo XX, llegar a los 60 años era alcanzar la mayoría de la vejez; aunque había casos excepcionales que, por genética y alimentación, personas contadas llegaba a los cien años”, detalla.
Epidemias que se cobran vidas
La tasa de mortalidad se volvió fatal durante el siglo XVIII cuando la epidemia de Matlazáhuatl asoló el país, entre 1737 y 1739. La epidemia se esparció con rapidez por la falta de higiene y la carencia del tratamiento médico
“Se dieron oleadas de enfermedades que actualmente no son identificables. Se cree que eran variantes de viruela, se llamaba Matlazáhuatl. Pegaron muy fuerte a la población indígena porque no tenían resistencia natural a los anticuerpos, también le pegaba a los mestizos, pero la población española por lo regular no se veía tan afectada”, dice.
“Más allá del perfil genético, eran las condiciones de vida, porque parece ser que el vector de esta enfermedad era la purga de las ratas que se encontraban en los lugares donde se fabricaban las telas que eran los famosos obrajes. La mayoría de mestizos, indígenas o esclavos negros que trabajaban ahí eran los que se enfermaban y normalmente, los lugares en donde se desataba la epidemia con mayor fuerza era en los barrios, porque además de obrajes estaban los caminos que conectaban la ciudad con otras poblaciones”, explica.
Los barrios limítrofes eran los que más sufrían las epidemias, como Santa Anita que conectaba con Tlaxcala, El Alto y Analco con Veracruz y Oaxaca, San Matías y San Sebastián con la ciudad de México y Cholula.
“Un barrio que se perdió totalmente fue el de San Diego Buenavista o San Dieguito (estaba al pie del cerro de Guadalupe). Desapareció porque de acuerdo a las crónicas quedaron 4 o 5 indígenas, todos los demás se murieron. Los barrios de San Sebastián y San Matías quedaron prácticamente deshabitados y tardaron casi 150 años en recuperar su población”, advierte.
Nuevo siglo, nuevas epidemias
A inicios del siglo XIX, entre 1812 y 1813, una epidemia de viruela azotó a la población dejando centenares de muertos. Y para 1835, la peste de Cólera asoló a Puebla varias veces y cada verano se cobró miles de víctimas.
“Hubo una epidemia entre 1835 y 1838, fueron miles los muertos, incluso murió el gobernador Patricio Furlong, no se salvaba nadie, morían políticos, religiosos, ricos, pobres, el cólera era trasmitida sobre todo por el agua. Las fuentes púbicas que eran de donde se abastecía de agua la población, eran foco de infección. No se acostumbraba hervirla, te la tomabas directo. Fue hasta 1908, cuando que se introdujeron adelantos modernos como el drenaje, que estas enfermedades se comenzaron a controlar”, asegura.
Fue tal la cantidad de personas contagiadas con la peste del Cólera que el edificio de San Javier (13 Sur y Avenida Reforma) que estaba abandonado, se acondicionó como hospital. Tampoco había donde enterrar a los muertos porque las iglesias y los cementerios de los conventos estaban repletos. Entonces se improvisó un camposanto sobre la 13 Sur, de la 3 a las 7 Poniente.
Las epidemias diezmaron la población y más vidas se perdieron durante la segunda mitad del siglo cuando se suscitaron en las Angelópolis diferentes conflictos bélicos (Intervención francesa, Sitio de Puebla, etcétera).
De los antiguos a los nuevos enterramientos
De acuerdo con la costumbre de los enterramientos antiguos las personas tenían que ser sepultadas en el interior de las iglesias o en los conventos. El espacio se jerarquizaba de acuerdo a la distinción social del difunto, mientras más importante era el personaje o si podía costearlo estaba más cerca del altar, mientras que los más pobres de la sociedad quedaban marginados a ser sepultados en los atrios.
“La gente más humilde era enterrada en la parte exterior (en el atrio) y posterior de las iglesias. Casi siempre, por debajo de los altares o lo más cercano a ellos, se colocaban los féretros de la gente más selecta, la más pudiente y la más cercana a la autoridad. Incluso había gavetas adosadas a los muros”, detalla Ramírez Huitrón.
Puebla no fue la excepción, desde su fundación en 1531, los muertos se sepultaban en la Iglesia Mayor que se construyó a la mitad de lo que hoy es el Portal Juárez. Conforme fue creciendo la ciudad, los difuntos se enterraban en los templos de los conventos o en los espacios designados dentro de los mismos para ello, los camposantos.
“La mayor parte de las iglesias en Puebla se edificaron con la promesa de que, a la persona que colaborara económicamente para su construcción, se le garantizaba un lugar de sepultura. Cuando ya estaban construidas, muchos hacían grandes donaciones para que las iglesias tuvieran mejoras y así obtener un espacio”, asegura.
La costumbre de sepultar a las personas en las iglesias se volvió nociva, porque al descomponerse los cuerpos se despedían olores que además de desagradables, se pensaba eran el origen de enfermedades o epidemias. Entonces el ayuntamiento prohibió las sepulturas dentro de los templos.
“En 1829 la autoridad exigió la construcción de gavetas y no eran permitidos los entierros dentro de las iglesias salvo que fuera un obispos, presbíteros o religiosos de la congregación, pero a los civiles ya no. Los que fallecían en las epidemias también era enterrados en las iglesias y era un problema porque la gente iba al templo a rezar, era contraproducente, pero se desconocían los mecanismos de transmisión, sobre todo en el tema de las pulgas o piojos, que saltaban del muerto para habitaren el vivo”, señala.
La reglamentación definió proporciones de las gavetas y en cuanto a las fosas permitió como máximo, 3 entierros en una sola con por los menos 70 cm de tierra entre uno y otro. Pero se han encontrado fosas con cinco o más cuerpos.
De camposantos a panteones
“A partir de 1840 se establecieron los primeros camposantos de la ciudad: San Francisco (jardín Trinitarias), El Carmen (16 de Septiembre) y San Antonio (5 de Mayo y 24 Poniente) que pronto se saturaron. Un cementerio que operaba de forma clandestina era el de La Piedad, era un ranchito que pertenecía a las monjas dominicas y ellas enterraban ahí a sus hermanas. Como era suelo consagrado y la gente ya no podía enterrar en las iglesias, les llevaba sus muertitos a las monjas”, asegura.
En realidad, el rancho le pertenecía al Arzobispado que por medio a que les expropiaran operaban con el nombre de algunos ciudadanos como Asociación Civil La Piedad. Operó de forma clandestina hasta 1934 cuando fue expropiado por el ayuntamiento.
Después de la prohibición de los enterramientos en las iglesias y en los atrios, y con la necesidad de higiene ante el proceso de descomposición de los cuerpos, el Ayuntamiento construyó el primer cementerio civil de Puebla para que, obligatoriamente, se inhumaran ahí los muertos.
“Compararon el rancho de los Díaz Barriga y ahí establecieron el Panteón Municipal que inauguraron en 1880. Pero en aquel entonces el 99% de la población era católica y en el panteón no había capilla y mucho menos se permitían las celebraciones religiosas en su interior. Como no era terreno consagrado la gente comenzó a enterrar a sus muertos en sus propias casas, muchos tenían capilla”, puntualiza el investigador.
Al darse cuenta de que la gente enterraba a sus muertos en sus propias casas, hacia 1885, el ayuntamiento resolvió castigar con cárcel la inhumación de cuerpos dentro de las casas y se dio a la tarea de demoler y lotificar los cementerios existentes. La gente no tuvo más remedio que enterrar a sus muertos en el Panteón Municipal.
El siglo XX trajo consigo nuevas epidemias como la tifus que los revolucionarios trajeron a la ciudad a través delos piojos, lo mismo la gripe española, una pandemia provocado por el virus de la influenza que hasta ese momento fue la más mortífera en la historia de la humanidad.