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Aquella mañana en lo que hoy se conoce como el Barrio de Xonaca llovió como nunca antes en la ciudad de Puebla. El día se tornó pesado, las nubes se opacaron y reinó la oscuridad.
Las señoras de las casas cerraron sus grandes portones y ventanales, que crujían como feroces animales al replique del agua y el viento. Los niños más pequeños, escurridizos y asustados, se escondieron bajo las enaguas de sus madres y abandonaron sus juguetes de madera y los juegos de patio para internarse en sus hogares.
De pronto, las calles del Barrio de los Catrines, un lugar rústico y ubicado en la Puebla colonial, quedaron vacías. A lo lejos, en una escena fría y casi melancólica, se observaban dos siluetas.
La pequeña Beatriz, de seis años, y Miguel, de siete, se refugiaban bajo una sombrilla azul, que poco los protegía del agua.
En ese momento, inerte, una extraña, pero familiar figura, se abrió paso entre la cortina de lluvia. Para entonces, era la única cosa animada que podía verse. El agua, el viento, las manecillas del reloj y la vida se detuvieron. Sin acelerar su paso, llegó hasta los infortunados pequeños, que yacían en el suelo, les extendió una larga y gélida mano para ayudarlos a que se levantaran.
Después de eso nadie más los volvió a ver con vida… y la leyenda nació.
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