Ayer conocí a alguien.
No era cualquier persona. Se trataba de un bohemio apasionado.Se llamaba Lucrecio; tocaba el saxofón. Había renunciado a sutrabajo y se había mudado a un estudio pequeñito y abandonado.Era coleccionista de arte y tenía por mascota un Grifón.Prodigio de las letras y amante de Rembrandt. No sabía cantar,pero soñaba con Puccini y La bohème.
Habíamos bebido un par de vermuts y, con voz roca por tantotabaco, recuerdo que me dijo:
“Amigo mío, trata de vivir al momento, sin remordimiento,y solo habla con la gente si realmente necesitashacerlo.”
Yo le pregunté qué hacía hablando conmigo.
“Son las gafas que llevas,” - me dijo- “están sucias por el polvo de los convencionalismos.Quítatelas, que voy a darte un remedio.” - pidió otraronda de vermuts y continuó - “Bebe, que esta noche habráconcierto.”
Y dicho y hecho. No sé si fue el alcohol, aquel hombre o miimaginación. Pero con él aprendí a ver pinturas en la música,música en la poesía y versos en las pinturas.
Esa noche me di cuenta de que, lo que el mundo necesita songuerras de cosquillas, hambre de paz y leyes que prohíban laignorancia. Que la gente debería abrazar y no atacar; dialogar yno maldecir; pensar y no hablar de más; observar, pero sin dejarde actuar.
Ayer conocí a un total bohemio. Que era sin saber quién era,sentía sin saber qué quería y se buscaba a sí mismo ensilencio, mientras hablaban las multitudes ostentosas.