Como toda buena panadería, desde metros antes de llegar al horno ya huele a pan nuevo. A hojaldra con más de tres décadas de historia y tradición.
Al sur sobre la calzada Oaxaca, una de las más largas y responsable de partir en dos a esta ciudad, está escondida una tienda. La mitad de ese espacio, sumido entre botellas de refresco de plástico y vidrio, es para vender chiles en lata o bolsas de sopa.
Y la otra parte es una panadería. De las bolsas de sopa a las charolas de hojaldrada a punto de cocinarse hay una larga fila de canastas llenas de sabor de temporada y olor a azahar: rosquetes, pan de muertos, bollos de sal y hasta catarinos.
Armando Cortés salió de entre las bolsas de Sabritas con su mandil y con la prisa de saber que ya es temporada de la venta grande.
Hay de todos tamaños: las gigantescas, de 80 pesos, hasta las pequeñas, de 10 pesos, para la ofrenda de niños. O medianas, para una tasa y media de chocolate.
Siete de sus familiares son los empleados de este pequeño negocio. No respiran. No hablan. Apenas observan sin perder el ritmo de los pinceles para barnizar las piezas a punto de entrar al horno.
El horno de ladrillo y gas es muy particular: tiene la puerta de una gaveta pesada y negra. Al abrirse es fácil detectar la cóncava figura. Ese hueco está incrustado en la pared. Salvo por la fachada caliente, nadie lograría darse cuenta de su existencia.
Consultado sobre los secretos del pan de muerto, Cortés, un hombre de más de 60 años, es franco y no dudó: “solo es ponerle ingredientes de buena calidad. No hay más”.