Con ejemplo, entrega y tenacidad fue como Javier Daniel López Merino y Rocío Moreno Couturier se forjaron un lugar en el mundo artístico de Puebla. Él, con su aportación al arte pictórico plasmado en cascarones de huevo, y ella, con su disciplina y pasión por la enseñanza. Juntos, con cariño y complicidad, lograron compartir su talento con miles de personas, del país y el extranjero.
Trabajador incansable, desde niño Javier supo de su habilidad por la pintura. Fue después de años de buscar su vocación que la encontró dibujando sobre un cascarón de huevo. “Se vinieron tiempos difíciles y a mi papá le vino la inspiración. Mi mamá vio oportunidad de negocio y lo motivó a mejorar la técnica para venderlos. A ella nunca no se le cerró el mundo, por eso empezó a ofrecer la obra de papá en galerías y con conocidos”, recuerda Javier, el primogénito.
De esta manera, Rocío llegó con el doctor Bolaños Azcue, reconocido médico homeópata, altruista y amante de las artes, quien les ofreció un espacio en su casa del Barrio del Artista, donde él daba sus consultas y clases de escultura, para que vendieran los cascarones y pusieran su taller de dibujo y pintura.
Así fue como el matrimonio se instaló (1990) en la 8 norte 408 del Barrio del Artista, por 30 años y, desde entonces hasta hace unos días, el Taller Libre de Artes Plásticas, A.C. (TLAPAC) fue su segundo hogar. Bajo la dirección del maestro Javier, siempre acompañado por su inseparable amiga, colega y esposa, impulsaron el arte y a los artistas en disciplinas como pintura, escultura, fotografía y música.
“A nosotros nos llena de orgullo que mis papás fueran un parteaguas en el Barrio del Artista, al ser los primeros en ofrecer talleres de pintura. Nadie más lo hacía”, asegura el hijo.
ARTE QUE CRUZA FRONTERAS
Al principio Javier dibujaba en los cascarones de gallina a lápiz y a detalle, estampas de Puebla, porque es lo que compraban los turistas. Al perfeccionar la técnica empezó a pintar al óleo, lo que le pidieran: retratos, animales, paisajes, bodegones y hasta caras de famosos. Utilizó desde los huevos más pequeños hasta los más grandes: perico australiano, paloma, pato, ganso, emú, ñandú y avestruz.
“No conozco a alguien que pinte los cascarones como lo hacía mi papa. Es muy difícil guardar la perspectiva en una superficie curva y más con tanto detalle”, advierte Javier.
Conseguir los cascarones era un reto, algunos los obtenía en Africam Safari, haciendo trueque. Él pintaba animales del zoológico en los de avestruz que después se obsequiaban a los visitantes distinguidos que recibía el parque, como deportistas o artistas. Un empresario poblano le encargaba cada año cerca de 300 para regalar en sus viajes. Así su obra dio la vuelta al mundo.
Rocío fue autodidacta, estudió dibujo y diferentes técnicas para armar su método de trabajo. “Enseñó a personas de toda la república y también extranjeros que venían por temporadas a la ciudad. Algunos de ellos se desempeñan como arquitectos, diseñadores, artistas plásticos e incluso, profesores de arte en escuelas en Europa”, expone Paty, la hija menor.
CERCANOS Y BUENAS PERSONAS
Como el agua y el aceite, así describe Gabriel Gil Quezada a “don Javi” y a la “señora Chío”. Enfatiza que “era impresionante ver cómo, a pesar de ser tan diferentes, se compenetraban tanto como pareja. Ella era muy analítica, él natural y bromista, pero se entendían y hacían lo correcto. Siempre fueron un ejemplo a seguir”. Él compartió su pasión por el basquetbol con Javier y estrechó lazos con sus hijos, quienes lo consideran un hermano mayor.
“Fueron los mejores maestros. Enseñaban con el corazón, eran amorosos con los alumnos y les gustaba compartir su talento”, asegura Jesús García Martínez, que fue alumno de Rocío y recibió los mejores consejos por parte de Javier, para mejorar las técnicas. Refiere que el matrimonio lo instruyó a pintar desde la expresión que quería lograr o el amor que quería transmitir, y así logró cosas que nunca imaginó.
“Javier, mi hija Rosi y sus hijos son familia cercana para nosotros”, dice Beatriz Navarrete de Islas quien junto con su esposo Julián, los trató por más de 40 años. Asegura que Rocío se preparaba constantemente para compartir sus conocimientos y ayudar a la gente. Era bondadosa y afrontaba la vida de forma positiva. Refiere que tratar a Javier era un gusto por su buen sentido del humor.
Explica que en su trabajo siempre destacaron porque todo lo hacían con gran entusiasmo: “son un ejemplo a seguir, se fueron muy temprano, todavía tenían mucho que dar y que enseñar, los vamos a extrañar mucho”.
EL ÚLTIMO ALIENTO
“Nos dejan muchos valores, principios y ejemplos, como la constancia y la perseverancia. El saber superarse a sí mismos y compartirlo todo con el corazón”, apunta Susi, la segunda hija, quien además comenta que en septiembre sus papás cumplirían 45 años casados. Una vida de estar juntos, uno al lado del otro, desde las primeras horas de la mañana hasta la noche.
Y así de caprichoso, el Covid-19 les arrebató el último suspiro a quienes hicieron de su pasión por el arte un modo de vida. Javier falleció el 8 de mayo y Rocío el día 19, once días después. Juntos se tenían que ir.