/ jueves 17 de octubre de 2019

El arduo camino de la cultura de la legalidad (1 de 2)

¿Qué determina que una persona decida infringir la ley? ¿Por qué en algunas democracias hay una mayor incidencia delictiva y niveles de corrupción más altos que en otras?

Muchos dirán que la clave para que en una sociedad se respete la Ley radica en la expectativa del castigo. Sin embargo, la acción coercitiva del Estado tiene límites. La observancia de la ley siempre requerirá de cierto grado de legitimidad para su aceptación y cumplimiento voluntario.

Precisamente, el grado de aceptación y observancia voluntaria del marco normativo está determinado por la cultura de la legalidad. A mayor respeto voluntario de la Ley, mayor cultura de la legalidad, y viceversa.

En un lúcido ensayo sobre Democracia y Cultura de la Legalidad, Pedro Salazar Ugarte advierte que el déficit cultural en materia de legalidad en México tiene que ver con “la enorme distancia entre el discurso constitucional y la realidad social y política que ha marcado la historia moderna de los países latinoamericanos”. Según el autor, esto es resultado de al menos dos procesos históricos.

El primero se refiere a que, a diferencia de lo que sucedió en Europa y en Estados Unidos de América, las constituciones liberales y democráticas adoptadas en esos países, “no correspondían a la realidad histórica latinoamericana”. Su finalidad fue (en palabras de Octavio Paz citadas por el autor) “vestir a la moderna las supervivencias del sistema colonial”.

La ideología liberal y democrática plasmada en esas constituciones, dice Paz, “lejos de expresar nuestra situación histórica concreta, la ocultaban”. Fue así como “la mentira política se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente” y “el daño moral ha sido incalculable y alcanza a zonas muy profundas de nuestro ser. Nos movemos en la mentira con naturalidad”.

El segundo proceso histórico tiene que ver con las características del sistema político surgido de la Revolución Mexicana que, según Salazar, “encumbró la corrupción como engranaje fundamental de su funcionamiento. Una vez institucionalizada, la corrupción se convirtió en un motor para el sistema, un salvavidas para la clase política y un combustible para la cultura nacional”.

La combinación de estos dos hechos históricos derivó en una suerte de “cultura de la ilegalidad” ampliamente desarrollada durante 70 años de partido hegemónico, marcada por un relajamiento estructural del aparato coercitivo del Estado (impunidad sistémica) en beneficio de sus representantes, acompañada de una extendida narrativa social de menosprecio por la ley y las instituciones.

Con la transición a la democracia, se abrieron nuevas posibilidades de superar esta situación y hacer realidad lo establecido en el texto constitucional. Han pasado casi dos décadas y, efectivamente, los mexicanos hemos logrado avances sustanciales en la consolidación del Estado Democrático de Derecho (alternancia, elecciones limpias, transparentes y competidas, libertad de expresión, división de poderes, etc.).

Sin embargo, no podemos decir lo mismo en lo relativo a desarrollo y el bienestar del grueso de la población. Los enormes rezagos económicos y sociales, y la intensificación de las prácticas de corrupción al interior del aparato estatal, nos demuestran que, hasta nuestros días, es válida la sentencia de Aguilar Camín (1999) formulada a finales del siglo pasado: “en materia de cultura de la legalidad, sigue vigente entre nosotros la vieja tradición mexicana de negociar políticamente la ley, esta larga tradición negociadora del sistema corporativo y clientelar ha permeado profundamente en la sociedad mexicana”.

¿Cómo superar esta condición estructural que impide el desarrollo de una cultura de la legalidad? En mi siguiente entrega seguiré reflexionando al respecto.

*/ Salazar Ugarte, Pedro, Democracia y (Cultura de la) Legalidad, Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática, INE, 2016.

¿Qué determina que una persona decida infringir la ley? ¿Por qué en algunas democracias hay una mayor incidencia delictiva y niveles de corrupción más altos que en otras?

Muchos dirán que la clave para que en una sociedad se respete la Ley radica en la expectativa del castigo. Sin embargo, la acción coercitiva del Estado tiene límites. La observancia de la ley siempre requerirá de cierto grado de legitimidad para su aceptación y cumplimiento voluntario.

Precisamente, el grado de aceptación y observancia voluntaria del marco normativo está determinado por la cultura de la legalidad. A mayor respeto voluntario de la Ley, mayor cultura de la legalidad, y viceversa.

En un lúcido ensayo sobre Democracia y Cultura de la Legalidad, Pedro Salazar Ugarte advierte que el déficit cultural en materia de legalidad en México tiene que ver con “la enorme distancia entre el discurso constitucional y la realidad social y política que ha marcado la historia moderna de los países latinoamericanos”. Según el autor, esto es resultado de al menos dos procesos históricos.

El primero se refiere a que, a diferencia de lo que sucedió en Europa y en Estados Unidos de América, las constituciones liberales y democráticas adoptadas en esos países, “no correspondían a la realidad histórica latinoamericana”. Su finalidad fue (en palabras de Octavio Paz citadas por el autor) “vestir a la moderna las supervivencias del sistema colonial”.

La ideología liberal y democrática plasmada en esas constituciones, dice Paz, “lejos de expresar nuestra situación histórica concreta, la ocultaban”. Fue así como “la mentira política se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente” y “el daño moral ha sido incalculable y alcanza a zonas muy profundas de nuestro ser. Nos movemos en la mentira con naturalidad”.

El segundo proceso histórico tiene que ver con las características del sistema político surgido de la Revolución Mexicana que, según Salazar, “encumbró la corrupción como engranaje fundamental de su funcionamiento. Una vez institucionalizada, la corrupción se convirtió en un motor para el sistema, un salvavidas para la clase política y un combustible para la cultura nacional”.

La combinación de estos dos hechos históricos derivó en una suerte de “cultura de la ilegalidad” ampliamente desarrollada durante 70 años de partido hegemónico, marcada por un relajamiento estructural del aparato coercitivo del Estado (impunidad sistémica) en beneficio de sus representantes, acompañada de una extendida narrativa social de menosprecio por la ley y las instituciones.

Con la transición a la democracia, se abrieron nuevas posibilidades de superar esta situación y hacer realidad lo establecido en el texto constitucional. Han pasado casi dos décadas y, efectivamente, los mexicanos hemos logrado avances sustanciales en la consolidación del Estado Democrático de Derecho (alternancia, elecciones limpias, transparentes y competidas, libertad de expresión, división de poderes, etc.).

Sin embargo, no podemos decir lo mismo en lo relativo a desarrollo y el bienestar del grueso de la población. Los enormes rezagos económicos y sociales, y la intensificación de las prácticas de corrupción al interior del aparato estatal, nos demuestran que, hasta nuestros días, es válida la sentencia de Aguilar Camín (1999) formulada a finales del siglo pasado: “en materia de cultura de la legalidad, sigue vigente entre nosotros la vieja tradición mexicana de negociar políticamente la ley, esta larga tradición negociadora del sistema corporativo y clientelar ha permeado profundamente en la sociedad mexicana”.

¿Cómo superar esta condición estructural que impide el desarrollo de una cultura de la legalidad? En mi siguiente entrega seguiré reflexionando al respecto.

*/ Salazar Ugarte, Pedro, Democracia y (Cultura de la) Legalidad, Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática, INE, 2016.

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