/ domingo 29 de octubre de 2023

El mundo iluminado | Desasosiego y escalofríos

elmundoiluminado.com

Sentirse vacío es característico del individuo contemporáneo. Todos nos sentimos así y por ello es que somos una sociedad consumista. Bajo la premisa de “no es suficiente” pretendemos llenar nuestra vida con mercancías de todo tipo. Algunos consumen todo cuanto se les pone enfrente, otros son más selectivos, prefiriendo solamente la ropa, las joyas, la tecnología, los alimentos, los juguetes y otras tantas mercancías que sería imposible enlistar. Otros consumistas son más de orden “espiritual” (eso suponen) y su intento por llenar su vacío es a partir de consumibles intangibles como lo serían las ideas, las ideologías, las creencias, los dogmas, la política, etc.

Nos sentimos vacíos porque los valores trascendentes de los que nuestra especie se valió en el pasado han desaparecido. Ideas ligadas a lo sagrado, al amor, a lo filosófico y a lo artístico resultan ridículas o inútiles para la mayoría de nosotros, a menos que de alguna manera sirvan para conseguir dinero, el cual hoy se encumbra como el único valor posible, a pesar de su caducidad. Dinero, solamente en eso piensa el individuo contemporáneo, el cual utiliza para comprar algo que le permita llenar el vacío que tiene dentro. Sin embargo, no es posible llenar este vacío que nos quedó con la caída de los valores trascendentes, al menos no es posible mediante la vía del consumismo, pues ésta mantiene una relación con el deseo, el cual tan pronto queda satisfecho, vuelve a exigirnos un nuevo esfuerzo para satisfacerlo.

La sobreestimulación a la que estamos expuestos ha corrompido al deseo y, por ende, al placer, el cual confundimos con una sensación transitoria de bienestar. Estamos sobreestimulados porque todo a nuestro alrededor exige de nuestros sentidos y de nosotros mismos más de lo que podemos dar. Nuestro entorno está contaminado, en todo momento escuchamos ruido, respiramos combustibles, comemos inadecuadamente, pero, principalmente, vemos demasiadas imágenes. La televisión y los medios digitales nos exponen a un continuo de contenidos inconexos que avanzan tan rápido que nuestra mente es incapaz de comprender lo que ha recibido, de tal suerte que esta sobreexposición a las imágenes no solamente nos perturba, sino que, además, nos insensibiliza, a la vez que nos mata la inteligencia, de tal suerte que terminamos reducidos a sujetos pasivos incapaces de ejercer cualquier tipo de análisis y crítica.

Los efectos del abuso de los dispositivos digitales es evidente, no sólo se ha demeritado la inteligencia, la fisionomía y la condición física de las personas, las cuales pasan varias horas acostadas o sentadas viendo programas televisivos y películas, sino que, además, sus potencialidades socio–afectivas se han visto tan dañadas que al individuo de hoy no solamente le es difícil relacionarse con los demás, sino que también ser fieles a la corresponsabilidad que la amistad y el amor implican. En pocas palabras, el individuo de hoy no solamente está vacío, sino que, además, está solo y carente de afecto, por ello es que se refugia en los paraísos artificiales que la televisión, el internet y los dispositivos digitales representan.

La depresión es una enfermedad invisible y en continua propagación a nivel mundial. La depresión es de carácter psíquico, es decir, un trastorno mental, pero también es, como decían los filósofos antiguos, de orden espiritual; de hecho, la palabra “psíquico” viene del griego “psique”, “alma”. No es posible definir aquí las causas de la depresión, pues el problema es complejo, sin embargo, se puede advertir que una de sus causas es el consumo inmoderado de imágenes, específicamente, las de la televisión y del internet, medios de comunicación que han sido utilizados para alentar en la sociedad comportamientos consumistas cuyo éxito se debe al vacío del que ya se ha hecho mención.

Nuestros tiempos son los tiempos de la deshumanización. Vivimos hacinados en la ciudad y en condiciones económicas generalmente precarias que nos llevan a ver al otro no como un semejante, sino como un rival. La educación, frente al dinero, no es una prioridad y en este ámbito consumista lo único que al individuo le interesa es “tener” y “parecer”, pero nunca “ser”. Desde la antigüedad griega se le llama a este tipo de depresión “acedia”, el cual fue ampliamente reflexionado por los cristianos del desierto en una obra titulada Filocalia, en la que dice:

«Hay una tristeza útil y una tristeza destructiva. Lo propio de la primera es lamentar las propias faltas y afligirse de la debilidad de nuestros prójimos, a fin de mantenernos en la bondad. Pero también está la tristeza que viene del tedio, irracional, y que se llama “acedia”. La tristeza y la acedia no suelen originarse por causas externas a nosotros, sino por los pensamientos. Nuestra lucha es contra el espíritu de la acedia, que está unido al de la tristeza, siendo éste un terrible y pesado demonio. La acedia produce desasosiego y escalofríos, odio contra el entorno y quienes nos rodean, así como al trabajo y el estudio. La acedia nos hace querer salir corriendo y sentir que todo es fatiga y tiempo perdido. Además de esto, la acedia produce un hambre semejante a la de tres días de ayuno, de un largo viaje o de una gran fatiga. Luego hará que surjan pensamientos varios, tales como que uno no podrá nunca liberarse de tal mal.»

La insatisfacción es consecuencia del vacío existencial en que nos hallamos. No sabemos qué queremos, sin embargo, queremos más. La palabra “acedia” significa “descuido” y qué somos nosotros sino individuos descuidados. A su vez, la voz “descuido” significa “el que no piensa, o el que no avanza”. De lo anterior deducimos que si padecemos de acedia es debido a que nos hemos descuidado, a que hemos dejado de avanzar, ¿pero cómo hacerlo si no sabemos hacia dónde vamos? La vida, por sí misma, carece de un sentido intrínseco, por lo que de cada uno de nosotros dependerá dotarla de un sentido personal que nos haga ir del estancamiento al cuidado de nosotros mismos. ¿Cómo lograrlo? Dejar el consumismo para responder a la pregunta “¿Cuál es mi plan de vida?”; de lo contrario, no sentiremos más que desasosiego y escalofríos.

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Sentirse vacío es característico del individuo contemporáneo. Todos nos sentimos así y por ello es que somos una sociedad consumista. Bajo la premisa de “no es suficiente” pretendemos llenar nuestra vida con mercancías de todo tipo. Algunos consumen todo cuanto se les pone enfrente, otros son más selectivos, prefiriendo solamente la ropa, las joyas, la tecnología, los alimentos, los juguetes y otras tantas mercancías que sería imposible enlistar. Otros consumistas son más de orden “espiritual” (eso suponen) y su intento por llenar su vacío es a partir de consumibles intangibles como lo serían las ideas, las ideologías, las creencias, los dogmas, la política, etc.

Nos sentimos vacíos porque los valores trascendentes de los que nuestra especie se valió en el pasado han desaparecido. Ideas ligadas a lo sagrado, al amor, a lo filosófico y a lo artístico resultan ridículas o inútiles para la mayoría de nosotros, a menos que de alguna manera sirvan para conseguir dinero, el cual hoy se encumbra como el único valor posible, a pesar de su caducidad. Dinero, solamente en eso piensa el individuo contemporáneo, el cual utiliza para comprar algo que le permita llenar el vacío que tiene dentro. Sin embargo, no es posible llenar este vacío que nos quedó con la caída de los valores trascendentes, al menos no es posible mediante la vía del consumismo, pues ésta mantiene una relación con el deseo, el cual tan pronto queda satisfecho, vuelve a exigirnos un nuevo esfuerzo para satisfacerlo.

La sobreestimulación a la que estamos expuestos ha corrompido al deseo y, por ende, al placer, el cual confundimos con una sensación transitoria de bienestar. Estamos sobreestimulados porque todo a nuestro alrededor exige de nuestros sentidos y de nosotros mismos más de lo que podemos dar. Nuestro entorno está contaminado, en todo momento escuchamos ruido, respiramos combustibles, comemos inadecuadamente, pero, principalmente, vemos demasiadas imágenes. La televisión y los medios digitales nos exponen a un continuo de contenidos inconexos que avanzan tan rápido que nuestra mente es incapaz de comprender lo que ha recibido, de tal suerte que esta sobreexposición a las imágenes no solamente nos perturba, sino que, además, nos insensibiliza, a la vez que nos mata la inteligencia, de tal suerte que terminamos reducidos a sujetos pasivos incapaces de ejercer cualquier tipo de análisis y crítica.

Los efectos del abuso de los dispositivos digitales es evidente, no sólo se ha demeritado la inteligencia, la fisionomía y la condición física de las personas, las cuales pasan varias horas acostadas o sentadas viendo programas televisivos y películas, sino que, además, sus potencialidades socio–afectivas se han visto tan dañadas que al individuo de hoy no solamente le es difícil relacionarse con los demás, sino que también ser fieles a la corresponsabilidad que la amistad y el amor implican. En pocas palabras, el individuo de hoy no solamente está vacío, sino que, además, está solo y carente de afecto, por ello es que se refugia en los paraísos artificiales que la televisión, el internet y los dispositivos digitales representan.

La depresión es una enfermedad invisible y en continua propagación a nivel mundial. La depresión es de carácter psíquico, es decir, un trastorno mental, pero también es, como decían los filósofos antiguos, de orden espiritual; de hecho, la palabra “psíquico” viene del griego “psique”, “alma”. No es posible definir aquí las causas de la depresión, pues el problema es complejo, sin embargo, se puede advertir que una de sus causas es el consumo inmoderado de imágenes, específicamente, las de la televisión y del internet, medios de comunicación que han sido utilizados para alentar en la sociedad comportamientos consumistas cuyo éxito se debe al vacío del que ya se ha hecho mención.

Nuestros tiempos son los tiempos de la deshumanización. Vivimos hacinados en la ciudad y en condiciones económicas generalmente precarias que nos llevan a ver al otro no como un semejante, sino como un rival. La educación, frente al dinero, no es una prioridad y en este ámbito consumista lo único que al individuo le interesa es “tener” y “parecer”, pero nunca “ser”. Desde la antigüedad griega se le llama a este tipo de depresión “acedia”, el cual fue ampliamente reflexionado por los cristianos del desierto en una obra titulada Filocalia, en la que dice:

«Hay una tristeza útil y una tristeza destructiva. Lo propio de la primera es lamentar las propias faltas y afligirse de la debilidad de nuestros prójimos, a fin de mantenernos en la bondad. Pero también está la tristeza que viene del tedio, irracional, y que se llama “acedia”. La tristeza y la acedia no suelen originarse por causas externas a nosotros, sino por los pensamientos. Nuestra lucha es contra el espíritu de la acedia, que está unido al de la tristeza, siendo éste un terrible y pesado demonio. La acedia produce desasosiego y escalofríos, odio contra el entorno y quienes nos rodean, así como al trabajo y el estudio. La acedia nos hace querer salir corriendo y sentir que todo es fatiga y tiempo perdido. Además de esto, la acedia produce un hambre semejante a la de tres días de ayuno, de un largo viaje o de una gran fatiga. Luego hará que surjan pensamientos varios, tales como que uno no podrá nunca liberarse de tal mal.»

La insatisfacción es consecuencia del vacío existencial en que nos hallamos. No sabemos qué queremos, sin embargo, queremos más. La palabra “acedia” significa “descuido” y qué somos nosotros sino individuos descuidados. A su vez, la voz “descuido” significa “el que no piensa, o el que no avanza”. De lo anterior deducimos que si padecemos de acedia es debido a que nos hemos descuidado, a que hemos dejado de avanzar, ¿pero cómo hacerlo si no sabemos hacia dónde vamos? La vida, por sí misma, carece de un sentido intrínseco, por lo que de cada uno de nosotros dependerá dotarla de un sentido personal que nos haga ir del estancamiento al cuidado de nosotros mismos. ¿Cómo lograrlo? Dejar el consumismo para responder a la pregunta “¿Cuál es mi plan de vida?”; de lo contrario, no sentiremos más que desasosiego y escalofríos.