/ domingo 26 de noviembre de 2023

El mundo iluminado | Soles en rotación

elmundoiluminado.com

El mundo que todos los días vemos es ilusorio. Damos por hecho que las cosas “son lo que son” porque así las hemos conocido desde siempre, o mejor dicho, desde que los primeros chispazos de nuestra mente comenzaron a romper el oscuro velo de la ignorancia. Sin embargo, estos chispazos se apagaron pronto y la curiosidad no nos duró más allá de unos cuantos años. Ahora, vivimos conformes con las apariencias que nos rodean y aunque sabemos que realmente no comprendemos nuestro entorno, nos complacemos escondidos detrás de una sonrisa.

Aceptar que el mundo que todos los días vemos es ilusorio resulta ser una tarea compleja, pues implicaría reconocer que hemos entregado nuestro tiempo y energía por una causa perdida. La vida laboral, escolar, social, religiosa e, incluso, la familiar si bien nos sirven para alcanzar ciertos objetivos, no nos permitirán llegar muy lejos en tanto que esas cinco experiencias, que son necesarias, están cimentadas en creencias superficiales y efímeras, si no fuera así, habríamos alcanzado la felicidad plena (y no una alegría menor) desde hace ya bastante tiempo.

Un sentimiento generalizado de insatisfacción se extiende cada vez más entre nosotros. ¿Qué ha salido mal? ¿Por qué si nos esmeramos en lo laboral, por qué si trabajamos la paciencia en lo familiar, por qué si tenemos intenciones de abandonar los vicios pareciera que nada mejora? Porque, a pesar de todo, no hemos sido capaces de concebir la posibilidad de que el mundo que conocemos es ilusorio y seguimos confiando en las instituciones sociales que no hacen más que adoctrinarnos y mantenernos en un estado de aletargamiento.

En nuestra ansia por progresar en lo económico, en lo personal, en lo espiritual y en lo social hemos dado por hecho que entendemos cómo operan las leyes de la naturaleza, es decir, suponemos que el conocimiento y comprensión de nuestro universo no mantiene relación alguna con el mejoramiento personal e incluso consideramos que el estudio de la naturaleza resulta un estorbo cuando lo que nos interesa es el crecimiento en lo material y/o espiritual, sin embargo, este tipo de pensamiento no solamente es errado, sino que, además, condenatorio, pues quien desconoce el lugar en el que se halla, carece de toda posibilidad de desarrollo.

Como sociedad productivista, nuestro máximo valor moral está en relación con el dinero, ya sea porque lo producimos (casi siempre en favor de alguien más) o porque lo gastamos (la deuda es nuestro motor). Nuestra relación con el dinero se acompaña siempre del deseo (de cualquier índole), y así vamos por la vida deseando tener más y más, pero como nuestras capacidades son limitadas, caemos rápidamente en estados de insatisfacción que poco o nada nos ayudan para entender que el mundo en el que estamos es ilusorio y que si vivimos cada uno de nuestros días en una trampa de consumo y en un estado de insatisfacción permanente, es porque nosotros mismos nos hemos entregado a la tiranía de los espejismos.

¿Cómo descubrir entonces la ilusión que representa el mundo? La respuesta es sencilla, no así, su aplicación: mediante el estudio de la naturaleza y el abandono, paulatino, de las malas costumbres que inconscientemente hemos aprendido del medio en el que nos desenvolvemos. Si queremos conocer la fuente de nuestro estado de insatisfacción, es necesario que emprendamos a la par el camino del conocimiento de uno mismo, sin embargo, esto no puede hacerse antes que el estudio de la naturaleza, pues ¿cómo vamos a conocernos a nosotros mismos, si no sabemos en dónde estamos parados, cómo funciona el medio al que pertenecemos y cuál es el ciclo de sus transformaciones? Es precisamente el sentimiento de certeza de que conocemos el mundo que nos rodea, lo que nos impide adentrarnos en la red de sus ilusiones. A manera de ejemplo, leamos unas ideas que el filósofo Lobsang Rampa expone en su obra Tú, para siempre:

«Antes de cualquier intento dirigido a entender la naturaleza del Súper–yo, o de tratar de alguna materia de estudio oculta, hemos de estar seguros de que comprendemos nuestra propia naturaleza. Todo lo que existe es vida y todo aquello que es, vibra. Todo objeto consiste en moléculas moviéndose continuamente. Somos una masa de moléculas girando rápidamente. En apariencia, somos sólidos; no es fácil pasar un dedo a través de la carne y huesos. Pero esa solidez es una ilusión. Imaginemos una criatura infinitamente pequeña que pueda estar a una cierta distancia de un cuerpo humano y mirarlo. Esta criatura vería soles en rotación, espirales de nebulosas y corrientes de astros semejantes a la Vía Láctea. ¿Cuál, entonces, es la formación final de las estrellas en los cielos? Cada hombre es un universo en el cual los planetas (moléculas) giran en derredor de un sol central. Cada piedra, rama, o gota de agua, se compone de moléculas en constante e inacabable movimiento. Cada criatura, mundo o molécula, depende de la existencia de otras criaturas, para que su existencia pueda continuar.»

El mundo que todos los días vemos es ilusorio, como también nosotros mismos lo somos. Estamos convencidos de nuestra solidez, así como de la dureza del suelo y de los muros, sin embargo, en un nivel microscópico toda la materia no es más que un conjunto de partículas girando unas en derredor de otras, de la misma manera en que los astros lo hacen. Y así como nosotros miramos al universo y lo concebimos como una infinita oscuridad habitada por astros, una minúscula consciencia ahora mismo contempla las partículas que nos conforman mientras piensa lo mismo, que nosotros somos un universo. Si nos introducimos en nuestra propia naturaleza, somos semejantes a un cosmos danzante, pero si nos alejamos lo suficiente, podemos percibir el cuerpo que nos conforma como humanos. ¿No será, acaso, lo mismo con el espacio sideral? ¿Acaso si nos alejamos lo suficiente, podremos ver el cuerpo real del universo? ¿De ser así, qué forma tendría? No hay solidez, todo es ilusión, la realidad son soles en rotación.

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El mundo que todos los días vemos es ilusorio. Damos por hecho que las cosas “son lo que son” porque así las hemos conocido desde siempre, o mejor dicho, desde que los primeros chispazos de nuestra mente comenzaron a romper el oscuro velo de la ignorancia. Sin embargo, estos chispazos se apagaron pronto y la curiosidad no nos duró más allá de unos cuantos años. Ahora, vivimos conformes con las apariencias que nos rodean y aunque sabemos que realmente no comprendemos nuestro entorno, nos complacemos escondidos detrás de una sonrisa.

Aceptar que el mundo que todos los días vemos es ilusorio resulta ser una tarea compleja, pues implicaría reconocer que hemos entregado nuestro tiempo y energía por una causa perdida. La vida laboral, escolar, social, religiosa e, incluso, la familiar si bien nos sirven para alcanzar ciertos objetivos, no nos permitirán llegar muy lejos en tanto que esas cinco experiencias, que son necesarias, están cimentadas en creencias superficiales y efímeras, si no fuera así, habríamos alcanzado la felicidad plena (y no una alegría menor) desde hace ya bastante tiempo.

Un sentimiento generalizado de insatisfacción se extiende cada vez más entre nosotros. ¿Qué ha salido mal? ¿Por qué si nos esmeramos en lo laboral, por qué si trabajamos la paciencia en lo familiar, por qué si tenemos intenciones de abandonar los vicios pareciera que nada mejora? Porque, a pesar de todo, no hemos sido capaces de concebir la posibilidad de que el mundo que conocemos es ilusorio y seguimos confiando en las instituciones sociales que no hacen más que adoctrinarnos y mantenernos en un estado de aletargamiento.

En nuestra ansia por progresar en lo económico, en lo personal, en lo espiritual y en lo social hemos dado por hecho que entendemos cómo operan las leyes de la naturaleza, es decir, suponemos que el conocimiento y comprensión de nuestro universo no mantiene relación alguna con el mejoramiento personal e incluso consideramos que el estudio de la naturaleza resulta un estorbo cuando lo que nos interesa es el crecimiento en lo material y/o espiritual, sin embargo, este tipo de pensamiento no solamente es errado, sino que, además, condenatorio, pues quien desconoce el lugar en el que se halla, carece de toda posibilidad de desarrollo.

Como sociedad productivista, nuestro máximo valor moral está en relación con el dinero, ya sea porque lo producimos (casi siempre en favor de alguien más) o porque lo gastamos (la deuda es nuestro motor). Nuestra relación con el dinero se acompaña siempre del deseo (de cualquier índole), y así vamos por la vida deseando tener más y más, pero como nuestras capacidades son limitadas, caemos rápidamente en estados de insatisfacción que poco o nada nos ayudan para entender que el mundo en el que estamos es ilusorio y que si vivimos cada uno de nuestros días en una trampa de consumo y en un estado de insatisfacción permanente, es porque nosotros mismos nos hemos entregado a la tiranía de los espejismos.

¿Cómo descubrir entonces la ilusión que representa el mundo? La respuesta es sencilla, no así, su aplicación: mediante el estudio de la naturaleza y el abandono, paulatino, de las malas costumbres que inconscientemente hemos aprendido del medio en el que nos desenvolvemos. Si queremos conocer la fuente de nuestro estado de insatisfacción, es necesario que emprendamos a la par el camino del conocimiento de uno mismo, sin embargo, esto no puede hacerse antes que el estudio de la naturaleza, pues ¿cómo vamos a conocernos a nosotros mismos, si no sabemos en dónde estamos parados, cómo funciona el medio al que pertenecemos y cuál es el ciclo de sus transformaciones? Es precisamente el sentimiento de certeza de que conocemos el mundo que nos rodea, lo que nos impide adentrarnos en la red de sus ilusiones. A manera de ejemplo, leamos unas ideas que el filósofo Lobsang Rampa expone en su obra Tú, para siempre:

«Antes de cualquier intento dirigido a entender la naturaleza del Súper–yo, o de tratar de alguna materia de estudio oculta, hemos de estar seguros de que comprendemos nuestra propia naturaleza. Todo lo que existe es vida y todo aquello que es, vibra. Todo objeto consiste en moléculas moviéndose continuamente. Somos una masa de moléculas girando rápidamente. En apariencia, somos sólidos; no es fácil pasar un dedo a través de la carne y huesos. Pero esa solidez es una ilusión. Imaginemos una criatura infinitamente pequeña que pueda estar a una cierta distancia de un cuerpo humano y mirarlo. Esta criatura vería soles en rotación, espirales de nebulosas y corrientes de astros semejantes a la Vía Láctea. ¿Cuál, entonces, es la formación final de las estrellas en los cielos? Cada hombre es un universo en el cual los planetas (moléculas) giran en derredor de un sol central. Cada piedra, rama, o gota de agua, se compone de moléculas en constante e inacabable movimiento. Cada criatura, mundo o molécula, depende de la existencia de otras criaturas, para que su existencia pueda continuar.»

El mundo que todos los días vemos es ilusorio, como también nosotros mismos lo somos. Estamos convencidos de nuestra solidez, así como de la dureza del suelo y de los muros, sin embargo, en un nivel microscópico toda la materia no es más que un conjunto de partículas girando unas en derredor de otras, de la misma manera en que los astros lo hacen. Y así como nosotros miramos al universo y lo concebimos como una infinita oscuridad habitada por astros, una minúscula consciencia ahora mismo contempla las partículas que nos conforman mientras piensa lo mismo, que nosotros somos un universo. Si nos introducimos en nuestra propia naturaleza, somos semejantes a un cosmos danzante, pero si nos alejamos lo suficiente, podemos percibir el cuerpo que nos conforma como humanos. ¿No será, acaso, lo mismo con el espacio sideral? ¿Acaso si nos alejamos lo suficiente, podremos ver el cuerpo real del universo? ¿De ser así, qué forma tendría? No hay solidez, todo es ilusión, la realidad son soles en rotación.