Las órdenes religiosas femeninas que se establecieron en la Ciudad de los Ángeles a finales del siglo XVI, tenían diversas actividades bajo su encomienda, entre ellas, recibían chicas jóvenes cuyos padres habían decidido que consagraran su vida a dios, una práctica muy común entre las familias acomodadas.
Corría el año 1676 cuando la tranquilidad del convento dominico de las religiosas de Santa Inés se vio irrumpida con la llegada de María de los Ángeles. Cuenta la leyenda que era una chiquilla de casi trece años de edad que habían internado sus padres con la esperanza de que se convirtiera en una santa.
Angelina, como era conocida entre las monjas y novicias del convento, lejos estaba de la santidad. Era una niña guerrosa, de exagerada emotividad y con una inteligencia precoz, que traía vuelta locas a las mujeres del claustro.
Abadesa, la madre superiora, demostraba gran cariño y comprensión por Angelina. Debido a su corta edad le toleraba sus constantes travesuras; pero en cada queja de las demás, le fruncía el ceño y se ponía severa, para finalmente, acariciarla maternalmente y pedirle que no lo volviera a hacer. Eso sí, para que la niña se hiciera juiciosa, la mandaba a rezar diez padres nuestros con sus Aves María.
Llegó el día en que todas las monjitas y también las novicias clamaron contra Angelina. A Esta última queja, la madre Abadesa, en pro de la tranquilidad y disciplina de la casa, tomó la resolución de mandarla de castigo algunos días a otro claustro, también dominico, de las madres de Santa Rosa de Lima.
- ¡Está bien madre!, dijo humildemente Angelina.
Con el antecedente de ser “inaguantable”, y no por maldad sino de inquietud física, cultural e intelectual, Angelina le fue muy recomendada a la superiora de dicho convento.
UNA TRANSFORMACIÓN SORPRENDENTE
A solo tres semanas de su llegada a Santa Rosa de Lima, la muchacha era otra, aunque nadie podía explicarse el por qué. Ya fuera porque quería demostrar el cambio de su modo de ser para que la regresaran al convento de Santa Inés, o porque le daba gran tristeza estar exiliada, o porque entraba en la adolescencia, reflexiva.
Su transformación fue tan evidente para todas las monjas y novicias del lugar, que empezaron a tenerle consideraciones, ya que la tenían sometida a los bajos quehaceres.
Sucedió lo mismo en la cocina, todo lo que tenía encomendado lo desempeñaba muy bien, con santa resignación, por lo que la madre cocinera pidió a la superiora que la cambiara el trabajo. No sin antes advertir sus cualidades en cocina de aprovechamiento, le encargaron la despensa que era surtida, variada y abundante.
El convento recibía donaciones de causas particulares y comercios de toda clase, desde pulperías hasta verdulería, combustible de carbón y leña, pero resaltaba la frecuencia y la cantidad de camote que distintos pueblos de la mixteca les traían. Tanto, que la comunidad religiosa consumía este tubérculo en el desayuno y en las comidas, ya asado, ya hervido, “a pasto”, como alimento completo; pero a todas les tenía el camote “hasta el copete”.
CAMOTE PARA EL JERARCA
Cierto día, la madre superiora informó a la congregación que el convento sería visitado por el ilustrísimo y reverendísimo señor obispo don Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahagún, y tenía el deseo de agasajarlo con alguna golosina, que fuera exquisita y desconocida para él.
Por supuesto que la encargada de tal encomienda fue la madre cocinera, quien estaba sumamente afligida porque no sabía cómo complacer a la superiora. Entonces llamó a todas las madres que le apoyaban en la cocina, pero ante tal conflicto nadie sugería nada. Hasta que de pronto, Angelina se pronunció:
- “No se agiten sus mercedes por tan poca cosa, el problema está resuelto y fácilmente; daremos camote a su ilustrísima”.
Al unísono, y con gran ímpetu, las monjitas lanzaron un grito de desesperación:
- ¡Camote!, ¡Camote para el señor obispo!
- ¿Estás loca?, dijo la madre cocinera, y agregó: “aquí nadie quiere camote, hasta su olor nos marea”.
Pero Angelina insistió:
- Sí, sí, camote al señor obispo, ¡camote! Y hasta se chupará los dedos al saborearlo, porque será “bocatto di cardinale”
Afanosamente sacó una buena ración de camote y se puso a elaborar la golosina: hirvió en agua los tubérculos, luego los peló y los echó en un cazo a fuego lento. La muchacha estuvo dos horas moviendo la pasta que se había hecho, a la que agregó una buena ración de piña y la cantidad necesaria de azúcar.
Estando a “punto de cajeta”, retiró el cazo de la lumbre y dejó enfriar el contenido. Una vez frío, empezó separó pequeñas porciones y les dio forma de bollo, después los decoró con pinturas vegetales.
UNA DULCE SORPRESA
En ese trajín de Angelina, estuvo presente toda la comunidad, que dio fe del prodigioso invento y del exquisito sabor de la golosina. Por decisión unánime, aprobaron se le obsequiara al jerarca eclesiástico.
Tal como lo había anunciado, llegó el obispo que fue agasajado con las mejores viandas elaboradas en la cocina del convento de Santa Rosa de Lima, y al terminar el festín, ¡se le dio camote!
- ¡Qué exquisito dulce!, exclamó pidiendo más, al tiempo que aseguró que había sido una “dulce sorpresa”; además, solicitó que le pusieran algunas piezas en una caja para regocijarse los días subsecuentes.
Dicen que la muchacha ya no regresó al convento de Santa Inés porque desde ese día fue considerada, distinguida y mimada en el convento que habitaba, de Santa Rosa. Pero como era de esperarse, tampoco se quedó en este porque no tenía vocación de monja contemplativa.
Un buen día, Angelina se matrimonio y formó un hogar feliz con su esposo, a quien le dio muchos muchos hijos. Tenían un pequeño obrador de dulces que vendían en un establecimiento junto al convento de Santa Clara.
El producto predilecto y más vendible, era el camote de su invento, que entregaban en cajitas de cartón con una etiqueta que ostentaba la leyenda: “Camotes de Santa Clara”.
· Historia contenida en el libro “Leyendas de la Puebla de los Ángeles”, de Enrique Cordero y Torres, bajo el nombre “Camotes de Santa Clara”.
· Adaptación: Erika Reyes