/ domingo 28 de agosto de 2016

Tiene 98 años y mantiene su pasión por la forja de metales preciosos

Casi un siglo de recuerdos alcanza a relatar con precisiónFélix Salgado desde su taller de joyería. Anillos de diamantes,esclavas de oro y cadenas de plata se entremezclan en la memoria deeste platero que cumplirá el próximo mes de mayo 98 años sinabandonar su pasión por la forja de metales preciosos.

“La fórmula son dos de salitre, uno de alumbre y uno de sal.Se hacía una mezcla y esa mezcla se metía en una cazuela hastaque se acabara el agua, entonces se formaba una pasta y empezaba arotar una crema amarilla, ya que se había disuelto todo eso semetía la pieza y ya se sacaba”.

El bastón de don Félix se mueve con rapidez entre sus manos alritmo de sus palabras. Cómo fijar el color a una pieza de oro seconvierte pronto en una lección magistral sobre joyería, dirigidaa aquellos que, acusa con una sonrisa, ya no se toman en serio laprofesión. “Ya ha degenerado el oficio, ya no es como antes,antes el trabajo era a mano”, se queja.

Casi nada es ya como era antes para este morelense que desdehace 72 años vive en Puebla, una ciudad que, calcula con rapidez,no tendría entonces más de 800 habitantes. “Empecé a trabajarpero no me satisfacía porque quería aprender más, hasta que memetí en algunos talleres y así logré hacer más en la vida”,recuerda.

Desde los 16 años jugaba con el fuego y el metal. “Empecé acromar, que era lo más fácil hasta que aprendí con más maestrosy me cultivé en cierto modo dentro del oficio”, comenta. “Elque me enseñó el oficio era mi tío, hermano de mi madre, por loque mi oficio es de herencia. Mi abuelo era joyero, pero un señorjoyero, nomás que llegó la Revolución y se lo llevaron de leva.Con la Revolución se desintegró toda mi familia, no sé cómo yovine a nacer”.

El 5 de mayo de 1919, que ahora celebra cada año con el desfilede la Batalla de Puebla, el municipio de Tlaltizapán vio nacer aFélix Salgado, menos de un mes después de la muerte del morelensemás famoso, Emiliano Zapata. “A los cuatro años montaba acaballo, era propiamente hijo de campesinos”, se retrata. “Noéramos pobres ni ricos, teníamos vacas, teníamos ganado, tuvimosaves, de todo. Nunca supimos qué era no tener para comer, a pesarde que era la Revolución”.

“NUNCA ROMPÍ UNBRILLANTE”

La fortuna le persiguió toda su vida. Sólo con sus manos, donFélix forjó una leyenda en la joyería poblana. Después deespecializarse en talleres de la Angelópolis –“Nunca rompí unbrillante”, presume-, abrió su propio estudio. Las peticiones depulseras, coronas, collares y solitarios llegaban sinanunciarse.

“Trabajé al por mayor, pero sólo cuando empezaba a trabajar,ya después que me dediqué a esto eran clientes y encargos muy,muy especiales”, rememora. “Se había hecho un grupo dejoyeros, pero a mí no me aceptaban porque ganaba mucho.Inconscientemente me buscaban a mí cuando ellos no podíanterminar los encargos. Yo tenía ya mi clientela, pero llegabaalgún compañero a pedirme que si no le podía acabar eltrabajo”.

Diciembre significaba para el joyero –“antes nos decíanplateros”, insiste en precisar- días sin descanso. “Hacía yolas rosas -de oro- para el 12 de diciembre, porque iban lasperegrinaciones a llevar las rosas a la Virgen de Guadalupe, yotrabajaba hasta cinco noches sin dormir”, recuerda sin poderdisimular el orgullo.

De aquella frenética actividad le queda al anciano el disgustopor estar quieto. Diez vueltas corriendo al patio de su casa, 90sentadillas, 50 puñetazos al aire y duchas con agua fría es larutina de ejercicio a la que se enfrenta cada día. “Todavíacorro mucho, antes también tomaba una cerveza bien fría en ayunaspero el médico me la quitó porque me mareaba”, acusa con unamueca de disgusto.

Aun así, don Félix parece enfadado con algunas limitacionesque trajo la senectud. Desde hace unos años, ya no fabrica ningunamedalla de plata para los cumpleaños de sus nietos. “Tengo comotres años que dejé ya de trabajar, a veces me pongo sentimental,mi pasión es la lectura después de este oficio, siempre me gustótener buenos catálogos para poder elegir las joyas”, dice conmelancolía.

Los gruesos cristales de sus lentes, el bastón que se niega asostener: “es para otros que les hace más falta”, se defiendey la petición de hablar un poco más alto de lo habitual son losúnicos signos que parecen delatar la pérdida de habilidades.“Soy sano pero no en los oídos. En la vista ya no puedo leer, yano puedo escribir, soy inútil para todo”, se queja. “Todo mipasado lo cuento tal cual, pero lo que aprendo ahora se me olvidarápido”.

Pese a esto, su memoria es capaz de retener cada arista, cadacolor y cada brillo de los metales preciosos que compraba en laCiudad de México para fabricar las joyas. “Cada metal tiene supropiedad, tiene un valor”, asegura con pasión.

Casi un siglo de recuerdos alcanza a relatar con precisiónFélix Salgado desde su taller de joyería. Anillos de diamantes,esclavas de oro y cadenas de plata se entremezclan en la memoria deeste platero que cumplirá el próximo mes de mayo 98 años sinabandonar su pasión por la forja de metales preciosos.

“La fórmula son dos de salitre, uno de alumbre y uno de sal.Se hacía una mezcla y esa mezcla se metía en una cazuela hastaque se acabara el agua, entonces se formaba una pasta y empezaba arotar una crema amarilla, ya que se había disuelto todo eso semetía la pieza y ya se sacaba”.

El bastón de don Félix se mueve con rapidez entre sus manos alritmo de sus palabras. Cómo fijar el color a una pieza de oro seconvierte pronto en una lección magistral sobre joyería, dirigidaa aquellos que, acusa con una sonrisa, ya no se toman en serio laprofesión. “Ya ha degenerado el oficio, ya no es como antes,antes el trabajo era a mano”, se queja.

Casi nada es ya como era antes para este morelense que desdehace 72 años vive en Puebla, una ciudad que, calcula con rapidez,no tendría entonces más de 800 habitantes. “Empecé a trabajarpero no me satisfacía porque quería aprender más, hasta que memetí en algunos talleres y así logré hacer más en la vida”,recuerda.

Desde los 16 años jugaba con el fuego y el metal. “Empecé acromar, que era lo más fácil hasta que aprendí con más maestrosy me cultivé en cierto modo dentro del oficio”, comenta. “Elque me enseñó el oficio era mi tío, hermano de mi madre, por loque mi oficio es de herencia. Mi abuelo era joyero, pero un señorjoyero, nomás que llegó la Revolución y se lo llevaron de leva.Con la Revolución se desintegró toda mi familia, no sé cómo yovine a nacer”.

El 5 de mayo de 1919, que ahora celebra cada año con el desfilede la Batalla de Puebla, el municipio de Tlaltizapán vio nacer aFélix Salgado, menos de un mes después de la muerte del morelensemás famoso, Emiliano Zapata. “A los cuatro años montaba acaballo, era propiamente hijo de campesinos”, se retrata. “Noéramos pobres ni ricos, teníamos vacas, teníamos ganado, tuvimosaves, de todo. Nunca supimos qué era no tener para comer, a pesarde que era la Revolución”.

“NUNCA ROMPÍ UNBRILLANTE”

La fortuna le persiguió toda su vida. Sólo con sus manos, donFélix forjó una leyenda en la joyería poblana. Después deespecializarse en talleres de la Angelópolis –“Nunca rompí unbrillante”, presume-, abrió su propio estudio. Las peticiones depulseras, coronas, collares y solitarios llegaban sinanunciarse.

“Trabajé al por mayor, pero sólo cuando empezaba a trabajar,ya después que me dediqué a esto eran clientes y encargos muy,muy especiales”, rememora. “Se había hecho un grupo dejoyeros, pero a mí no me aceptaban porque ganaba mucho.Inconscientemente me buscaban a mí cuando ellos no podíanterminar los encargos. Yo tenía ya mi clientela, pero llegabaalgún compañero a pedirme que si no le podía acabar eltrabajo”.

Diciembre significaba para el joyero –“antes nos decíanplateros”, insiste en precisar- días sin descanso. “Hacía yolas rosas -de oro- para el 12 de diciembre, porque iban lasperegrinaciones a llevar las rosas a la Virgen de Guadalupe, yotrabajaba hasta cinco noches sin dormir”, recuerda sin poderdisimular el orgullo.

De aquella frenética actividad le queda al anciano el disgustopor estar quieto. Diez vueltas corriendo al patio de su casa, 90sentadillas, 50 puñetazos al aire y duchas con agua fría es larutina de ejercicio a la que se enfrenta cada día. “Todavíacorro mucho, antes también tomaba una cerveza bien fría en ayunaspero el médico me la quitó porque me mareaba”, acusa con unamueca de disgusto.

Aun así, don Félix parece enfadado con algunas limitacionesque trajo la senectud. Desde hace unos años, ya no fabrica ningunamedalla de plata para los cumpleaños de sus nietos. “Tengo comotres años que dejé ya de trabajar, a veces me pongo sentimental,mi pasión es la lectura después de este oficio, siempre me gustótener buenos catálogos para poder elegir las joyas”, dice conmelancolía.

Los gruesos cristales de sus lentes, el bastón que se niega asostener: “es para otros que les hace más falta”, se defiendey la petición de hablar un poco más alto de lo habitual son losúnicos signos que parecen delatar la pérdida de habilidades.“Soy sano pero no en los oídos. En la vista ya no puedo leer, yano puedo escribir, soy inútil para todo”, se queja. “Todo mipasado lo cuento tal cual, pero lo que aprendo ahora se me olvidarápido”.

Pese a esto, su memoria es capaz de retener cada arista, cadacolor y cada brillo de los metales preciosos que compraba en laCiudad de México para fabricar las joyas. “Cada metal tiene supropiedad, tiene un valor”, asegura con pasión.

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