/ domingo 22 de octubre de 2023

El mundo iluminado | El egoísmo del genio

elmundoiluminado.com

La mayoría de las costumbres que diariamente ejecutamos, las aprendimos de manera inconsciente. Pensamos, mejor dicho, suponemos que el mundo siempre ha sido como lo conocemos y difícilmente se nos cruza la idea de que todo se trata de una farsa, de un drama montado a conveniencia del dueño del teatro. Diariamente somos testigos de la violencia, del ajetreo automovilístico, del alza de los precios, así como de un comportamiento individualista que nos separa más y más a los unos de los otros, y pensamos que esto se debe a que “así es la vida”, sin embargo, no es que la vida sea así, de hecho, esa manera de ser tampoco es la vida, sino su sombra, su apariencia, su disfraz porque la vida está en otra parte muy alejada de las prácticas nocivas que damos por normales.

Las costumbres nos fueron “sembradas” por la cultura, como también ocurre con nuestros gustos, anhelos, miedos y disgustos. Verdaderamente no sabemos quiénes somos, pues lo que nos conforma es un traje hecho a la medida por quienes han tenido poder sobre nosotros, esto es desde nuestros padres y hasta el sistema social que nos domina, pasando, claro está, por los amigos, enemigos, socios, compañeros y amores con que hemos convivido y que también, sin saberlo, hemos modelado a nuestra conveniencia, pero siempre de manera inconsciente.

Nuestra percepción de la realidad no depende de lo que en verdad es, sino de lo que nos han dicho que es. ¿A quiénes debemos tal mentira? A nuestros padres, a nuestra familia, a la sociedad y a las instituciones que la conforman, a saber: la escuela, la política, la religión, los medios de comunicación y el sistema económico, que también es una institución. Quizás nuestros padres no son del todo responsables de la mentira que nos han hecho creer porque posiblemente ellos tampoco tenían claro que nuestro entorno es un espejismo, pero no podemos decir lo mismo de las demás instituciones, las cuales se encargan de modelar y administrar una realidad en la que todos pierden, salvo quienes se mueven en la inaccesible cima.

Veamos, a manera de ejemplo, cómo es que las instituciones vuelven costumbre comportamientos que, lejos de resolver los problemas sociales y de atenuar las diferencias, los agravan y las maximizan. La mayoría social ha pasado por la experiencia del sistema educativo, no importa hasta qué grado hayan cursado, sino que se volvieron partícipes de su modelo de enseñanza, o deberíamos decir, quizás, de su modelo de adoctrinamiento, pues el sistema educativo, más que buscar la liberación del individuo, persigue su adoctrinamiento y conversión en mano de obra eficiente. No confundamos la idea de “mano de obra” con el hecho de ser obreros industriales, no, decir “mano de obra” significa que uno ha sido moldeado de tal forma que es capaz de producir capital en favor de quien lo emplea. Y es que el sistema educativo, que no es lo mismo que la educación, lo que promueve es la formación de individuos que sepan seguir órdenes de forma eficiente y cumplir tareas renunciando a toda posibilidad de crítica y de análisis, lo anterior a partir de un comportamiento competitivo.

Es precisamente la competencia un modo de ser que damos por normal. Pensamos que la vida se trata de rivalizar con los demás y que todo triunfo verdadero debe ser siempre individual. Esto ocurre porque el sistema educativo, desde que el individuo está en la etapa de la infancia, le enseña que todo trabajo eficiente es el que se realiza en soledad y que si uno posee cierto conocimiento debe de mantenerlo oculto, pues en caso de que otro lo sepa, se corre el riesgo de perder la posibilidad de que la sociedad nos reconozca nuestros “triunfos”. El filósofo Pierre Joseph Proudhon, en su obra Filosofía de la miseria, lo expone de la siguiente manera:

«Desde la primaria hasta la normal, no se hace más que acostumbrar a los discípulos a que trabajen solos: si algunas veces se les da a todos el mismo trabajo, se exige que cada uno lo trate aparte y en competencia. Se procura obligar al joven a que piense por sí mismo. Enseñándole el fondo común de la ciencia, se le exige que se la apropie. Se excita su facultad inventiva, se le provoca, por decirlo así, al egoísmo del genio, a la propiedad de las opiniones, y a medida que su condición imberbe adquiere formas originales, personales, facciosas, se aplauden sus triunfos, y todos se felicitan por haber hecho un hombre. Los padres y los maestros se gozan por no haber perdido su tiempo y su dinero, y se dice de este discípulo, cuyas ideas temerarias acaso destruyan un día la comunidad, que pagó los gastos de su juventud.»

Todos hemos sido testigos de la rivalidad que se fomenta en el sistema educativo. No hay escuela en la que no falte el cuadro de honor, en el que destacan no los que saben más, sino los que obedecen mejor. Llegar al cuadro de honor no es sencillo e implica más que solamente aprender de memoria ciertos conocimientos. Para llegar al cuadro de honor se requiere ser del agrado del docente, el cual, como buen eslabón de la cadena productora, detectará a la mente en formación más moldeable y le otorgará el poder de acusar a quienes no sigan las reglas, quienes se harán merecedores de un castigo ejemplar cuyo objetivo es aplacar su voluntad. Además, es imprescindible que durante las pruebas de conocimientos éstas se respondan en completa soledad, pues el conocimiento colectivo no es una opción en este sistema, pues el mundo es competencia y rivalidad, o al menos esa es la idea que nos heredaron y dimos por verdadera.

La única manera de ejercer la autoridad eficientemente, dice Proudhon, es mediante el dominio de la propiedad, es decir, haciendo propio lo que es ajeno. En el caso del sistema educativo la propiedad que se ejerce es la de las ideas, los estudiantes se hacen dueños del conocimiento, pero no de todo el conocimiento, sino solamente del que les es permitido y luego crecen y entran en el sistema laboral pensando que la rivalidad es una costumbre que siempre ha estado, que es la vida, y que la única manera de ser es mediante el egoísmo del genio.


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La mayoría de las costumbres que diariamente ejecutamos, las aprendimos de manera inconsciente. Pensamos, mejor dicho, suponemos que el mundo siempre ha sido como lo conocemos y difícilmente se nos cruza la idea de que todo se trata de una farsa, de un drama montado a conveniencia del dueño del teatro. Diariamente somos testigos de la violencia, del ajetreo automovilístico, del alza de los precios, así como de un comportamiento individualista que nos separa más y más a los unos de los otros, y pensamos que esto se debe a que “así es la vida”, sin embargo, no es que la vida sea así, de hecho, esa manera de ser tampoco es la vida, sino su sombra, su apariencia, su disfraz porque la vida está en otra parte muy alejada de las prácticas nocivas que damos por normales.

Las costumbres nos fueron “sembradas” por la cultura, como también ocurre con nuestros gustos, anhelos, miedos y disgustos. Verdaderamente no sabemos quiénes somos, pues lo que nos conforma es un traje hecho a la medida por quienes han tenido poder sobre nosotros, esto es desde nuestros padres y hasta el sistema social que nos domina, pasando, claro está, por los amigos, enemigos, socios, compañeros y amores con que hemos convivido y que también, sin saberlo, hemos modelado a nuestra conveniencia, pero siempre de manera inconsciente.

Nuestra percepción de la realidad no depende de lo que en verdad es, sino de lo que nos han dicho que es. ¿A quiénes debemos tal mentira? A nuestros padres, a nuestra familia, a la sociedad y a las instituciones que la conforman, a saber: la escuela, la política, la religión, los medios de comunicación y el sistema económico, que también es una institución. Quizás nuestros padres no son del todo responsables de la mentira que nos han hecho creer porque posiblemente ellos tampoco tenían claro que nuestro entorno es un espejismo, pero no podemos decir lo mismo de las demás instituciones, las cuales se encargan de modelar y administrar una realidad en la que todos pierden, salvo quienes se mueven en la inaccesible cima.

Veamos, a manera de ejemplo, cómo es que las instituciones vuelven costumbre comportamientos que, lejos de resolver los problemas sociales y de atenuar las diferencias, los agravan y las maximizan. La mayoría social ha pasado por la experiencia del sistema educativo, no importa hasta qué grado hayan cursado, sino que se volvieron partícipes de su modelo de enseñanza, o deberíamos decir, quizás, de su modelo de adoctrinamiento, pues el sistema educativo, más que buscar la liberación del individuo, persigue su adoctrinamiento y conversión en mano de obra eficiente. No confundamos la idea de “mano de obra” con el hecho de ser obreros industriales, no, decir “mano de obra” significa que uno ha sido moldeado de tal forma que es capaz de producir capital en favor de quien lo emplea. Y es que el sistema educativo, que no es lo mismo que la educación, lo que promueve es la formación de individuos que sepan seguir órdenes de forma eficiente y cumplir tareas renunciando a toda posibilidad de crítica y de análisis, lo anterior a partir de un comportamiento competitivo.

Es precisamente la competencia un modo de ser que damos por normal. Pensamos que la vida se trata de rivalizar con los demás y que todo triunfo verdadero debe ser siempre individual. Esto ocurre porque el sistema educativo, desde que el individuo está en la etapa de la infancia, le enseña que todo trabajo eficiente es el que se realiza en soledad y que si uno posee cierto conocimiento debe de mantenerlo oculto, pues en caso de que otro lo sepa, se corre el riesgo de perder la posibilidad de que la sociedad nos reconozca nuestros “triunfos”. El filósofo Pierre Joseph Proudhon, en su obra Filosofía de la miseria, lo expone de la siguiente manera:

«Desde la primaria hasta la normal, no se hace más que acostumbrar a los discípulos a que trabajen solos: si algunas veces se les da a todos el mismo trabajo, se exige que cada uno lo trate aparte y en competencia. Se procura obligar al joven a que piense por sí mismo. Enseñándole el fondo común de la ciencia, se le exige que se la apropie. Se excita su facultad inventiva, se le provoca, por decirlo así, al egoísmo del genio, a la propiedad de las opiniones, y a medida que su condición imberbe adquiere formas originales, personales, facciosas, se aplauden sus triunfos, y todos se felicitan por haber hecho un hombre. Los padres y los maestros se gozan por no haber perdido su tiempo y su dinero, y se dice de este discípulo, cuyas ideas temerarias acaso destruyan un día la comunidad, que pagó los gastos de su juventud.»

Todos hemos sido testigos de la rivalidad que se fomenta en el sistema educativo. No hay escuela en la que no falte el cuadro de honor, en el que destacan no los que saben más, sino los que obedecen mejor. Llegar al cuadro de honor no es sencillo e implica más que solamente aprender de memoria ciertos conocimientos. Para llegar al cuadro de honor se requiere ser del agrado del docente, el cual, como buen eslabón de la cadena productora, detectará a la mente en formación más moldeable y le otorgará el poder de acusar a quienes no sigan las reglas, quienes se harán merecedores de un castigo ejemplar cuyo objetivo es aplacar su voluntad. Además, es imprescindible que durante las pruebas de conocimientos éstas se respondan en completa soledad, pues el conocimiento colectivo no es una opción en este sistema, pues el mundo es competencia y rivalidad, o al menos esa es la idea que nos heredaron y dimos por verdadera.

La única manera de ejercer la autoridad eficientemente, dice Proudhon, es mediante el dominio de la propiedad, es decir, haciendo propio lo que es ajeno. En el caso del sistema educativo la propiedad que se ejerce es la de las ideas, los estudiantes se hacen dueños del conocimiento, pero no de todo el conocimiento, sino solamente del que les es permitido y luego crecen y entran en el sistema laboral pensando que la rivalidad es una costumbre que siempre ha estado, que es la vida, y que la única manera de ser es mediante el egoísmo del genio.